Mercedes Salisachs - El cuadro

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Juan Manuel de Prada acaba de presentar en Madrid -por petición expresa de la autora- la última novela de Mercedes Salisachs. De él son estas palabras: «su escritura, desdeñosa de las modas, despreocupada de halagar el gusto contemporáneo, parece acogerse a la enseñanza de aquel personaje del romancero: “Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va”». En esta breve historia, Elena, es una joven que sobrevive a un huracán y queda huérfana. Del desastre sólo se salvan «un cuadro pequeño, un reloj de pared tumbado y varios objetos sin importancia». Elena toma el cuadro y marcha a otra ciudad. Bonita y atractiva, una amiga le ofrece un trabajo bien remunerado, pero degradante. Cuando se queda embarazada, decide tener el hijo y dar un nuevo rumbo a su existencia. Su hijo, Manuel, y el cuadro, son los protagonistas de la novela. Siempre que Manuel pregunta por su padre, Elena le dice que es el hombre del cuadro. El niño habla con él y él le contesta y le anima a buscarle: «Si me buscas me encontrarás» le dice. Así, poco a poco, la gozosa presencia del padre va llenando el relato a medida que avanza la búsqueda del niño protagonista, ese niño que somos todos, en esa búsqueda que también es la nuestra. Novela llena de alegría, de ternura, de comprensión, de amistad y solidaridad, en la que Salisachs nos revela, como dice Juan Manuel de Prada, «la canción que la mantiene jubilosa y llena de brío».

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Cuando terminaron de almorzar, padre e hijo continuaron deambulando por la ciudad sin dejar de intercambiar pareceres y, preguntas.

– ¿Dónde vives? ¿En qué trabajas? ¿Cuántos hijos tienes? ¿Conoces a mis amigos?

Y el padre nunca dejaba que sus interrogantes se taponaran. Siempre respondía.

– Tengo muchas casas. Pero no en todas me tratan como me tratas tú. Mi trabajo consiste en querer mucho a mis hijos para que sus verdaderas vidas no se hundan en abismos.

– Entonces tengo hermanos.

– Por supuesto.

– ¿Los conozco?

– Ver no supone conocer -contestó el padre. Y aunque Manuel no lo entendió siguió hablando: -A veces podrás ver e imaginar, pero la verdad sólo el padre la conoce. Los seres humanos casi siempre "imaginan" pero sus verdades pueden ser únicamente conceptos susceptibles de transformarse en algo completamente opuesto a lo imaginado. En este mundo la verdad roza siempre la posibilidad de un cambio. Todo corre el peligro de dispersarse y destruirse.

Manuel seguía sin comprender lo que el padre le decía, pero tenía el convencimiento de que, algún día, aquellas palabras se convertirían en metáforas clarividentes.

La voz del hombre que le hablaba no cesaba de darle consejos. Algunos los entendía, otros no. Pero Manuel sabía que el transcurso del tiempo le ayudaría a comprenderlo todo.

Le faltaban años, le faltaba experiencia, y sobre todo le sobraba una gran dosis de confianza en aquel hombre.

Por eso se negaba a preguntar más de lo que le había preguntado. Lo esencial era escuchar, meditar y sobre todo, recordar.

El padre le propuso llegar al puerto paseando. A tu madre le gusta mucho el mar. Cuando regreses a tu casa podrás explicarle todo lo que el mar te dé a entender.

Y llegaron el puerto. Allí la ciudad era "otra cosa". Una especie de límite que transformaba lo sólido en líquido. Y que conjugaba casas flotantes con lanchas y barquitos insignificantes. Incluso Manuel fue retratado por un fotógrafo ambulante que su padre contrató.

Aunque todavía el sol caldeaba el ambiente, la humedad invadía los objetos, las mesas, las sombrillas y las sillas, que junto a una caseta que ofrecía bebidas, se habían instalado para los posibles clientes.

Para Manuel aquella inmensa llanura azul era siempre imitación del cielo.

Incluso las estrellas en los ocasos del día eran imitadas por las iluminaciones de las luces marinas.

– A tu madre le gustará verte fotografiado junto al mar -le dijo el padre mientras le entregaba la fotografía. -Cuando regreses a tu casa no dejes de contarle tu presencia en el puerto. Se quedará asombrada. Le alegrará mucho saber que su hijo tiene preferencias similares a las suyas.

***

Mucho aprendió Manuel a lo largo de aquel día. Seguramente jamás podrá olvidar la maravillosa aventura que su verdadero padre le ofreció.

Fue lo mismo que jugar, pero sin la incomodidad de sentirse acosado, menospreciado o sencillamente fastidiado.

Todo en aquel maravilloso día se revestía de sorpresas, de ilusiones y de autenticas certezas.

Nada había sido un departir medio aburrido o un poco pesado. Las horas vividas con su padre eran como si su vida se llenara de algo parecido a una primavera que nunca diera paso al otoño.

Pero en ocasiones los otoños se imponen y exigen acortar luz a las horas, y cambiar templanzas con ramalazos de aire frío, y soles con lluvias inesperadas y decir "adiós" cuando se desea decir "hola.`

Y algo, parecido le ocurrió a Manuel cuando el padre le propuso regresar a su vivienda.

– ¿Tan pronto? -preguntó el niño decepcionado.

– Llevas muchas horas fuera de tu casa. ¿Has pensado en el dolor que sin duda has causado a tu madre?

Manuel frunció el entrecejo y trató de comprender lo que el padre le decía.

– ¿Dolor? ¿Por qué?

– ¿Cómo habrá podido soportar tu ausencia? Tu madre no sabe que estás conmigo. ¿Imaginas hasta que punto sus miedos le habrán hecho sufrir?

Manuel no había imaginado aquella probabilidad. Ni por un momento le pasó por la cabeza que su ausencia pudiera causar dolor a nadie y mucho me nos a su madre. Varias fueron las veces que le había advertido el deseo que tenía de conocer a su padre. Y aunque ella no le contestaba, él nunca le ocultó lo que el padre le decía: "Si me buscas me encontrarás."

– Mi mamá sabe que estoy contigo. Siempre le di a entender que acabaría buscándote.

– Pero te fuiste de tu casa sin despedirte.

– Estaba dormida. No quise despertarla. Yo no sabía que ir a buscarte podía hacerle sufrir.

– No obstante, ten por seguro que sufrirá. Estará destrozada. Creo que debes regresar a tu casa cuanto antes.

***

En cierto modo volver a su casa era para el niño como dejar una bella sinfonía a medio sonar; una especie de felicidad sólo esbozada entre la alegría y el temor de perderla. Aunque el padre le prometía que volverían a verse, un presentimiento extraño le daba a entender que las cosas buenas de la vida casi nunca regresaban.

– No quiero dejarte -le dijo a su padre- tengo miedo de perderte. A lo mejor mis hermanos tendrán celos de mi y harán lo posible, para que me olvides.

– La cantidad nunca es motivo de angustia para un padre. Todos los hijos suelen ser únicos.

Comenzaron a andar ciudad arriba cogidos de la mano.

La tarde era plácida y la humedad del mar iba quedando atrás.

Todo cambiaba a medida que se avanzaba hacia la metrópolis urbana. Los sonidos de los coches, el olor a gasolina, la actividad de los transeúntes y los ceños de los peatones mientras hablaban con alguien lejano a través del móvil.

Para Manuel todo lo que le rodeaba era nuevo. Nunca imaginó que la ciudad fuera tan grande. Él sólo conocía los recovecos, tiendas y viviendas cercanas a la plaza donde se alzaban su casa y su colegio.

Pero el padre supo encontrar el camino y no tuvo inconveniente en acompañarlo.

Era un placer grande para Manuel descubrir calles que desconocía y tiendas deslumbrantes que en la plaza de su barrio no existían.

– La tienda de mamá es muy pequeña -comentó

– Nada es pequeño cuando hay grandezas internas.

– No te entiendo.

– Te lo diré de otro modo: Lo que se ve, tarde o temprano se derrumba. Lo esencial suele esconderse en lo que no se ve.

– ¿Y por qué se esconde si vale tanto?

– No se esconde: Lo esconden.

– ¿Quién?

– Los que se dejan llevar por la avaricia, la soberbia y el poder.

De nuevo Manuel no asimiló del todo lo que el padre le decía. Pero escuchar su voz y notar el tacto de su mano apretando la suya era para él una felicidad jamás experimentada hasta entonces.

El ambiente que se percibía en la calle cambió repentinamente.

– Estamos cerca de tu casa -le dijo el padre- pronto podremos llegar a la plaza.

En aquel lugar el tufo de la gasolina y el apresuramiento de los peatones se iba esfumando.

La plaza cercana tenia árboles frondosos que una brisa ligera, al mover sus ramas floridas, esparcía efluvios frescos y aromáticos.

– Estamos llegando, Manuel. Yo debería marcharme.

Y cogiendo al niño lo alzó para besarlo. Luego lo dejó en el suelo.

– Corre. Vete a tu casa.

10

Elena y Fabián continuaban esperando. Pero la espera era ya una mezcla de fatigas unidas al desaliento.

El teléfono ya no sonaba y a medida que las horas mermaban el día, el cansancio y el abatimiento aumentaban.

La casa se iba llenando de gente: Nada como las noticias con honduras y relieves tintados de tragedias, para despertar interés amistoso y compasiones sentidas.

No obstante aquellos simulacros de apoyos no servían.

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