– Mejor así. Voy para allá.
– Te espero.
Zoe cuelga el celular y piensa: ¿me voy a atrever a decírselo?
Ignacio se pone el saco y piensa: este juego lo voy a ganar yo, Gon-zalo. Estás perdido. Puede que Zoe te quiera más a ti, pero me necesita más a mí. Yo la conozco mejor. Conozco bien sus debilidades. Ya verás como, al final, se queda conmigo.
Impecablemente vestido con un traje azul, camisa blanca, corbata a rayas y zapatos negros de hebilla, Ignacio toca la puerta de la habitación en la que está seguro de que su mujer lo ha traicionado numerosas veces, haciendo el amor con su hermano. Al otro lado de la puerta, Zoe espera con impaciencia, mordiéndose las uñas. Viste unos vaqueros ajustados, botas de cuero y una blusa ceñida. La habitación luce bastante desordenada -la cama revuelta, un par de toallas en el piso del baño, ropa tirada sobre una silla, periódicos dispersos en la alfombra-, pero huele bien porque ella acaba de perfumarse y echar al aire gotas de esa fragancia exquisita; las ventanas abiertas dejan oír el bullicio del tráfico ahí abajo y el sol resplandece con fuerza a esa hora de la mañana en que ella está a punto de cambiar su vida de una manera irreversible.
– Hola -dice, al abrir la puerta, y le da un beso en la mejilla, y se siente rara al besar a ese hombre del que estaba harta y al que ahora recibe con alegría-. Pasa. Gracias por venir tan rápido.
– Hueles delicioso -dice él, echando un vistazo a la habitación, mirando las sábanas revueltas, pensando: acá han tirado como conejos este par de canallas.
– Gracias -dice ella, sonriendo-. Perdona que todo esté tan desorde-nado.
– No pasa nada -sonríe él, con cierta arrogancia-. Así es el amor, caótico, desordenado.
Ella prefiere no darse por aludida y le da el jugo de naranja que han traído para él hace unos minutos.
– Te ves muy bien. Estás guapísima, como siempre.
– Qué dices -sonríe ella-. Me veo fatal. Tengo unas ojeras de terror. Estos últimos días siento que he envejecido años.
– No me digas -se sorprende él, y bebe un sorbo de jugo, y en seguida se sienta en el sillón, cruzando las piernas-. Yo pensé que la estabas pasando estupendamente.
– No tan bien como crees -dice ella, y se sienta sobre la cama, frente a él, y como el sol le da en la cara, se pone sus anteojos oscuros.
– Para mí fue muy duro cuando te fuiste, pero ya estoy más tranquilo -dice él, mirándose las uñas, algo que a ella le irrita, pues suele pensar: cuando me hables, Ignacio, mírame a mí, no te mires las jodidas uñas.
– ¿Estás molesto conmigo?
– No, para nada. Estoy un poco apenado, no te voy a mentir. Pero te entiendo. Por eso estoy acá.
Entiendo que necesitaras unas vacaciones de mí, que tuvieras ganas de tirar con otro hombre, pero nunca entenderé que fueras tan puta de acostarte con mi hermano, piensa él. Sonríe dulcemente, sin embargo, y añade:
– Tú sabes que, hagas lo que hagas, yo siempre te voy a querer. Mi amor por ti es incondicional, Zoe.
– No digas eso -se emociona ella, y se pone de pie y camina hacia la ventana, dándole la espalda-. No lo merezco. No merezco que me quieras, después de lo que te he hecho.
– Quizás debería odiarte, pero no puedo. Estoy tranquilo, Zoe. Estoy bien. Estoy disfrutando de mi soledad. Y no quiero ser rencoroso o vengativo. Quiero ser tu amigo y darte todo el cariño que pueda. Por eso estoy acá. Dime en qué te puedo ayudar.
Soy un maestro, piensa él. Le digo exactamente lo que ella necesita oír.
– Estoy mal, Ignacio. Estoy desesperada.
Zoe habla de espaldas a él. Trata de no llorar. Se pregunta si será capaz de decírselo todo, sin mentiras ni ambigüedades.
– ¿Por qué? ¿Qué te pasa?
Ya la dejó el cabrón de mi hermano, piensa, reprimiendo una sonrisa cínica. Ya se la tiró, ya se hartó de ella y ya la mandó a la mierda. Y esta tontita pensó que era el gran amor de su vida y ahora quiere tirarse por el balcón.
No voy a ser capaz de decírselo, piensa ella.
– Tengo que confesarte algo y me da pánico.
– No tengas miedo, Zoe. Confía mí. Yo te quiero, hagas lo que hagas.
– Es que me da tanta vergüenza decírtelo, Ignacio.
– No me lo tienes que decir. Ya lo sé. Por eso te mandé las flores. Por eso les mandé los celulares. Sé perfectamente lo que está pasando entre tú y Gonzalo.
Ignacio trata de hablar con la voz más dulce y sosegada que es capaz de articular, para que no parezca ni remotamente que está celoso y ella se sienta en confianza de contárselo todo.
– Entre Gonzalo y yo no está pasando nada -dice ella, con amargura.
Está despechada, eso es todo, piensa él. Qué osadía llamarme porque él la abandonó y ahora no resiste estar sola. Pero debo ser frío y seguir el juego.
– Pero estás enamorada de él.
– No.
– No me mientas, Zoe.
– No te miento. No estoy enamorada de él. No quiero verlo más.
Cómo pudiste acostarte con mi hermano, grandísima puta, tiene ganas de gritarle, pero se calla, se reprime, ahoga la furia creciente y juega el papel de hombre maduro en pleno control de sus emociones.
– Estás enamorada de Gonzalo, Zoe. No lo niegues. Es obvio. Yo estoy al tanto de todo. No tienes que mentirme.
– No te estoy mintiendo -ahora ella vuelve a sentarse en la cama, cruza las piernas y lo mira a los ojos.
– ¿Cuál es el problema? -se enfada un poco él-. ¿Gonzalo ya se aburrió de ti y te sientes sola y por eso me has llamado?
En seguida se arrepiente de haberle hablado con cierta dureza.
– El problema no es Gonzalo -baja ella la mirada-. Olvídate de Gonzalo.
– ¿Me vas a decir que tú y él no son amantes?
– No -dice ella, y en esos ojos hay la súplica desgarrada de que no siga haciéndole esa clase de preguntas, que sólo reabren las heridas-. No somos amantes. Estoy sola.
– Estás sola porque te ha dejado. Estás sola pero lo extrañas. Dime la verdad, Zoe. Puedes confiar en mí. Si quieres que te ayude, tienes que contarme las cosas como son.
Ahora Ignacio habla con una voz cómplice y por eso ella se siente más segura y dice:
– Tengo que contarte algo, pero no puedo, no me atrevo.
– Dime.
– Prométeme que no te vas a molestar.
Y ahora qué me va a decir esta sinvergüenza, se pregunta él, asustado.
– Te prometo. Digas lo que digas, no me voy a molestar y te voy a seguir queriendo.
– ¿Me lo prometes, Ignacio?
– Te lo juro.
Ahora me lo dirá: estoy enamorada de Gonzalo, quiero irme a vivir con él, quiero casarme con él. Si me dice eso, le daré un abrazo, me alegraré por ellos y disfrutaré de mi soledad como la estoy disfrutando ahora.
Zoe no se atreve a decírselo mirándolo a los ojos. Se levanta, camina, mira hacia la ciudad iluminada por el sol esplendoroso del mediodía y trata de decírselo pero no puede, el miedo la frena.
– ¿Qué? -insiste él, impaciente.
Por fin, ella quiebra el silencio con unas palabras que nunca imaginó diría con tanta tristeza:
– Estoy embarazada, Ignacio.
– ¿Qué has dicho? -reacciona él, con incredulidad. Ella voltea, lo mira a los ojos y rompe en llanto:
– Estoy embarazada y no sé qué hacer.
Ignacio camina hacia ella y la abraza.
– Tranquila -dice-. Todo va a estar bien.
Zoe llora, apoyada en su hombro, mientras él la consuela, acariciándole la espalda, diciéndole:
– No llores. Es un regalo de Dios.
Pero al mismo tiempo piensa: ¿cómo pueden haber sido tan irrespon-sables este par de perdedores?
– Estoy desesperada, Ignacio. Necesito que me ayudes. No sé qué hacer. Esta mañana quise abortar pero no pude.
– ¡Cómo se te ocurre abortar! -se sorprende él, y la abraza con más fuerza-. Toda tu vida has querido ser madre y ahora Dios te ha dado esta oportunidad. No puedes abortar. Te harías un daño tremendo.
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