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Nativel Preciado: Llegó el tiempo de las cerezas

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Nativel Preciado Llegó el tiempo de las cerezas

Llegó el tiempo de las cerezas: краткое содержание, описание и аннотация

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Reflexión optimista sobre los retos y las satisfacciones de llegar a los 60, en una época en que la vejez es una segunda oportunidad de vivir. La autora predica con el ejemplo y «a punto de cruzar esa frontera», se muestra en plena forma intelectual y saludable como una rosa.

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Ni siquiera entiendo por qué debería avergonzarme. Pienso, y nada más, que me ilusiona la idea de que un hombre joven y atractivo se fije en mí y quiera seducirme. Eso es todo. Pero me espanta la idea de iniciar una relación diferente a la que hemos tenido hasta ahora. No la cambiaría por nada del mundo. Es más, cuando llegue a casa de Gorka (si es que no me lo impide algún que otro incidente tan insustancial como el encuentro con Margarita) a la menor insinuación por su parte, dejaré claras las cosas. «Mi querido Gorka», le diré, «te quiero mucho pero ni un paso más». De veras. No tengo ganas de remplazar nuestra valiosa amistad por una relación sexual que no nos llevaría a ninguna parte. Me da una pereza insuperable desnudarme físicamente y revolcarme contigo en la cama; es más, me espanta la idea de que acabemos mal por caer en la tentación de un gozo tan precario. No quiero perder el valioso tiempo que nos queda (me refiero al mío más que al tuyo, porque tú tienes toda la vida por delante) en simular falsas pasiones o en realizar esfuerzos físicos que no me corresponden. Y no me digas que el amor no tiene edad, porque la tiene. Llega un momento en el que dejamos de ser jóvenes y no es que seamos otra cosa peor, pero a mi edad se tiene más conciencia de la finitud de las cosas y se aprende que es mejor mirar hacia delante que empeñarse obstinada y, sobre todo, inútilmente en echar la vista atrás. Estoy convencida de que somos más biología que cualquier otra cosa. Las hormonas, al final, logran imponerse sobre las neuronas. «El cuerpo tiene más memoria que el cerebro», le dijo Philip Roth a Isabel Coixet cuando estaba preparando el guión de la película basada en su novela El animal moribundo. Nos envolvemos en una fina capa de cultura; sin embargo, por más que nos empeñemos en forzar el cuerpo intelectualmente, la biología se impone con toda su fuerza. No tengo la ilusión de rejuvenecer a tu lado, todo lo contrario, prefiero compartir contigo el paso inexorable del tiempo. En definitiva, me harías un gran favor si dejases las cosas como están.

Me encontré, por fin, ante la puerta de Gorka aturdida por mis pensamientos. Me abrió sonriente y cuando pretendió darme un beso me aparté con la intención de dejar las cosas claras desde el principio. Esa era mi decisión y no quería cambiarla por nada del mundo. Estaba tensa, obsesionada con la idea de pararle los pies de la forma menos ofensiva posible. En ningún momento pensé que las cosas fueran a ser de otra manera a como las había imaginado, que yo estuviera equivocada, que Gorka no tuviera el menor interés en seducirme.

– ¿Quieres una copa? Tengo en la nevera el champán que te gusta -me ofreció amablemente-, y también un blanco muy frío.

– No, gracias, esta noche no quiero beber ni una gota de alcohol.

– ¿Por qué? ¿Te encuentras mal? -me preguntó con dulzura y sin la menor suspicacia.

– No, pero quiero estar lúcida.

– Bueno, se trata solo de un aperitivo antes de la cena. No nos vamos a emborrachar por tomar una copa.

– Te lo agradezco, de verdad, pero no me apetece.

– ¡Cómo te favorece el rojo!, y ese pelo te sienta muy bien, pero que muy bien…

En ese instante me arrepentí de haberme esmerado tanto en elegir la ropa, en comprar el collar y en cambiar mi peinado. Pensé que me había traicionado el subconsciente, porque mi nueva imagen podía fomentar el equívoco.

– ¿Nos sentamos? -me sugirió.

Yo seguía tensa, de pie, con el bolso colgado del hombro, dispuesta a aclarar la situación, sin darme cuenta de que no había nada que aclarar. No obstante, pensé que debía advertirle, contarle mi decisión antes de que diera un solo paso en el sentido que mi mente calenturienta había imaginado.

– Verás, Gorka, tengo algo importante que decirte.

En ese momento, al notar la gravedad de mi tono de voz, dejó de sonreír.

– Está bien. De todos modos, vamos a sentarnos.

Seguía envarada, tiesa como un palo, sin pensar ni un solo instante que me estaba precipitando. Me senté en una esquina del sofá y él se puso a mi lado. Rodeó mis hombros con su brazo y me deslicé para evitar el contacto.

– Empiezas a preocuparme. ¿Es algo serio? ¿Se trata de Claudia? ¿Estás enferma? ¡Por el amor de Dios! Dime de una vez por todas qué te pasa.

Ya estaba arrepentida y aún no había dicho una palabra, pero era imposible echar marcha atrás y con una ridícula solemnidad comencé el monólogo más grotesco de mi vida.

– Verás, Gorka, hace poco tiempo que nos conocemos, a pesar de lo cual te tengo un enorme cariño y me siento muy bien a tu lado, pero mi exceso de confianza quizá haya provocado una situación un tanto extraña. No quiero hacer más preámbulos. Iré al grano. Es cierto que estoy sola, soy muy mayor y tengo necesidad de afecto, pero no quiero crear en ti falsas expectativas. Por eso me siento obligada a decirte que, si quieres que sigamos manteniendo esta amistad, tenemos que detenernos en este punto.

– No te entiendo, Carlota -me interrumpió, lleno de perplejidad.

Me di cuenta de que, en efecto, por una malentendida delicadeza, no estaba hablando con toda la claridad que requería la situación. Así que me armé de valor y decidí terminar el discurso.

– Intentaba ser un poco menos brusca. No sé hasta qué punto he sido la culpable de este equívoco, pero no quiero acostarme contigo. Lo siento, Gorka, me es imposible. Estoy convencida de que esa relación no nos llevaría a ninguna parte.

– ¿Cómo dices? -exclamó con asombro.

Por una parte, sentí un gran alivio tras descargar semejante parrafada, pero enseguida me di cuenta de que había sido demasiado explícita.

– Lo siento, lo siento, lo siento… -se lamentó Gorka-. Siento muchísimo haber sido tan estúpido.

Y aún pensé que estaba en lo cierto, hasta escuchar lo que me dijo a continuación. Nunca he deseado tanto que me tragase la tierra.

– Los dos nos hemos confundido. Perdóname, la culpa es absolutamente mía. Estaba convencido de que lo sabías.

– Ahora soy yo la que no te entiendo -dije con voz trémula, consciente, por primera vez, de que Gorka no tenía la menor intención de seducirme.

– Soy homosexual, Carlota, y en ningún momento pude imaginar que no lo supieras. Jamás he intentado ocultarlo. No soy consciente, al menos, de haber contribuido a tu error.

Estaba abochornada, ruborizada, avergonzada de haber hecho el ridículo más grande de mi vida. Me quedé muda, mientras él añadía detalles a su confesión.

– No debe resultarte extraño el hecho de que quiera estar contigo. Me he sentido muy solo en los últimos tiempos. Mi pareja murió hace menos de un año. Ahí están sus cenizas todavía -dijo señalando al baúl que estaba al lado de la cama, junto a la pipa de agua-. Tengo que llevarlas a Menorca, pero me ha faltado el ánimo en todos estos meses. Por nada del mundo quisiera iniciar otra relación hasta que termine el duelo y cicatricen las heridas. Imanol y yo vivimos juntos quince años. Fue el gran amor de mi vida. Perdóname si me confundo, Carlota, pero creo que nos hemos juntado dos almas solitarias en un momento crucial. Todo el mundo sabe que soy gay, bueno, es un modo de hablar. No es que lo vaya pregonando por ahí. Me refiero a que actuó con tanta naturalidad que no creí necesario hacértelo saber de un modo explícito. Creo que he jugado limpio contigo en todo momento. ¿Te acuerdas cuando te dije que sabía lo que era tener un hijo?

Estaba petrificada, desfallecida, extenuada… No podía articular palabra.

– No pretendía ocultártelo, pero tampoco quería contagiarte mi abatimiento. Te dije que ya hablaríamos de esa historia en el momento oportuno. Pues bien, veo que ha llegado la hora de contarte que cuando le conocí, Imanol acababa de tener un hijo. Pronto cumplirá los dieciséis años y, en cierto modo, lo hemos criado entre los dos. Ha crecido con nosotros, bueno, y con su madre, pero ahora ella le ha separado de mí. Le ha contado mil patrañas, le ha convencido de que soy el culpable de todas sus desdichas y el chico está hecho un lío y huye de mí. Desde la muerte de Imanol no he vuelto a verle y te juro que le quiero como si fuera mi propio hijo. En la casa de Menorca están mis libros, mis películas, mis muebles, mis cuadros… todo lo que tengo. Antes de recuperarlos, de encerrarme allí con mis recuerdos más queridos, quiero superar esta situación. Aún no he perdido la esperanza de que, a medida que pase el tiempo, las cosas se vayan calmando y pueda restablecer la relación con el chico o, al menos, hablar con él sobre su padre. Era el hombre más generoso, inteligente y sensible del mundo. Por eso sigo aquí, viviendo en precario, con esta sensación de provisionalidad.

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