Mercedes Salisachs - El cuadro

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Juan Manuel de Prada acaba de presentar en Madrid -por petición expresa de la autora- la última novela de Mercedes Salisachs. De él son estas palabras: «su escritura, desdeñosa de las modas, despreocupada de halagar el gusto contemporáneo, parece acogerse a la enseñanza de aquel personaje del romancero: “Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va”». En esta breve historia, Elena, es una joven que sobrevive a un huracán y queda huérfana. Del desastre sólo se salvan «un cuadro pequeño, un reloj de pared tumbado y varios objetos sin importancia». Elena toma el cuadro y marcha a otra ciudad. Bonita y atractiva, una amiga le ofrece un trabajo bien remunerado, pero degradante. Cuando se queda embarazada, decide tener el hijo y dar un nuevo rumbo a su existencia. Su hijo, Manuel, y el cuadro, son los protagonistas de la novela. Siempre que Manuel pregunta por su padre, Elena le dice que es el hombre del cuadro. El niño habla con él y él le contesta y le anima a buscarle: «Si me buscas me encontrarás» le dice. Así, poco a poco, la gozosa presencia del padre va llenando el relato a medida que avanza la búsqueda del niño protagonista, ese niño que somos todos, en esa búsqueda que también es la nuestra. Novela llena de alegría, de ternura, de comprensión, de amistad y solidaridad, en la que Salisachs nos revela, como dice Juan Manuel de Prada, «la canción que la mantiene jubilosa y llena de brío».

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Lejos de proporcionar descanso y alivio abrían heridas y aumentaban hartazgos.

Más de una vez Fabián había recomendado a la vecina de Elena que la rescatara del bullicio.

– Elena precisa estar a solas conmigo. Las voces no alivian; las preguntas tampoco y los comentarios apabullan.

Fabián no andaba desencaminado: Su experiencia le decía que los intereses masivos, lejos de acompañar al que sufría, servían para crear emociones poco habituales y cuajadas de misterio.

Los misterios suelen ser buenos aliados para esquinar los hábitos diarios y desfondar aburrimientos.

Sentirse un poco protagonistas de algún hecho destacable, aunque removía las entrañas, también permitía olvidar el decaimiento y el vacío de las costumbres diarias.

Así transcurrían las horas de aquella tarde en la vivienda de Elena: Esperando lo imprevisible y soportando frases de condolencias esperanzadoras para tratar de levantarle el ánimo.

Un ánimo tan averiado que ni siquiera la compañía de Fabián podía repararlo.

Alguien sugirió que volviera a la cama.

– No. Debo esperar. Descansar en mi caso es un derecho robado a mi hijo. Debo esperar. Debo sufrir con él, debo estar a su lado. Si vive preciso que su lejanía percibe el dolor de mi presencia.

Fueron sus propias palabras las que la obligaron a estallar en llantos.

Fabián suplicó a los visitantes que la dejaran sola con él.

– Necesita paz -decía-. El sufrimiento desmadejado entre muchas voces no alivia. Al contrario desorienta y coarta las expansiones necesarias.

Comprendieron todos las insinuaciones de Fabián, y aunque algo molestos por la franqueza, fueron desfilando hacia la puerta de salida a la plaza.

La tarde empezaba a declinar y la plaza ya no era un continuo vaivén de gentes, de pájaros volando y de ramas desprendiendo sus hojas en los hoyos de la tierra fértil que los circundaba.

Cuando la vivienda quedó prácticamente vacía, Elena una vez más abrió la puerta de su casa como si el hecho de estar bajo su dintel tuviese el poder de rescatar a su pequeño.

– Por esta puerta se lo llevaron -le dijo a Fabián-, y por esta puerta deberá entrar.

Hablaba como si pensara. Como si el pensamiento fuera una premonición, un aviso, una advertencia importante.

– ¿No quieres entrar en la casa? La tarde pronto será noche -dijo él.

– Noche viene siendo para mi el día entero. No quiero encerrarme en la oscuridad de cuatro paredes. Prefiero respirar aire puro.

Fabián respetó la decisión y entró en el vestíbulo para ponerse de nuevo en contacto con la policía. Mientras tanto Elena, bajo el techo de la entrada, se quedó sentada sola a la espera de lo que la desesperanza se empeñaba en negarle.

***

Lentamente la plaza iba quedando vacía y la luz de la tarde empezaba a mezclarse con la iluminación de las farolas.

El calor del día iba y venía a lomos de una brisa suave como ocurría cuando las olas mecían algún barco al meterse mar adentro.

El hecho de estar allí le parecía un modo de adelantarse al rigor de la ausencia. Era una sensación extraña. Algo así como ayudar al destino y facilitar su llegada.

A veces cerraba los ojos. "Cuando los abra, Manuel estará junto a mí" pensaba.

Pero Manuel nunca estaba y la plaza iba perdiendo la viveza de aquel día.

Ya no era la plaza agitada y alegre de siempre.

El ocaso la estaba llenando de oscuros presentimientos.

De pronto, en el extremo opuesto de su casa vio un cuerpecito pequeño que avanzaba con el brazo en alto como si alguien lo llevara de la mano.

Sin embargo, el pequeño iba sólo. De pronto se detuvo. Se volvió de espaldas y agitó el brazo como si estuviera despidiéndose de alguien.

Inmediatamente corrió hacia su casa.

Elena creyó que soñaba. El niño se parecía a Manuel. Intentó levantarse para correr a su encuentro, pero cayó sobre el sillón desmayada.

Cuando Fabián salió al porche y vio al pequeño besando el rostro de una Elena inconsciente, creyó que algo similar a una alucinación estaba distorsionando los resortes más sólidos de su raciocinio.

No podía creer lo que estaba viendo. Nada respondía a lo que, por lógica, se considera una normalidad. Nada tenía sentido. Nada ofrecía una respuesta a los porqués de un Manuel recuperado, volcado sobre su madre para besarla y tratar de despertarla.

– Pero, Manuel, ¿cómo es posible que estés aquí? ¿Dónde estabas? ¿Quién te ha traído? -preguntó Fabián.

Pero el niño preguntó a su vez:

– ¿Por qué duerme mamá?

Fabián intentó reanimar a Elena.

– No duerme -le dijo-, se ha desmayado. Corre y dile a la vecina que venga enseguida.

El niño hizo lo que le pedía, y cuando la vecina lo vio llegar lanzó un grito de alegría.

– Pero hijo, ¿desde cuándo estás aquí? ¿Qué has hecho? ¿Dónde has estado?

El niño no contestó. Lo que le apremiaba era volver a su casa, despertar a su madre y contarle su aventura.

***

Fue un despertar como arrancado de una larga pesadilla.

Elena no acertaba a comprender que los besos y caricias de su hijo pudieran ser reales.

Nada en aquellos instantes era lógico. Todo se ceñía al misterio de un algo incomprensible.

Pero Manuel estaba allí; sonriente, alegre, como si aquel horrible día hubiese significado para él un regalo largamente esperado.

Inútil era para el niño mostrarse arrepentido o angustiado. Sus muestras de felicidad eran tan grandes que, lejos de causar temores, angustias y confusiones adversas, volcaban sobre los que le rodeaban destellos indiscutibles de una gran alegría.

Elena no podía comprender lo que estaba viendo. Las preguntas no servían. Manuel no las escuchaba. Escuchar, para él, era una actitud inútil, una especie de guadaña que cercenaba la posibilidad de expresarse y abrir el grifo de su andadura para explicar a todos los deseos cumplidos más allá del cuadro y del sonido de una voz.

– Lo he visto mamá- decía.

Elena ignoraba a quién se refería. Pero el hecho de haber recuperado a su hijo podía más que todos los motivos de su prolongada ausencia. No obstante Manuel insistía:

– Ha estado conmigo. Hemos hablado mucho. Y me ha dado esta fotografía que me hicieron en el puerto.

– Pero, ¿de quién estás hablando?

– Preguntó Fabián.

– De mi padre.

Hubo un silencio profundo que sólo se alimentó de miradas. La frase del pequeño carecía de sentido. Ni siquiera Elena sabía quién era el verdadero padre de su hijo. ¿Cómo hablaba de su padre con tanta convicción y desparpajo?

Alguien preguntó:

– ¿Fue tu padre el que te sacó de casa?

– No. Fui yo quien salí de casa para buscarlo.

– ¿Y eso por qué?

– Porque él me dijo que si lo buscaba, lo encontraría.

De nuevo el silencio. Y la incomprensión total de lo que el niño razonaba. A Fabián se le llenaba la boca de preguntas. Lo que estaba oyendo no le convencía. Ninguna explicación de Manuel era sensata y congruente.

Desconcertaban; abrían interrogantes y sembraban dudas entre malévolas y poco tranquilizantes.

– Y ese señor, ¿qué te ha hecho?-preguntó Fabián.

– Me ha paseado por la ciudad, me ha llevado a un restaurante y me ha enseñado el puerto.

– ¿Eso es todo?

– No. Hemos hablado mucho.

– ¿Y de qué hablabais?

– De mamá, de ti Fabián, de la canguro.

– Y ¿qué decía sobre nosotros?

– Que todos erais muy buenos y que os obedeciera.

Hubo un cruce de miradas entre Fabián y Elena. Querían comprender lo que el niño les explicaba, pero no, lo conseguían. Todo se les convertía en un manojo de fantasías que carecían de lógica.

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