Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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Se refería a que el astro republicano, tal como había irrumpido en la vida española, era imposible que pudiese durar. «Todo es un constante desvío en la incierta capa de la tierra», añadió Rosario.
Resultaba difícil asimilar que una mujer tan joven como entonces era ella pudiera acumular en su cerebro tal cantidad de soluciones profundas.
Algo había en aquella mente que no se correspondía con la educación ñoña y excesivamente idealista que había recibido de sus padres.
Cuando conocí a su marido Jaime se lo dije: «Tienes una mujer excepcional». «Estoy de acuerdo», contestó él. «La mente de Rosario es superior a su edad.»
Supe entonces que mi dama de honor favorita tenía veintiocho años. Por entonces yo iba a cumplir cuarenta y uno. Pero nuestra diferencia de edad no fue obstáculo para que entre nosotras surgiera una comunicación abierta, afable y profundamente amistosa.
El año en que su marido y ella entraron en mi vida fue rico en acontecimientos novedosos. Brillaba estrepitosamente la negra claridad de Joséphine Baker y la cantante española Raquel Meller enamoraba a medio mundo con su voz de niña pequeña. El cine mudo abrió las puertas a las «películas parlantes»: así las llamaban entonces. Maurice Chevalier dejó de ser un cantante francés para convertirse en un actor internacional arropado por Hollywood. La intérprete Lillian Gish arrasaba, y las tiendas se llenaron de cartones coloreados con las efigies de los actores y actrices más sobresalientes de aquellos momentos.
Recuerdo que mis hijos mayores coleccionaban aquellos rostros con la misma fruición que, en mi adolescencia, se coleccionaban postales.
Era un ritornelo que me obligaba a meditar: en cierto modo aquella afición removía mis entrañas. También yo coleccionaba postales. ¿Para qué? En el fondo aquella moda fue un pretexto del destino para convertirme en una reina desposeída del único reinado que precisaba: saberme querida por el hombre que elegí como marido.
En ocasiones aquellas películas sin subtítulos causaban comentarios poco favorables: «Los sonidos van a estropear la magia del cine», decían algunos aficionados. Para ellos no era previsible que la industria cinematográfica pudiese avanzar más allá del silencio, sólo interrumpido por el sonido de un piano que el pianista tecleaba según las exigencias del guión.
Jaime no opinaba así. Jaime no poseía una mente estancada. Desde que comencé a tratarlo, comprendí que aquel hombre alto, de mirada clara, cuya frente parecía copiada de una estatua romana, con un rictus propio de los seres pacíficos que no vacilan en reírse de sí mismos cuando se equivocan, era la antítesis de Alfonso. Él jamás se hubiera enamorado de una mujer por intercambiar postales con ella.
Nunca he olvidado su voz. Ni su forma de hablar pausada y de tonos bajos. Tampoco he olvidado su sonrisa como extraída de un proyecto de serenidades y comprensiones. Me resulta difícil recobrar ahora todo lo que aquel hombre acumulaba en su modo de ser. Únicamente puedo asegurar que en él coincidían todas las armonías de las inteligencias que yo siempre había considerado necesarias para completar un modo de ser atractivo.
En cierta ocasión se lo dije: «Tú agrupas todo lo que se precisa para que tus inteligencias armonicen».
No entendió lo que pretendía explicarle.
Procuré ser concisa. Le expuse que a mi entender el ser humano no poseía una sola inteligencia. «Se puede ser muy inteligente en lo meramente intelectual y muy torpe en las cosas esenciales de la vida», le dije. «A mi modo de ver, existe la inteligencia del estudioso, pero si lo que aprende no se nivela con lo que la vida enseña su inteligencia no sirve para armonizar otras inteligencias propias.»
A continuación le añadí un sinfín de factores inteligentes que la gente no solía detectar. Por ejemplo: el trato con los demás, la serenidad, el modo de exponer los puntos de vista, la forma de soportar lo que nos desagrada, el rechazo de mostrarnos prepotentes, memorizar lo que molesta para no esgrimirlo, callar cuando el hecho de hablar puede ser impertinente, moverse sin utilizar ademanes torpes, evitar los tics, reír sin estridencias, toser con recato, estornudar silenciosamente y muchos factores más que si se armonizan entre sí podían convertirse en un auténtico elemento de seducción.
A medida que yo hablaba, Jaime me miraba con cierto aire de guasa. Pero su cabeza asentía; me daba la razón. En los siete años que tuvimos ocasión de tratarnos, ni un solo instante detecté en él un ligero fallo que fomentara en mí la terrible amenaza que caracteriza los desencantos. Durante dos años antes de que se proclamara la república, él y Rosario fueron mis verdaderos apoyos en los trances graves que no sólo amenazaban mi vida, sino también la estabilidad del país.
Las crispaciones eran constantes; se desbordaban en las universidades, en las reuniones callejeras, en las noticias de los periódicos.
Más tarde, cuando fue preciso desvirtuar trazados intocables para estabilizar el desequilibrio de España, incluso la nobleza parecía dividirse: estaban los que alababan a Primo de Rivera por haber decretado como un mal menor la dictadura y, por el contrario, estaban los que acumulaban enojos causados en gran medida por la indudable falta de libertad que aquella dictadura causaba a los ultraliberales.
Las dudas de Alfonso eran grandes. No obstante, Primo de Rivera acabó convenciéndolo: «Si Vuestra Majestad viera que un hijo suyo iba a precipitarse al vacío, ¿no lo salva ría aunque tuviera que agarrarlo por los pelos o por un miembro cualquiera, presto a ser quebrado? ¿Qué es mejor, dejar que España se desangre lentamente por manejos anarquistas o imponer ciertas rigideces a costa de evitar constantes desafueros?».
Fue más o menos en aquella época cuando, al margen de las preocupaciones que se amontonaban en la vida política de mi marido, una nueva caída en picado vino a confirmarme que Alfonso se hallaba preso en una trampa que llevaba años atenazándolo. No era un capricho aislado, se trataba de un amor imposible pero verdadero. Era una mujer que, por la edad, podía ser su hija.
Aquella nueva infidelidad de Alfonso no era como las otras. La elegida triunfaba en el teatro y toda España la admiraba por su belleza y su talento.
Antes de la dictadura, España fue asimilando poco a poco aquel nuevo comportamiento del rey. Pero los celos de las damas desairadas no cayeron en saco roto. Se acabaron los pequeños coqueteos con la nobleza femenina y por ende monárquicos. Hubo algún enfado, muchas críticas y grandes rencores que agravaban día a día la inestabilidad de la corona.
En medio de aquel enorme desaguisado, el presidente de Ministros, Eduardo Dato, cayó asesinado por tres anarquistas.
Lo que al principio fue sólo un suceso doloroso pero no excesivamente preocupante se convirtió enseguida en un reguero de críticas malintencionadas. Se multiplicaron los conflictos hasta convertirse en verdaderas guerras internas causantes de suspicacias y comentarios destructivos. Aumentaron los crímenes, los atentados, los desacatos y las amenazas. Era imposible frenar tantos desafueros sin utilizar mano dura.
Entonces yo todavía navegaba por las aguas turbias de la soledad que se estrellaban contra muros precarios y poco amistosos. Los Lécera no entraron en mi vida hasta el año 1929.
Las noticias que me llegaban eran todo menos alentadoras. La vida española se bamboleaba. Perdía su derecho a la estabilidad. Alfonso ya no era sólo un hombre vencido por los acontecimientos políticos. También un impacto de intensa catadura moral y sentimental lo estaba derrotando día tras día.
Carmen Ruiz Moragas era ya su principal obsesión. Todo giraba en torno a ella, especialmente apoyado por Pepe Viana. Tras una época de tanteos aparentemente inofensivos, Alfonso se destapó abiertamente instalándola en una vivienda de cierto lujo, con un jardín donde más tarde sus dos hijos (María Teresa y Leandro) eran observados a distancia desde un misterioso carruaje por su abuela la reina María Cristina, acaso para convencerse de que aquellos nietos, pese a tener sangre real, eran totalmente sanos.
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