Jaime Bayly - La Mujer De Mi Hermano

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Creo que mi mujer se está acostando con mi hermano, piensa Ignacio. Tiene treinta y cinco años y se pasa el día trabajando, es banquero. Lleva nueve años casado con la bellísima Zoe, a quien irrita comprobar que su marido le hace muy poco caso. En cuanto a Gonzalo, el hermano de Ignacio, se dedica a la pintura y es un seductor nato; y aunque su cuñada le gusta, ha decidido no intentarlo «por respeto a su hermano». De momento… Pero el triángulo está servido. Y es una bomba que va desencadenar secretos familiares, el furor contenido de los celos, la fuerza ingobernable del deseo…, y también la melancolía del desamor. Todo ello, narrado a un ritmo trepidante, en una historia que es a la vez tierna y descarada, tragicómica. El Jaime Bayly más deslumbrante.

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Después de pagar la cuenta, Zoe camina por las sendas empedradas del parque. Ya se siente mejor. De pronto, se sorprende haciendo algo que no podría haber imaginado cuando era la señora casada de la mansión en los suburbios: ve un jardín tranquilo y soleado, en medio de ese gran parque, se quita el abrigo negro, lo extiende a la sombra de un árbol, y se echa sobre el césped, la cabeza apoyada en su abrigo. La certeza de que no abortará parece haberle dado una profunda serenidad, una quietud de la que ahora disfruta cerrando los ojos, acurrucándose y entregándose al sueño que la noche le ha robado. En ese parque que no visitaba hacía años, Zoe duerme. Alguien que la mirase al pasar podría pensar que esa mujer carece de una cama donde dormir. Nadie sospecharía que es la esposa del banquero más poderoso de la ciudad.

Cuando despierta, unas horas después, mira su reloj y se sorprende de haber dormido tanto en esa esquina sosegada del parque. Mete sus manos en los bolsillos y comprueba, aliviada, que no le han robado nada. Luego se apresura en caminar, tomar un taxi y regresar al consultorio. No se altera cuando le confirman que está embarazada. Lo toma como una buena noticia. Sonríe incluso al salir de la clínica. Mira al cielo despejado y agradece a Dios. Todo va a estar bien, piensa, acariciando su barriga.

Tengo que decirle a Gonzalo la verdad, piensa Zoe, nadando en la piscina temperada del hotel, ya de noche. Se ha puesto un bañador negro de una pieza y arrojado al agua con la esperanza de hallar allí un momento de sosiego. Desde que regresó al hotel, encerrada en su habitación, incapaz de pensar en otra cosa que no sea el bebé que lleva dentro, ha pasado violentamente de un estado de ánimo a otro, de la ilusión al miedo, del pesimismo a la alegría, de la rabia por sentirse engañada a la resignación de aceptar que las cosas no son como quisiéramos que fuesen sino, a duras penas, como la realidad nos las impone. Dando brazadas largas y armoniosas, moviendo los pies para avanzar más rápidamente, girando la cabeza y sacando la boca fuera del agua para tomar una bocanada de aire cada cuatro brazadas, Zoe nada a solas por esa piscina cuyas aguas climatizadas se mantienen convenientemente tibias. Tengo que decirle a Gonzalo que estoy emba-razada, que no es una sospecha paranoica mía sino un hecho confir-mado y que, auque le moleste, voy a ser madre de este bebé. Es más, tengo que decirle que tendré a este bebé incluso si él se niega a reconocerlo: en ese caso, llevará mi apellido y guardaré en secreto para siempre que Gonzalo es su padre. Pero no abortaré. No puedo. No me lo perdonaría jamás. A Ignacio le mentiré. Le diré que tuve una aventura con un hombre que no conoce, un hombre al que no volveré a ver, y que de esa aventura nació mi bebé. No me importa cómo lo tome, si me cree o no, tampoco si me manda a la mierda y no me quiere ver más: no estaré sola, tendré a mi bebé y me sentiré, después de todo, acompañada por él y segura de que, al darle vida, al no ceder al impulso más fácil, el de la cobardía y el egoísmo, le di, por fin, un sentido a mi existencia, que hasta entonces fue tan frívola y placentera. Está claro: le diré a Gonzalo la verdad, aunque me odie por eso, y se la diré cuanto antes.

Zoe sale de la piscina, se seca vigorosamente, agita su pelo con las manos, se enfunda en una bata, calza las pantuflas del hotel y regresa a su habitación. Ya en el baño, se mira la barriga en el espejo y, al notarla ligeramente hinchada, se maravilla de pensar que allí adentro hay un pedacito de vida, un diminuto corazón latiendo, la promesa de una existencia que depende por completo de ella. Luego se viste de prisa sin cuidar demasiado su apariencia, mete cuatro cosas en una cartera negra y, todavía con el pelo mojado, sin maquillarse el rostro, se dirige a la casa de Gonzalo. No quiere conducir su auto, prefiere tomar un taxi y liberarse así de la tensión de manejar a esa hora en que usualmente no ha cedido aún la congestión vehicular. Durante el trayecto, agradece que el taxista no insista en hablarle y, las manos entrelazadas sobre la barriga, se aferra a una idea simple y segura: éste es mi bebé y nadie me lo va a quitar y el que se oponga a darle vida se puede ir directamente a la mierda.

Media hora más tarde, duda: de pie frente a la casa de Gonzalo, no sabe si tocar el timbre o volver en silencio sobre sus pasos, evitándose un momento que, con seguridad, será tenso y difícil. No seas cobarde, piensa. La vida de este bebé depende enteramente de que seas valiente. Toca el timbre y dile la verdad. Si Gonzalo no puede darle la cara, es problema suyo, pero tú no te escondas.

Zoe mira al cielo como si quisiera pedir ayuda y toca el timbre. Que pase lo que tenga que pasar, piensa, resignada. Pero mejor hazte a la idea de que Gonzalo reaccionará de la peor manera y saldrás de acá con la convicción de que tu bebé nacerá a solas contra el mundo y no sabrá nunca quién es su padre. Zoe vuelve a tocar el timbre. No hay respuesta. Mira su reloj: son casi las ocho de la noche. Piensa: después de la mañana brutal que tuvo conmigo, sabe Dios dónde estará Gonzalo, en qué bar andará bebiendo, furioso. Zoe toca el timbre por última vez y, cuando está a punto de marcharse, ve la silueta de un hombre que, desde aquella habitación en penumbras, se asoma a la ventana y la mira sin moverse un rato. Es Gonzalo, sin duda, piensa ella. Pero el hombre, de pie, inmóvil, la mira y ella le hace adiós con una mano y él no contesta y entonces ella siente un ramalazo de miedo y decide subir al taxi que la espera con el motor apagado cuando oye una voz familiar que le dice por el intercomunicador:

– Pasa.

En seguida suena un timbre metálico que abre la puerta de calle. Zoe le hace señas al taxista confirmándole que debe esperarla. Presume que será una visita corta y violenta, de la que saldrá más bien pronto; una visita que podría ser la última, si Gonzalo se niega a aceptar a ese bebé como su hijo. Sube una escalera y aguarda a que le abran la puerta de la casa. Tiembla. Tiene las manos sudorosas. Tiene miedo. No com-prende todavía cómo ha hecho para terminar así, tan sola y vulnerable, expuesta a un desaire más, ella que era antes, no hace mucho, una mujer que podía jactarse de tener una vida confortable, predecible y bajo control.

– Pasa -le dice Gonzalo, abriendo la puerta.

Está en ropa de dormir. Tiene cara de dormido, el pelo revuelto, los ojos hinchados. Huele a sudor. Lleva los pies descalzos y una pijama vieja de color celeste. En pijama se parece a mi marido, piensa Zoe.

– Te he despertado, lo siento -dice ella.

– No te preocupes -dice él, y cierra la puerta-. ¿Quieres tomar algo?

Ella respira más tranquila al sentir que él le habla con una voz cariñosa.

– No, gracias -contesta-. Así está bien.

Caminan hacia los sillones de cuero, él enciende una lámpara, se sientan, él bosteza estirándose, ella mira la cama revuelta de ese hombre que ahora siente amable pero distante, se miran a los ojos en silencio, como si supieran extrañamente que lo mejor entre los dos serán ahora los recuerdos.

– Cuéntame -dice él.

Ella quiere contárselo pero no se atreve. Él tampoco se atreve a insistir. Sospecha, al verla tan seria, que no trae buenas noticias y por eso calla.

– Dime -insiste, tras un silencio que se torna opresivo.

– No sé cómo decírtelo -baja ella la mirada, avergonzada.

– Dímelo. No pasa nada. Todo está bien.

– ¿Seguro que todo está bien? -pregunta ella, dejándose llevar por la ilusión de que, al final, él demostrará su nobleza, aceptará al bebé y no la dejará sola.

– Seguro. Dime.

– Me vas a odiar, Gonzalo -se quiebra un poco ella, mirándolo a los ojos.

– No podría odiarte nunca -dice él secamente.

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