Inma Chacón - La Princesa India

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Entre la América del Imperio azteca y la España de la Inquisición, una historia de amor repleta de riesgos y peripecias, en un relato que combina la aventura y la crónica de Indias… Un acercamiento lírico y sentido a las culturas indígenas, una mirada crítica a la historia de España…

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– ¡Siéntate! Ordenaré que preparen otro servicio.

El capitán aceptó el ofrecimiento y le contó sus problemas con el comerciante, desde su encuentro en el barco hasta la desaparición de las joyas. Cuando escuchó el relato, el alcaide cerró la puerta de la sala y bajó la voz.

– Esto es mucho más grave de lo que yo había imaginado. Si el comerciante tiene el cofre, tu esposa tiene un problema. ¿Qué piensas hacer?

– No creo que lo tenga todavía, pero necesito vuestra ayuda.

– ¡Cuenta con ella! ¡Dime!

– Necesito saber todo lo que se dice sobre él en Granada, después iré a por pruebas y se las cambiaré por el cofre. Pero antes esconderé a mi esposa y a Valvanera. Prefiero que no estén en Zafra cuando llegue el Tribunal.

El alcaide le contó los rumores y le facilitó la dirección de cada persona a la que debía dirigirse. Antes de hablarle de don Hernando hijo, se levantó, abrió un cajón de un bargueño, y escribió, firmó y lacró una carta.

– Toma, debes entregársela personalmente y esperar a que la lea. Después le cuentas todo lo que ha pasado. Él sabrá cómo ayudarte.

No sabía qué pensar. Don Diego conocía los conflictos de su padre con don Hernando, y aun así ponía su salvación en sus manos.

– Confía en mí, entrégale la carta. Nadie podría ayudarte mejor que él. Dime, ¿qué más has pensado?

– Si el comerciante tiene éxito en Llerena, ¿cuánto tiempo creéis que tardará el inquisidor en organizar una visita de distrito?

– Teniendo en cuenta que el juez tendrá que convocar a un notario, a un nuncio y a un oficial, creo que el Edicto General no se leerá hasta dentro de dos semanas.

– ¿Cuándo sería el arresto?

– Primero le darán la oportunidad de autodelatarse en el Edicto General. Al domingo siguiente leerán el Edicto de Fe para que pueda reconocer su delito en la lista. Si no se entrega, el comerciante podrá denunciarla. Cuenta tres semanas a partir de hoy.

Don Lorenzo se quedó pensativo, mirando la confitera que le ofrecía don Diego. Eligió dos piñones, los partió, y colocó uno en cada plato.

– Recuerdo a mi padre y al Conde de Feria partiendo muchos piñones en esta mesa con vos y con el padre de don Hernando. Siempre me gustó vuestra confitera. El olor de los confites se extendía por toda la casa. El os estaría muy agradecido.

– Déjate de pamplinas y dime lo que has pensado para mí.

– Necesitaré vuestra ayuda para esconder a doña Aurora y a Valvanera hasta que pase todo el peligro. También necesito que habléis con el conde.

– Eso está hecho. ¿Qué más?

– ¿Es verdad lo que se cuenta del pasadizo secreto?

El alcaide Sepúlveda se levantó y descorrió el tapiz que cubría una de las paredes del comedor. Una puerta pequeña se disimulaba entre las piedras del muro.

– ¡Directo a la Encarnación y Mina!

Don Lorenzo salió de El Castellar y se dirigió al convento de la Encarnación y Mina en busca del ecónomo, quería contarle sus planes bajo secreto de confesión, confiaba en él, pero no deseaba exponerle a ningún peligro. Conservaba la amistad que les unió en los torneos de ajedrez de los López de Segura. El sacerdote no le confesó, se comprometió a ayudarle sin necesidad de explicaciones.

Volvió al palacete pasada la medianoche, todos se habían retirado a sus alcobas excepto Juan de los Santos. El mozo salió a recibirle cuando escuchó el portón.

– ¿Qué tal don Diego? ¿Está con nosotros?

– Sí.

– ¿Y el cura?

– También.

– ¿Cuándo nos vamos?

– Iré yo solo. Tú te quedas para cuidar de las mujeres. No le digas a nadie que estoy en Granada. Estoy en la ruta de Almendralejo, concertando la venta de la uva. Me llevaré al hijo mayor de Catalina.

Juan de los Santos le extendió la mano.

– ¡Que tengas suerte!

– A por ella voy.

Los dos hombres subieron a sus habitaciones tras despedirse con un abrazo. Don Lorenzo encontró a su esposa incorporada en la cama. Se acercó hasta ella y se sentó.

– Es muy tarde, deberías estar dormida.

Doña Aurora le miró como si hiciera mucho tiempo que no le veía. Tenía los ojos hinchados. No podía creer que su anillo y su besador hubieran desaparecido. Los había tenido en las manos esa misma mañana.

– No llores, corazón, no han desaparecido, sólo están en un lugar distinto al que estuvieron siempre.

La princesa reprimía su llanto apretando los labios. Sus ojos brillaban abiertos como balcones. Don Lorenzo se dio cuenta de lo lejos que había estado de ella desde que llegaron a Zafra. Estaba hermosa.

– No te preocupes, chiquinina, yo los encontraré y te los traeré. Te lo prometo.

Le pasó la mano por el brazo, le rozó el pecho por encima de la túnica de algodón y le deshizo la trenza.

– Eres lo más bonito que nunca vieron mis ojos.

Ella sonrió y le quitó de la punta de la lengua las preguntas que siempre le correspondieron a él. La atrajo hacia sí, se llevó la trenza a la boca y la besó.

– Por supuesto que te quiero. Te querré hasta que seas una viejecita preciosa, y yo un refunfuñón que seguirá adorándote y suspirando por conocer el olor de tu pelo.

Se besaron despacio. Compartieron el insomnio revisando cada paso que tendrían que dar para librarse de las artimañas del comerciante. Entre caricia y caricia, la princesa volvía a preguntarle si la seguía queriendo.

2

María y Miguel acostumbraban a llamar a Catalina por el sobrenombre de Mamata. Comenzaron a llamarla mamá Catalina cuando se convirtió en su niñera en la Ruta de la Plata, después lo abreviaron y pasó a ser mamá Cata, y de ahí al apodo con que se quedaría para el resto de su existencia. Mamata tenía edad como para ser la abuela de los niños, les cuidaba como las abuelas cuidan a sus nietos, regalándoles el mundo.

Todos adoraban a Mamata. Tenía la virtud de hacer reír a los demás aunque no existiera ningún motivo. Siempre encontraba el lado bueno de las cosas, incluso el de las que nadie hubiera podido imaginar de otro color que el negro más negro de todos los negros. Su capacidad para entretener a los pequeños superaba lo imaginable. Mamata era la bondad andando sobre dos piernas, la imaginación buscando un lugar donde construir sus nidos.

A la princesa no le extrañó que su esposo decidiera dejar a María y a Miguel a su cuidado cuando Valvanera y ella tuvieran que esconderse. Los niños no corrían peligro, la Inquisición sólo les exigía limpieza de sangre cuando alcanzaban la edad de doce años.

Don Lorenzo llevaba dos días fuera de la ciudad cuando Mamata entró en la habitación de doña Aurora, traía la noticia que todos temían desde que vieron galopar al comerciante camino de Llerena.

– ¡Ha vuelto!

Doña Aurora bajó al comedor y se reunió con Valvanera y con Juan de los Santos. Debían poner en marcha los planes que le contó don Lorenzo la noche antes de marcharse. Ante todo, debían darse prisa en averiguar quién les traicionaba dentro del palacete. Nadie podría entrar o salir de la casa sin que lo supiera Juan de los Santos. Las puertas y ventanas deberían permanecer cerradas de día y de noche. El carruaje y los caballos siempre preparados para enganchar el tiro.

El marido y los hijos de Mamata vigilaban al resto de la servidumbre desde que desapareció el cofre. Estaba claro que el ladrón pertenecía a la casa; de otro modo, no se explicaba que nadie hubiera visto a ningún extraño subiendo o bajando del piso de arriba.

Tal y como había imaginado el capitán, ningún sirviente hizo nada sospechoso mientras el hombre de negro estuvo fuera de la ciudad. Podrían haber entregado las joyas a los moros de Sevilla, que se turnaban rondando el palacio. Durante el día vigilaban las mujeres, y por la noche lo hacía el hombre que se quedó trabajando en el desescombro de la Puerta del Agua. Pero el comerciante no se habría arriesgado a encargar a uno de sus sirvientes la custodia de las joyas, significaría exponerse a perderlas. Lo más lógico era pensar que el anillo y el colgante seguían dentro del palacete.

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