Ferran Torrent - Especies Protegidas

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Juan Lloris, un constructor que intentó convertirse en personaje social sin conseguirlo, no está dispuesto a rendirse. Para empezar, se va a cobrar los favores que le debe el secretario general de un partido minoritario decisivo para formar gobierno. Y va a contar con ayudas como la de un agente de la FIFA y su colaborador de pasado inconfesable, el crack destinado a salvar al club local, un peculiar responsable político de finanzas, un veterano periodista deportivo, un pirómano presidente de peñas futbolísticas… y una alegre cubana que, al lado de Lloris, presencia su formidable ascenso desde la marginación social hasta la presidencia de un club de primera división… y de ahí a cualquier otro puesto que tenga en su punto de mira.

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– Tendremos que hacerlo con tacto.

– No será fácil -replicó Tormo.

– Primero hay que acabar con nuestras diferencias públicas.

– ¿Aprobando la Ruta Azul? -ironizó Madrid.

– Estamos dispuestos a aplazar los grandes temas hasta después de las elecciones municipales. Ahora más que nunca tenemos que demostrar ante la opinión pública que los partidos políticos tradicionales somos la única garantía de una buena administración.

– La opinión pública se preguntará por qué hemos estado peleándonos durante tanto tiempo y en cambio ahora, cuando vemos que peligran nuestras posiciones, nos unimos. Lloris aprovechará para denunciarlo como un complot contra él, contra el club, incluso contra la ciudad. Tengo la sensación de que hemos reaccionado demasiado tarde -concluyó un Petit desanimado.

– La sensación que tengo yo es que os ha faltado inteligencia y lo pagaremos muy caro.

– Por favor, Josep, basta de reproches. O nos organizamos o nos vamos todos a la mierda. No pretendamos encontrar la respuesta en la primera reunión. Tenemos que seguir viéndonos hasta que lleguen las elecciones. Con eficacia y voluntad siempre encontraremos alguna solución.

– «Con eficacia y voluntad…» Todo eso es retórica. Lloris nos ha obligado a entrar en una dinámica en la que sólo se puede competir ofreciendo más -dijo Petit-. ¿La gente quiere un nuevo estadio para su equipo? Pues hagámoslo.

– Los del Levante querrán otro.

– ¡Pues hagámoslo también! -replicó Petit-. Que la Televisió Valenciana aporte al Valencia cuatro o cinco mil millones de pesetas anuales en concepto de derechos de imagen.

– ¡Pero si están prácticamente en quiebra! -exclamó Madrid.

– ¿Y el Institut Valencià de l'Exportació? Podría pagar al club por promocionar el país en la Copa de Europa. También podría hacerlo la Agència Valenciana de Turisme.

– Escuchad, todo eso es una locura -intervino Andrés Tormo.

– ¿Una locura? -repitió indignado Madrid-. El IVEX se ha gastado casi dos mil millones anuales en producciones de escasa rentabilidad social. Le disteis a Julio Iglesias un montón de millones al año para que promocionara la comunidad. ¡Aquello sí que era una locura!

– ¡Un momento! -gritó Jofre-. Ni la televisión puede sufragar al Valencia, ni el IVEX puede destinar el dinero que proponéis, ni la Agència de Turisme tiene que hacerlo. No podemos caer en la trampa de Lloris. Además, ¿qué dirían el Elx, el Levante, el Vilareal, el Hércules, el Alicante y el Castellón?

– ¿Y cómo crees que podemos detener a Lloris si no es con sus propias armas?

– No lo sé, pero no podemos convertir la política en una estupidez.

– ¿«Una estupidez»? -se preguntó Madrid-. ¿Y qué ha sido vuestra política de parques temáticos y todo tipo de proyectos de ocio?

– Mirad, si no somos capaces de olvidar nuestras disputas y exigirnos un mínimo de unidad de acción, estamos perdidos. Si cada cual hace la guerra por su cuenta no conseguiremos nada. Aún estamos a tiempo de urdir una estrategia que por lo menos no nos lleve al desastre. Hasta el mes de mayo pueden pasar muchas cosas.

– La mayoría podrían hacer a Lloris aún más líder -contestó Petit a Jofre.

– Tal como está la situación, tenemos que comprometernos muy en serio entre nosotros.

– Sebastià, ¿pretendes que firmemos un documento?

– Me sumo a la implícita negativa que hay en la pregunta de Petit.

– Muy bien. A lo mejor todavía es pronto para firmar cualquier cosa. Pero no deberíamos descartar un documento interno que nos comprometiese a la unidad de acción si las circunstancias lo exigen.

– Ya hablaremos cuando llegue el momento -dijo Madrid.

Petit, Jofre y Tormo asintieron.

* * *

En el Palmar siempre había tenido por costumbre cenar en casa. No era un cocinero experto, pero se defendía con una gastronomía básica; tortillas, carne o cualquier otro alimento de elaboración rápida. Sin embargo, ahora que se había ido a vivir al Saler, Santiago Guillem había adquirido el hábito de cenar casi todos los días en el restaurante de Carmina, situado cuatro casas más allá de la suya. Preparaba una cena ligera: una ensalada de zanahoria y lechuga como entrante y un plato principal de pescado -preferentemente lubina- o carne. Al final un té. Después de cenar se iba a estirar las piernas dando un paseo de una hora, más o menos, por la dehesa del Saler. Nunca le había gustado el ejercicio físico; nada le repugnaba más que la práctica de un deporte, quizá porque se dedicaba profesionalmente a escribir sobre ellos. Caminar, en cambio, lo predisponía al descanso nocturno a la par que le servía para descargar las tensiones de un oficio que lo tenía mentalmente hastiado.

Pidió la cuenta al tomar el té. Cuando ya había salido del restaurante, al final de la calle, un hombre de edad muy alarmado le informó de que el campo de Mestalla estaba ardiendo. El hombre se fue corriendo al bar, repleto de gente que quería vivir en grupo el acontecimiento. Guillem dudó entre marcharse a casa y encender la radio o adentrarse en la dehesa y, como cada noche, caminar realizando aspiraciones profundas de vez en cuando. Optó por pasear. No obstante, llegó hasta la misma orilla de la playa. Desde allí podía ver parte de la ciudad. En la oscuridad de la noche intentó distinguir algún resplandor. Pero no vio nada, probablemente porque desde la playa no se divisaba la zona del campo.

Fue curioso que la noticia del incendio de Mestalla no le afectara en especial, precisamente a él, cuya vida estaba ligada emocional y profesionalmente al estadio. Ni siquiera había tenido una reacción de sorpresa al escuchárselo decir al vecino. En el Saler no sabían que era periodista, pero el hecho dejaba estupefacto a todo el mundo; incluso algunos decidieron ir en coche a presenciar el incendio en directo. Quizá para Guillem hacía años que un incendio de estupidez lo había arrasado todo, como si le hubieran avisado de la muerte de un conocido que arrastrara una enfermedad terminal. Quizá era el final más digno, el incidente más adecuado. ¿No era el fuego un elemento purificador? Posiblemente tan sólo fuera una frase hecha, ya que no esperaba que de las cenizas de aquel espectáculo renaciera nada purificado.

La casualidad hizo coincidir la destrucción de Mestalla con su inminente jubilación anticipada. Mira por dónde el final del campo se había unido al suyo, al de un periodista quemado. Sin duda era el mejor epílogo para un estadio destinado a albergar una práctica que, antes de convertirse en un circo, antes de erigirse en el negocio más codiciado, había sido un campo de batalla en el que la victoria se dirimía en el terreno estricto y exclusivo del deporte. Como todas las batallas, había tenido soldados combativos y cobardes, algunos desertores y generales brillantes y eficaces, pero los mercenarios no tenían cabida en ella.

Para Santiago Guillem, para muchísimas personas de su generación, el fútbol había sido una forma de reivindicar y de reivindicarse, desde la monotonía de sus vidas anónimas, desde la infamia que todo lo impregnaba y todo lo reclamaba como defensa, en un tiempo en el que las personas decentes no tenían ningún dios al que acogerse. Los Wilkes, Epi, Mundo, Gorostiza, Pasieguito y tantos otros los situaban en un mundo ficticio pero alentador; la sensación del privilegio de pertenecer, por fin, a una empresa exitosa. Eran ídolos de carne y hueso que podían tocar, saludar, o con los que podían tomarse un café. En cualquier caso los tenían cerca, los sentían suyos porque suyos eran también los triunfos y las derrotas, la gloria de ser grande cuando no se es nada, cuando se espera poco de la vida y poco se le pide. Reyes, al fin y al cabo, de un mundo efímero: aquéllas habían sido estrellas fugaces que habían dado paso a estrellas rutilantes. Ahora nada de todo aquello le decía nada y todo le era ajeno.

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