Nativel Preciado - Camino de hierro

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La soledad y el dolor amargan la vida de Paula desde la marcha inesperada e inexplicable de su amadísimo esposo Lucas, su cómplice y su maestro, con quien había planeado una existencia de plenitud y de gozo en la que encarar el otoño de sus vidas. Ahora sólo quedan el vacío y el desánimo, la desolación de una ausencia incomprensible. Paula lucha por sobreponerse y viaja a León, el escenario de su infancia, para recuperar la memoria de su abuelo Román, condenado en un juicio inicuo y asesinado tras la Guerra Civil, en la feroz represión desatada por los vencedores contra los “enemigos de España”. En León, Paula reencontrará su propio pasado, el de su familia destrozada, y el pasado colectivo de una tierra asolada por el odio cainita. El reencuentro con sus parientes le permitirá recuperar los papeles con los que reconstruir los últimos días del abuelo Román, un hombre bueno destruido en ese “tiempo de canallas”. Es una novela descarnada, sin concesiones, pero llena también de emoción y ternura, y que gira en torno a dos temas esenciales y universales: la muerte y la memoria. Es también una novela valiente, con la pretensión de ser un canto al ser humano y lo más sublime de su esencia, a su capacidad de sobreponerse a la desgracia y de enfrentar el conocimiento de sí mismo.

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– Dígale que ahora mismo bajo, gracias.

Rodrigo Ordóñez estaba al pie de la escalinata. No distinguía bien si llevaba una especie de carpeta o un sobre grande en la mano, pero me imaginé que contenía lo único que me interesaba. Le veía poco atractivo o quizá me pareció más cursi por la inmaculada blancura de su gabardina. Me esperaba con la misma sonrisa y la buena disposición del día anterior, hasta el punto de que subió la escalera para saludarme a mitad de camino y darme un beso y un abrazo demasiado efusivo.

– Buenas tardes, Paula. ¿Cómo has pasado esta noche en San Marcos?

Intenté ser amable, pero me costaba un esfuerzo sobrehumano.

– Como todas -dije lacónicamente.

– En cualquier caso, espero que te encuentres como en tu casa. Por cierto, el director es buen amigo mío, si necesitas algo especial no dudes en decírmelo.

Era incapaz de saber por qué desconfiaba de un hombre tan considerado que parecía dispuesto a complacer todos mis deseos.

– Te lo agradezco, pero estoy cómoda. No creo que necesite nada -respondí, harta de tanta formalidad.

– Déjame decirte que te sienta maravillosamente el negro. Estás elegantísima. -Y tras hacer una pausa, esperando una reacción por mi parte, prosiguió-: ¿Quieres tomar algo en la cafetería o buscamos un lugar más tranquilo en uno de los salones de arriba?

– Me da lo mismo -le dije-. Perdona mi impaciencia, pero estoy deseando ver cuanto antes los papeles.

– No te preocupes, lo entiendo perfectamente. Sentémonos ahí dentro, frente a los jardines; en la cafetería hay demasiado jaleo.

Los sillones eran confortables. Rodrigo se sentó a mi lado, lo que me obligó a girar la cabeza. Estábamos solos en un amplio salón con butacas y mesas de recio estilo castellano y algunos chéster clásicos de piel negra. Las arañas pendidas del techo iluminaban un artesonado que me llamó la atención. Rodrigo me contó que es obra de Lucio Muñoz; que en los años setenta pidieron a artistas de la época que colaboraran en la decoración, y el hotel está repleto de obras de Vela Zanetti, Macarrón, Pepe Caballero, Martínez Novillo, María Antonia Dans, entre otros. «Si quieres, luego te los enseño». A través del ventanal vi, otra vez, a lo lejos, el río Bernesga. No lograba apartar de mi pensamiento la imagen de los cuerpos arrastrados por la corriente del río.

– ¿Cómo van las cosas por Madrid? -Rodrigo pretendía iniciar una charla que yo no estaba dispuesta a continuar-. Supongo que se nota para bien el cambio de Gobierno.

A medida que pasa el tiempo tengo más dificultades para mantener conversaciones sobre asuntos de actualidad. Aborrezco las inevitables tertulias que se organizan en torno a nombres de famosos, presentadores de televisión, comentaristas de radio, restaurantes de moda, conflictos internacionales que aparecen en titulares de periódicos… Pero lo que más detesto, con mucha diferencia, es comentar las últimas declaraciones del político de turno y la inmediata réplica del adversario. No soporto los «ecos de sociedad» de la política. De todos modos, soy consciente de que Rodrigo no tiene por qué conocer mis fobias.

– Como sabes, el otro día se reunió aquí el Consejo de Ministros. Estuve hablando con la vicepresidenta, una mujer muy interesante, que, por cierto, hizo unas declaraciones muy valientes sobre la reparación moral y jurídica de las víctimas del franquismo… Algo de lo que el anterior Gobierno jamás se ocupó.

– Lo siento, Rodrigo, no tengo interés en hablar de política.

– Ah, creía que estabas interesada en todo lo referente a la defensa de los perdedores de la guerra. Entonces…, ¿de qué quieres que hablemos?

– Del asesinato de mi abuelo.

– A mí también me interesa hablar del fusilamiento de tu abuelo, porque mi trabajo consiste precisamente en eso, en recuperar expedientes de encarcelamientos y juicios sumarísimos. También queremos localizar a los desaparecidos. Coordino un equipo de forenses y arqueólogos para identificar a los miles de fusilados, o mejor dicho, a los «paseados» que aún siguen enterrados en las cunetas. Así que el caso de tu abuelo Román me interesa de manera especial, porque he localizado la causa, además están las cartas que me dio tu tía y…

– Te agradecería que me devolvieras las cartas y toda la documentación que hayas logrado reunir.

– ¿No te interesan los detalles de la causa de tu abuelo?

– ¿Sugieres que me preocupe un juicio, si es que lo hubo, al cabo de setenta años?

– Sí, eso nos han pedido algunos familiares de las víctimas, revisar los juicios, entre otras cosas porque tal vez tengáis derecho a algún tipo de compensación o a recuperar propiedades confiscadas por la dictadura.

– No es mi caso, no quiero ninguna compensación…

– Tú no, pero quizá tu familia esté interesada. Ten en cuenta que sólo en León hay veintitantos descendientes directos de tu abuelo Román, además de su propia hija, que todavía está viva.

– Creo que ella tampoco está interesada -declaré, tratando de no prolongar más la conversación.

– Pero los demás, sus nietas y sus biznietos, tienen tanto derecho como tú a defender su honor.

– Su honor está a salvo. Te aseguro, Rodrigo, que ni me opongo ni me parece mal que cada uno haga lo que quiera, pero mi única intención es leer esas cartas y escribir un asunto que tengo pendiente sobre la historia de mi familia. A mi modo, también puedo contribuir a la recuperación de la memoria histórica, pero mis pretensiones son muy modestas. Dame esos papeles, te lo ruego, y acabemos de una vez.

– Como quieras, pero no entiendo tu actitud. Sólo pretendía facilitarte las cosas… Siempre he sentido una especial simpatía por ti y, además, me gusta cómo escribes… En fin, te he traído una copia del expediente-Estaba dispuesta a rechazar la copia y a exigirle el original, pero pensé que sería inútil. De modo que acepté el sobre y le di las gracias.

– Ahora discúlpame, me gustaría leerlo a solas.

– Está bien, te dejo, si eso es lo que quieres, pero puedes contar conmigo para todo lo que necesites. Insisto en que me gustaría ayudarte.

– Muchas gracias -dije para zanjar el asunto, que él parecía estar dispuesto a prolongar indefinidamente.

– Ya sabes dónde encontrarme…

– Sí, adiós. -Me despedí con brusquedad y me dirigí al ascensor más cercano.

Sola, al fin, en mi habitación, cerré la ventana de la terraza, abrí el sobre con ansiedad y me dispuse a leer las cartas. No llovía, pero la noche era desapacible. Tenía frío y, sobre todo, me daba miedo enfrentarme a las palabras de mi abuelo, escritas hace casi siete décadas y, sin embargo, tan presentes en la vida de mi madre y, por lo tanto, en la mía. En ese momento lamenté que no fuera el papel original que ella habría manoseado tantas veces y sobre el cual seguramente vertió muchas lágrimas. Quisiera tener en mis manos el objeto real que sobrevivió a su muerte. Por eso, y no por motivos más racionales o interesados, hubiera preferido tener el original y no una copia de un papel desposeído por completo del olor de la cárcel, la textura de aquel tiempo, el color amarillento del paso de los años, la huella imperceptible de los dedos de mi abuelo, las lágrimas de mi madre. Se trataba de un folio blanco, sin dobleces ni marcas, apenas con una línea defectuosa de la fotocopiadora. No era lo mismo que tocar el original con mis propias manos, pero, aun así, supe enseguida que su lectura me dolería.

Mi adorada Ángela y mis queridísimas hijas:

No me siento con fuerzas para mentir, así que os diré la verdad. Todos los prisioneros estamos en una situación lamentable. Nos dan un trato tan degradante que resulta difícil mantener alta la moral. Te van ganando poco a poco, a fuerza de golpes y otras vilezas peores que no os describo para evitar más dolor. Como sabéis mejor que nadie, no he hecho nada que merezca esta condena. Hace veinticuatro horas que me han sacado de la celda de castigo. Espero resistir dignamente gracias al profundo amor que os profeso y a mis principios morales. Es lo único que me mantiene vivo. Lo malo no es la falta de comida, que ya es una desgracia comer todos los días un mendrugo de pan negro y cuatro alubias contadas; lo peor son los olores. Los patios interiores apestan a orina y los huecos de las camas a madera podrida. Desde lo que llaman las cocinas sale un hedor a cabrito putrefacto y a tocino rancio, que es lo que nos dieron la otra semana, una ración para todo el día. Más vale que no nos la hubieran dado, porque algunos vomitaron, y los vómitos secos dejaron un rastro nauseabundo que se mezcló con nuestro propio olor a sudor y a ropa sucia, porque no tenemos ventilación y no nos dejan lavarnos como es debido.

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