Álvaro Pombo - La Fortuna de Matilda Turpin

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La Fortuna de Matilda Turpin: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Planeta de Novela 2006
Una elegante casa en un acantilado del norte de España, en un lugar figurado, Lobreña, es el paisaje inicial y final de este relato. Ésta es la historia de Matilda Turpin: una mujer acomodada que, después de trece años de matrimonio feliz con un catedrático de Filosofía y tres hijos, emprende un espectacular despegue profesional en el mundo de las altas finanzas. Esta valiente opción, en este siglo de mujeres, tendrá un coste. Dos proyectos profesionales y vitales distintos, y un proyecto matrimonial común. ¿Fue todo un gran error? ¿Cuándo se descubre en la vida que nos hemos equivocado? ¿Al final o al principio?.

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– ¿Cómo es posible que te preocupe la desnaturalización del amor maternal en esta casa y creas necesario montar todo aquel cirio tomista acerca de la ironía y de la verdad? -preguntó Matilda tras una considerable pausa.

Esta pregunta, al formularse, dejó en el aire un résped de complejidad sintáctica: una sensación de cuestión elaborada, artificial. A esto contribuyó un punto de vehemencia que Matilda añadió a su frase y la hizo sonar irritada, casi agresiva. Juan detectó la agresividad y se puso en guardia. Registró, de paso, el tono recortado de sus conversaciones conyugales los últimos tiempos, o quizá sólo los últimos meses. Cabía atribuirlo a que, al verse menos, lo que se decían tenía que condensarse como si tuvieran que darse prisa para incluir, cada vez que hablaban, toda la significación de cada significado. Así que Juan sumó esta sensación de entrevista-resumen a su general sensación de que con la separación -y por justificada que ésta fuese- las conversaciones entre los dos se habían atirantado. Decidió quitar hierro al asunto. Pero esta decisión imprimía hierro al asunto, retranca, por el simple hecho de tratar de quitarlo.

– No tuvo tanta importancia. Recuerdo más o menos lo que dije en aquella ocasión y recuerdo que no le di mucha importancia.

– Estuviste brillante, Juan. Fue como una miniconferencia acerca de la deletérea función de la ironía en la descripción de los sentimientos humanos…

– Por favor, mi vida, no hice semejante cosa!

Matilda se volvió y miró fijamente a Juan. Fue un gesto vivo, intenso: dejó sobre la mesa del tocador su algodón empapado. Encendió un pitillo. Aspiró profundamente el humo, que expulsó con vehemencia. Juan sonrió. Matilda, por fin, dijo:

– No puedo creerlo, recuerdo que aplaudimos. Te aplaudimos Fernandito y yo estrepitosamente, ¿no te acuerdas de eso? Te pusiste tan serio de pronto, ¿tampoco te acuerdas que te pusiste serio y profesoral? ¡A la fuerza tienes que acordarte!

– Bueno, sí, recuerdo la escena más o menos. Fernandito quiso decir, y dijo, que el carácter único de la madre es un tópico sentimentaloide que más vale sustituir, cómicamente, por una descripción no-emotiva acerca de que sólo hay una botella o sólo una madre en las bodegas del alma…

– ¡Justo! -exclamó Matilda-. ¡Y de semejante devaluación tengo yo la culpa! Eso fue lo que quisiste decir y lo repites ahora.

– Eres tú quien habla de culpa. Yo no lo hice.

– No, claro. Te limitaste a contagiarnos el sentimiento de culpabilidad como una plaga, me recordaste a un clérigo.

– ¡Oh, bueno, lo lamento!

Comenzó por entonces el tiempo de las puntadas. A diferencia de las discusiones de los años felices que precedieron al despegue de Matilda, ahora no discutían: ahora se apuntillaban. Aquella noche quedó la cosa ahí. Y cada cual reabsorbió la escena a su manera: Matilda la olvidó: tenía demasiadas cosas en la cabeza. A los dos días salió de viaje de nuevo. Los negocios eran absorbentes. Y su acompañante habitual, Emilia, no propiciaba la reflexión: Emilia vivía enérgicamente al día con Matilda. Preparar la agenda de reuniones de negocios, despachar la correspondencia, hacer resúmenes de informes o archivar noticias económicas de los periódicos: Emilia se había vuelto una experta archivera. Detenerse en las cosas habladas tiempo atrás no servía de nada. La memoria que los negocios requerían era una memoria de trabajo: sus límites eran los sucesivos cierres de negocios. Juan, en cambio, no olvidó lo ocurrido aquella noche y lo añadió a la conversación que, sobre el mismo asunto, había tenido con Antonio Vega a raíz del chiste de Jaimito. Ante sí mismo reconoció que su intención al comentar el texto de santo Tomás sobre la ironía había sido moralizante. Y esto implicaba reconocer también que había querido advertir a Matilda acerca de la decoloración de la figura materna en casa de los Campos, consecuencia directa de su actividad profesional Y admitió ante sí mismo también que las consecuencias para la educación de sus hijos le importaban menos que haber propinado un certero correctivo al optimismo pragmático de su mujer. Lo otro que ocurrió con este incidente fue que, desde el punto de vista de su retención en la memoria de Juan, cobró ese lustre intemporal que las nociones tienen en filosofía: lo formulado -la crítica indirecta de Matilda mediante una referencia a la peligrosidad de la ironía- ingresó en el reino de las proposiciones enunciadas que verificadas o inverificadas, verdaderas o falsas, permanecen por los siglos de los siglos reapareciendo en los textos de historia de la filosofía (o, como en este caso, más modestamente en la historia de la experiencia de la conciencia de Juan).

TERCERA PARTE

El Asubio

XXV

– Todo esto -dijo Juan, y golpeó un par de veces con la palma de su mano derecha el grueso volumen gris que tenía sobre las rodillas. Y repitió-: Todo esto no es ni verdadero ni falso, se llama Teología. Un saber compilado en el siglo XIII para explicitar la revelación cristiana. Es especulación. Nada de todo esto puede probarse o lo contrario. Es teología-ficción. Es ficción. Pero… es consolador.

Juan hizo una pausa y se llevó a los labios el vaso de whisky que tenía a la derecha de su sillón. Antonio le miraba fijamente. Habían hablado de Emilia esa tarde. Antonio había pensado mientras hablaban que últimamente las conversaciones con Juan se habían vuelto adormecedoras. Producían una sensación de vaivén como el vaivén de una mecedora. Una de esas mecedoras de rejilla, tan comunes en España, cuyo balanceo da en ocasiones la impresión de producirse a partir de la mecedora misma y no a causa del pequeño impulso que imprime a la mecedora quien se mece sentado en ella. A partir de la instalación en el Asubio de toda la familia, las conversaciones entre Juan y Antonio habían cobrado un ritmo débil de vaivén de mecedora que resultaba enervante. Juan se había referido a su grueso libro de pronto, sin venir a cuento, como quien, teniendo a su disposición una tarde entera para conversar con un amigo, trae a cuento un nuevo asunto, una contribución, un libro, que bien podría resultar irrelevante, pero que en la desahogada situación de los conversadores no sorprende a ninguno. Al fin y al cabo, la gracia de una conversación sugerente reside en una cierta falta de conexión entre sus partes. Una yuxtaposición de ocurrencias que, con independencia de su relevancia o irrelevancia, inciden en la conversación y en el humor de los conversadores sin que pueda decidirse de antemano si lo sugerido va a servir o no. Y éste es uno de los encantos de conversar sin una finalidad determinada, sólo por el gusto de charlar. Lo cierto, sin embargo, es que esta tarde en concreto sólo Juan parece hallarse en la situación del conversador desinteresado o libre o casual, que acepta que en cualquier momento el curso de la charla pueda seguir inesperados derroteros. Antonio Vega no está en esa situación. El progresivo ensombrecimiento de Emilia (ese estado repetitivo de la melancolía que denominamos hoy día depresión) le ensombrece a él mismo: cada vez que habla con Juan desea hablar de la situación de Emilia. Y esta tarde lo han hecho. Del modo, sin embargo, menos satisfactorio, en opinión de Antonio. Han hablado de Emilia, sí, pero es Juan quien ha hecho sobre todo uso de la palabra: se ha referido a Emilia en términos afectuosos pero también genéricos: como quien comenta -y lamenta- un caso bien conocido que, al no tener remedio, acaba inspirando sólo observaciones benevolentes, repetidas muchas veces antes, que no añaden nada nuevo, que no proporcionan ninguna solución. Antonio tiene la impresión de que Juan no habla de Emilia como quien desea sacarla de su depresión, sino como quien se hace cargo a diario, con la vivacidad benevolente de las rutinas, de una dolencia crónica insoluble. Dentro de lo que cabe, piensa Antonio, incluso de esta manera rutinaria, es preferible hablar de Emilia que omitirla. Esto no obstante, la referencia bibliográfica le ha desalentado más de lo justo: a lo largo de los años Juan Campos se ha referido muchas veces a sus libros -física o mentalmente presentes, según los casos- para confirmar o desconfirmar algo de lo que se va diciendo en la conversación. Durante muchos años, esta costumbre le pareció a Antonio interesante: le pareció que formaba parte de ese vasto aunque difuso proyecto de educación intelectual que se supone que Juan lleva a cabo con Antonio. Todo existe para convenirse en libro -ha declarado Juan en alguna ocasión-. Es una cita de un poeta francés cuyo nombre Antonio no recuerda aunque recuerda el invariable comentario de Juan: los libros nos ilustran acerca de todo cuanto existe. Ahora también parece que Juan tiene intención de explicar la situación de Emilia con ayuda del grueso volumen gris que tiene en las rodillas. Se trata del tomo XVI de la Suma Teológica que incluye las cuestiones 69-99, más un detallado índice de toda la Suma. Antonio guarda silencio y Juan prosigue:

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