Inma Chacón - La Princesa India
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En algún momento, el ladrón tendría que reunirse con el comerciante tras su regreso de Llerena. Aún conservaba el botín, y seguro que le ardía en las manos. Vigilarían a todos los criados antes de poner en marcha la fuga; si la responsable era una de las criadas, tendrían que modificar algunos detalles.
Valvanera se mostraba confundida. Doña Aurora y Juan conocían de primera mano los planes de don Lorenzo, pero ella era la primera vez que los escuchaba.
– No entiendo nada, Juan, ¿para qué queremos el carruaje?, ¿tan ancho es el pasadizo?
Su esposo negó con la cabeza.
– El coche es sólo para despistar. No lo utilizaréis vosotras, sino el hijo menor de Mamata y las dos criadas, que se vestirán con vuestras ropas. El carruaje saldrá a toda velocidad de las murallas antes de que termine la misa. Los moros creerán que vosotras vais en el coche y avisarán al comerciante de que os escapáis.
– Pero las moras comprobarán que estamos allí. Y él también lo verá, siempre va a misa los domingos.
– Nadie os verá la cara ese día. Iréis tapadas de los pies a la cabeza. Cuando sus criados le avisen, pensará que sois las sirvientas disfrazadas con vuestras ropas. Saldrá corriendo para alcanzar al carruaje; si logra deteneros, tendrá la mejor prueba que necesita la Inquisición para procesaros. La huida es un delito. No consentirá que os escapéis. Antes de que se dé cuenta del engaño estaréis en El Castellar. El alcaide os esconderá hasta que el Santo Oficio se haya marchado.
– Pero las moras nos seguirán cuando salgamos de misa. Se extrañarán de que vayamos a la Encarnación y Mina.
Doña Aurora sustituyó a Juan de los Santos en las explicaciones. Ese domingo no irían a la misa de la parroquia, sino a la de la Encarnación. Despistarían a las moras en el revuelo de la salida y volverían a entrar en la iglesia. El ecónomo las estaría esperando en la sacristía para llevarlas al túnel. Don Lorenzo volvería de Granada a tiempo de interceptar al comerciante en el camino de Los Santos de Maimona. Si saliese todo bien, no le quedaría más alternativa que aceptar el silencio del capitán a cambio del besador.
– Pero entonces, ¿qué necesidad tenemos de huir? El comerciante no podrá hacer nada sin las joyas. En cambio, si huimos y nos descubren, tendrá la prueba que antes no habría tenido.
Valvanera no entendía que, con colgante o sin él, y con huida o sin huida, sus cabezas peligraban. El hombre de negro ya habría envenenado a los inquisidores de Llerena con toda la bilis que era capaz de producir. El proceso contra los delitos de fe ya estaba en marcha, ni siquiera le hacía falta mencionarlas a ellas para atraer a los jueces a la villa, le bastaba con decir que había descubierto el brote de una secta de alumbrados. No le sería difícil encontrar unos cuantos judíos conversos a los que acusar de no respetar las formas de la religión, de rezar sólo mentalmente y de encomendarse a Dios sin necesidad de confesiones ni de penitencias.
El alcaide Sepúlveda le contó a don Lorenzo cómo solía actuar. Utilizaría las joyas como prueba en el juicio, pero esperaría el momento adecuado para denunciarlas. No se privaría del placer de verlas en la iglesia, escuchando el Edicto que las invitaría a delatarse a sí mismas. Ni de llevarles a casa la lista de delitos del Edicto de Fe, subrayada en los pecados de los que las obligarían a arrepentirse. Les sonreiría cuando las viera caminar hacia la cárcel, escoltadas por los guardas. Allí las estarían esperando los aparatos del tormento, para arrancarles la confesión que limpiaría sus almas de todos los pecados que no quisieran confesar.
El comerciante esperaría todo el tiempo que necesitaran, semanas, meses, años, hasta rematar su faena con las pruebas que las condenarían al sacrificio. Un sacrificio que en el nuevo mundo no servía para dignificar a las víctimas glorificando a los dioses, sino para humillarlas hasta más allá de la muerte. Ni siquiera sus cenizas descansarían en paz.
Valvanera lloraba abrazada a Juan de los Santos, rogándole a la princesa que terminara con sus explicaciones. No quería saber nada más. Únicamente esperaba el momento de huir de aquella pesadilla.
3
Juan de los Santos envió a las criadas a la posada de la calle de los Pasteleros con un recado para Virgilio y para José Manuel. Así se aseguraría de que no intentaban ponerse en contacto con el comerciante. De lo contrario, no podrían participar en los planes de huida. A una la envió por la mañana y a la otra después de comer. Las dos cumplieron su encargo sin pararse a hablar con ninguna persona, él mismo las siguió hasta que volvieron a casa.
Al día siguiente, repitió la operación con el mozo de soldada y con la lavandera. Ninguno de los dos buscó al de los paños. La cocinera y el despensero tampoco aprovecharon la oportunidad cuando les llegó su turno. La caja de piedra seguía en el palacete.
Doña Aurora le aconsejó que modificara la razón de las salidas. El que tuviera el cofre podría descubrir la trampa. No era muy normal que todos los sirvientes acudieran a la posada con un recado en tan breve espacio de tiempo.
Repasaron las rutinas del comerciante y enviaron a la servidumbre a los lugares donde podrían encontrarlo. La Plaza Grande, la Plaza Chica, el barrio judío, las tiendas de la calle Sevilla, la botica, el barbero. A todos se les brindó la ocasión de deshacerse de las joyas, pero Juan de los Santos siempre volvía al palacio con el enigma por resolver. Y el domingo se acercaba.
– No lo entiendo, doña Aurora, alguno debería haber hecho ya algo que le delatase.
Le rondaba por la cabeza la idea de que podrían haberse equivocado, de que el ladrón no tuviera otro objetivo que ganarse un dinero con la venta de las joyas. Sin embargo, nadie en su sano juicio se atrevería a comerciar con las imágenes de dos dioses paganos. El comerciante tenia que estar detrás del robo. Tarde o temprano, el responsable daría un paso en falso.
En una de las salidas, el hombre de negro le abordó en la Plaza Chica con su media sonrisa de siempre. Los dos moros le flanqueaban.
– ¡Buenos días nos dé Dios! Parece que andáis compungido. ¿Habéis perdido algo?
Se quedó petrificado. El comerciante llevaba en las manos un zurrón de tela. Con la derecha lo sujetaba sobre la palma, y con la izquierda lo recorría con los dedos remarcando sus aristas. El tejido se ajustaba perfectamente al contorno del cofre de doña Aurora.
– ¿O a alguien?
El hombre de negro le miraba acariciando su pequeño triunfo.
– He oído que la cuñada de vuestro señor ha desaparecido. Y que nadie la ha visto desde que acudió a la posada poco antes de la feria. Fue a solicitar los servicios de vuestra señora y de vuestra esposa, ¿verdad?
No podía apartar la vista del joyero pero, cuando escuchó al comerciante, se abalanzó sobre él con el gancho de izquierda preparado. Los criados le sujetaron antes de que pudiera propinarle una paliza.
– ¿Qué estáis diciendo?
– Sólo digo lo que se oye por aquí. Que hubo mucha sangre en la posada, y que a la Señora de El Torno no se la ha vuelto a ver desde entonces.
– La señora doña Diamantina está en su casa. Preguntad a sus criados. Está perfectamente.
Los moros le soltaron obedeciendo un gesto del comerciante y se situaron un paso detrás de él, de cara a su amo.
– ¿De verdad? Si estuviera perfectamente iría a misa los domingos. ¿Acaso crees que soy tonto? También podría preguntarles a sus criados qué pasó en la fonda. Demasiada sangre para no haber heridas, ¿no crees?
El comerciante le miraba con cara de saber lo que no debía. Clavado en el sitio donde le dejaron los moros, su cabeza daba vueltas buscando cómo impedirle seguir hasta donde quería llegar.
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