Zoe no ha desayunado. Debe acudir en ayunas a la clínica privada donde ha hecho una cita para abortar muy temprano por la mañana. Se siente débil, mareada. Quisiera morir esa mañana, morir con su bebé. Quisiera tener coraje para suicidarse, pero sabe que no podría. Mira su reloj, cuenta los minutos, se angustia por su bebé, a quien siente que ha condenado a muerte. Esa angustia no la ha dejado dormir tranquila. Ha soñado cosas horribles, despertándose sobresaltada, sudorosa, dando gritos. Recuerda dos imágenes atroces, dos pesadillas de las que despertó llorando: una bandada de cuervos, parados sobre su barriga, abriéndole a picotazos el vientre, comiéndose a su bebé, sacándole los ojos y las tripas; y un niño precioso, de cabellos rubios y ojos claros, vestido íntegramente de blanco, haciéndole adiós, llorando, tristísimo pero resignado a su suerte, tomado de la mano por un hombre de cara malvada que se lo llevaba lejos, sin que ella pudiese evitarlo, sin que supiese si algún día volvería a ver a ese niño que se marchaba, su hijo perdido. Zoe ha pasado una de las peores noches de su vida y ahora sabe que le aguarda la mañana más cruel, una mañana que querrá olvidar el resto de sus días y seguramente no podrá, porque la vergüenza y el dolor quedarán grabados para siempre en su corazón. No puedo creer lo que estoy haciendo, piensa, camino a la clínica, conduciendo como una autómata. Tantos años que he soñado con tener un hijo, y ahora que lo tengo aquí adentro, me lo voy a sacar, lo voy a tirar a un pomo con ácidos, lo voy a matar. Zoe llora en silencio y siente que no es justo que la vida se ensañe tan cruelmente con ella sólo por haber querido buscar el amor.
En la puerta de la clínica, un puñado de personas, gritando consignas contra el aborto y mostrando pancartas en las que afirman que es un asesinato y los médicos que lo practican, unos genocidas, intenta cerrarle el paso e impedir que pueda entrar, pero la policía reprime con mesura a los manifestantes, manteniéndolos a prudente distancia, y Zoe, asustada, mirando las caras virulentas de aquellos hombres y mujeres que la insultan, se da prisa e ingresa a esa clínica privada donde la ley permite abortar en los primeros meses del embarazo. Todavía puede escuchar los improperios que le han gritado esos individuos crispados, que, sin conocerla, sin entender su drama perso-nal, la han mirado con odio, con infinito desprecio, sin un ápice de compasión, al tiempo que le espetaban: «¡Asesina, cobarde, mala madre, miserable, te pudrirás en el infierno!»
Ahora Zoe, tras ser recibida por el médico que la atenderá, un hombre algo mayor, de anteojos y mirada serena, tiembla de miedo al ver la camilla en la que deberá tenderse y abrir las piernas, los instrumentos metálicos que serán usados para extirparle a su bebé, el lugar donde se despedirá para siempre de esa vida que, siendo suya, siente que no le pertenece y a la que no es justo imponer un futuro tan incierto y cruel.
– ¿Está segura de que quiere abortar? -le pregunta, con aplomo, el médico.
Ella lo mira a los ojos, como si buscase ayuda, como si tuviera la esperanza de que él le dé un abrazo y la disuada de hacer eso que le provoca tanto dolor, pero encuentra una mirada ausente.
– Sí -contesta, resignada.
– Firme estos papeles, por favor.
Zoe no lee nada y firma.
– Recuéstese, por favor -dice el médico-. La dormiremos para que no sienta ningún dolor. No se preocupe, todo saldrá bien.
Zoe se echa en la camilla, cierra los ojos, acaricia su barriga, imagina a su bebé, lo imagina como lo vio en la pesadilla, rubio y bellísimo, rubio y aterrado, a punto de partir con un hombre de mirada pérfida, y se pregunta, una última vez, si realmente será capaz de cortar esa vida que es una promesa, una promesa de amor. Perdóname, mi bebé, por hacerte esto, piensa, desesperada. Lo hago por tu bien. Lo hago para salvarte de tanto odio, tanta maldad que caerán sobre ti. Lo hago porque te adoro. Perdóname. Te prometo que ya pronto estaremos juntos en un lugar seguro donde podremos ser felices. Te amo, mi bebé. Por eso te dejaré ir.
– Suba las piernas, por favor.
La voz del doctor le recuerda la inminencia de unos hechos que ella ha decidido, los últimos instantes de esa maternidad que no buscó y ahora, apesadumbrada, permitirá interrumpir. Zoe sube las piernas, apoyándolas sobre unos parantes de fierro acolchados, y espera el momento del que, está segura, se arrepentirá. Pero algo en ella, una corazonada agónica, la detiene: abre los ojos, ve al doctor con la jeringuilla de anestesia que le va a inyectar, siente que le están por arrebatarle a ese bebé que es suyo y de nadie más, y, sin buscar razones, siguiendo un instinto poderoso, baja las piernas, se pone de pie y dice:
– No voy a abortar.
El médico, sorprendido, pregunta:
– ¿Está segura?
Esta vez, Zoe no duda:
– Sí -responde-. Absolutamente.
– Comprendo, señora. Como usted quiera. Si tiene dudas, tómese su tiempo.
Zoe se viste tan rápido como puede, paga el aborto que no se practicó, sale de la clínica y escucha los insultos de los manifestantes:
– ¡Asesina, asesina! -le gritan.
Zoe los mira con una enorme paz interior y sonríe. Sonríe porque sabe que ha hecho lo correcto, algo de lo que no se arrepentirá jamás. Mi cabeza me pide abortar, pero mi corazón me exige tener al bebé, piensa. Seguiré a mi corazón. Todos los días de mi vida que lo vea sonreír, sabré que hice lo correcto. Estás conmigo, mi bebé. Tranquilo, ya pasó el susto. No te voy a dejar ir. Te amo para siempre.
De regreso al hotel, Zoe se siente orgullosa de sí misma. Es como si, al negarse a abortar, hubiese renacido ella también.
Zoe sabe bien lo que tiene que hacer y por eso no vacila en hacerlo: nada más entrar en su habitación del hotel, coge el celular que le ha regalado Ignacio y marca el número dos. Aunque siente miedo, está segura de que, una vez más, está haciendo lo correcto.
Ignacio se sorprende de que suene el celular nuevo, cuyo número sólo ha grabado en la memoria de los teléfonos móviles que ha obsequiado a Zoe y a Gonzalo. Mira la pantalla. Dice Zoe. Sonríe. No fue una mala idea invitarla a jugar este juego, piensa.
– ¿Qué haces despierta tan temprano? -contesta con una voz muy cariñosa.
– Hola, Ignacio -dice ella, más seria, al parecer sorprendida de que él supiera que era ella quien llamaba-. ¿Puedes hablar?
– Claro, por supuesto. ¿No está lindo el día?
– Precioso -se alegra ella de sentirlo contento-. Salí a dar un paseo muy temprano.
– ¿No duermes bien en el hotel?
– La verdad, no muy bien.
Ignacio piensa decirle: ya sabes que puedes volver a la casa cuando quieras. Pero se contiene. No lo dice porque, en el fondo, tampoco desea que ella regrese. Por el momento, está contento así, a solas, libre, sin las tensiones tan desagradables de los últimos días que pasó con Zoe en la casa.
– ¿Te gustó el celular? ¿No está lindo?
– Sí, llamo para agradecerte. Me encantó. Es un lindo gesto de tu parte.
– Nada qué agradecerme, Zoe. Ya sabes cuánto te quiero. Yo sólo quiere que seas feliz.
Se hace un silencio. Ignacio espera. Zoe habla por fin:
– ¿Ignacio?
– ¿Sí?
– Quiero verte. Necesito hablar contigo.
– Encantado. ¿Cuándo?
– Ahora mismo.
– ¿Es urgente?
– Sí.
– Voy para allá.
– Gracias. Te espero. Habitación setecientos trece.
– Ya lo sé. ¿Pero está todo bien?
– Sí, tranquilo. Sólo que necesito hablar contigo, y cuanto antes, mejor.
– En quince minutos estoy allá. Pídeme un jugo de naranja. Estás sola, ¿no?
– Obviamente -responde ella, algo disgustada por la pregunta.
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