– ¿Y?
– Y ahora dicen que se van. ¿Qué te parece?
– ¿Se van? ¿A dónde?
– Yo qué sé…, donde sea. Que se van, que se despiden. Que no quieren seguir trabajando aquí.
– No puede ser.
– A ti también te extraña, ¿no? -meliflua ahora la voz de Juan, como quien habla a escuchos.
– ¡Cómo no va a extrañarme, Juan!, ¡si los conozco desde que os conozco! Desde la primera vez que entré en tu casa ellos estaban ya. Y luego lo que contáis todos, lo que Jacobo me ha contado, lo que fue para Jacobo y sus hermanos Antonio. Para Matilda, Emilia. ¡Lo que ha sido Antonio para ti!
– Y que lo digas!
– Pero estás seguro de que se quieren ir?
– Me temo que sí.
– Pero por qué?
Juan y Angélica pasean por el acantilado. Es un día gris-azul, una mañana de nordeste. Hoy no lloverá. Hace frío, la Navidad se viene encima. Jacobo también se viene encima, por cierto. Es por la Inmaculada. El día de la madre (Angélica ha subrayado con un tono ligeramente guasón la onerosa significatividad de ese día de diciembre. Sin duda Angélica hubiera apreciado el chiste de Jaimito que contó Fernandito). Juan ha decidido que es cómodo tener a mano un alma atenta y cándida como Angélica, lo bastante curtida en los análisis de psicología casera para poder pelotear con ella un poco sin comprometerse mucho. Juan ha tomado muy en serio lo de que Antonio va a llevarse a Emilia lejos del Asubio. Y es un contratiempo serio: la viabilidad del Asubio queda amenazada si esos dos se van. Juan, súbitamente, al irse Antonio el otro día, tras decir que quiere alejar a Emilia del Asubio, se ha sentido como Dorian Gray, que, en la novela de Wilde, sube al desván donde ha ocultado su célebre retrato, a observar las marcas que en su bello rostro ha dejado impresa la última iniquidad. La comparación, traída por los pelos, le ha ido pareciendo, a medida que pasan los días, más y más adecuada. Hay un Juan Campos hermoseado por la admiración de Antonio, por su respeto, que aún va y viene por los prados que rodean el Asubio, que aún lee frente al fuego en su despacho como siempre lo hizo, con la misma apariencia serena, meditativa, de un hombre mayor, de un filósofo retirado del mundanal ruido, en su asubio frente al mar Cantábrico. El rostro de ese hombre es aún inmaculado: más bello incluso que de joven, porque la edad ha ennoblecido sus rasgos, ha encanecido su cabeza. Pero la insólita declaración de Antonio le ha sacado de quicio. Reconoce que quizá lo de la Suma Teológica fue un poco excesivo: reconoce que debió de sonarle al pobre Antonio como una ingeniosidad de escaso gusto ante la sincera preocupación de Antonio por su mujer. Y tiene que reconocer que, desde que se instalaron en el Asubio y la situación de Emilia se volvió visible por completo, la actitud de Antonio Vega ha cambiado. Juan contaba con que este cambio sería superficial y acabaría engolfándose en la rutina, diluyéndose en las mansas aguas inmóviles de las costumbres de Juan Campos y el Asubio. Y contaba, por supuesto con que el tiempo acabaría aliviando el duelo por Matilda: un alivio del luto, ¿qué menos? Que Antonio salte ahora con esto de irse, le parece indecente, no puede consentirlo, sería una perturbación insoportable. Y a su vez estos sentimientos de incomodidad, con su efecto multiplicador de incomodidades varias, que crece con los días, le incomodan moralmente porque le hacen sentirse egoísta, maculado, sujeto a una corruptibilidad insospechada: corrupto por la comodidad con que Matilda le dejó instalado. Ha sobrevivido a Matilda. ¿Sobrevivirá a un trastorno doméstico del calibre del que sugiere Antonio? En vista de todo esto, se ha acordado de la novela de Wilde, e, imaginariamente ha subido al desván donde mantiene, cubierto por un gran cortinaje de terciopelo, el retrato que, inspirada por el amor, hizo de él Matilda cuando se casaron y rehízo, a su manera, también Antonio inspirado por el afecto y el agradecimiento del hermoso Juan Campos de entonces, y que el Juan Campos de ahora viene viendo sutilmente resquebrajarse, cuartearse, desfigurándole. ¡Pero bueno, esto es una fantasía! Por eso se alegra Juan de la compañía superficial de su nuera. Angélica le ve hermoso aún, fascinante todavía, inmaculado. Desea de pronto Juan saber, a toda costa, cerciorarse, de que Angélica le ve con tanta belleza como Antonio y Matilda le vieron y como él mismo se acostumbró a verse a lo largo de tantos años de comodidad y filosofía.
Juan observa de reojo a su compañera. Angélica camina a paso largo, adelantándose siempre un poco. De hecho, Juan acorta siempre el paso un poco para que Angélica se le adelante y tenga que volver el rostro al hablarle, como
una discípula. El magnánimo aristotélico anda despacio. Y Angélica viene a ser un Alcibíades femenino que se conserva delgada y erótica. A juego con el delgado otoño cantábrico, tan luminoso el gris azul, el cabrilleante gris plomo del mar, el filo frío del aire produce un delicioso efecto de Eros suspendido. Angélica acaba de preguntarle por qué se quieren ir Antonio y Emilia después de tantos años. Y Juan decide no contarle del todo la verdad porque la verdad de la preocupación de Antonio por Emilia le incomoda lo que más. Le incomoda que al cabo de los años y desaparecida Matilda ocupen las secuelas de ese fallecimiento el lugar que le corresponde a él solo, a Juan Campos, en la atención de Antonio. Siente algo parecido a los celos. Siente que, al distraer a Antonio, Emilia le hace sombra y Matilda reaparece diluida en esa sombra como un fantasma agresivo. Y le incomoda, por supuesto, quedarse sin servicio doméstico de buenas a primeras. ¡Ah, he aquí la contestación que dará a Angélica!
– ¿Que por qué se van? ¿Quieres saberlo, Angélica? Se van porque son servicio doméstico. Siempre lo han sido.
Esta respuesta sorprende a Angélica, que acababa de inclinarse para cortar una florecilla morada que descubrió entre la hierba y que, aún semiarrodillada, alza el rostro hacia Juan como una María Magdalena.
– Pero ¿no erais amigos? Siempre entendí…, Jacobo lo decía, te lo he oído a ti también, que Antonio y Emilia son amigos vuestros. Los amigos no se despiden. No son sirvientes, ¡por eso no…!
– Ah, Angélica mía, acabas de atinar justo en la diana! Acabas de mentar, en casa del ahorcado, justo la soga. De la misma manera que los célebres paying-guests anglosajones o las célebres au-pair girls son sólo la mitad de lo que, cortésmente, se supone que son, así los amigos contratados, caso de Emilia y de Antonio, son, han sido siempre, sólo medio amigos… ¡Ahí tienes la contestación a tu por qué!
– ¡Pero qué fuerte es eso que ahora dices, Juan! Me dejas de una pieza. Es de verdad fuerte, muy fuerte. Es muy duro lo que dices!
– No lo tomes tan por la tremenda. Sólo es una verdad secreta. Una subverdad, subviscosa, de nuestra resplandeciente vida familiar. Matilda detestaba la expresión servicio, servicio doméstico, servicio militar, los servicios… Matilda era una fanática del non serviam. Era ese punto suyo tan profundo, de Matilda, lo diabólico, ése fue siempre su lado-lucifer…
– Pues sabes que me gusta esto, me gusta, Juan. Yo también tengo un lado así, luciferino…
Angélica, incorporada ya del todo, se ha plantado delante de Juan Campos -es casi igual de alta que Juan- y le contempla de hito en hito. Angélica se siente en la gloria una vez más ahora y sabe que este momento es el crucial, el más crucial, en el desarrollo de su relación con su suegro. Y siente una inmensa preocupación por no pasarse de indiscreta ni tampoco de discreta. Una extremada discreción en este caso conduciría al silencio puro y simple -cosa que Angélica detesta-. Juan a su vez, entrecerrados los ojos, un poco ladeada la cabeza, siente lo que siente Angélica y se sonríe sin alterar la seriedad de su semblante. Y exclama:
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