Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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A su modo y con una apariencia bastante más atractiva de la que poseía la siempre ignorada doña Sol de Santoña, hermana del duque de Alba, trataba de granjearse la intimidad de Alfonso intrigando a su favor y proporcionándole todo lo que podía satisfacerlo.
Fue una época de aguante que algunos debieron de imaginar ceguera por mi parte. Pero no tardé mucho en encajar cada una de las hipocresías que iban surgiendo a modo de halagos, incluso recubiertas de atenciones hacia mí, por supuesto disfrazadas de requerimientos que, aunque parecían verídicos y reales, no lo eran.
No. Jamás me inmuté por aquellas insidias que pretendían desacreditarme ante mi marido y en cierto modo justificar sus frecuentes depresiones que seguramente crecían no sólo porque su conducta era cada vez más lamentable, y él se debía de notar avergonzado de sí mismo, sino porque el país iba desangrándose más allá de una apariencia que parecía próspera pero que en las retaguardias de la verdad exhalaba cierto aire pestilente propicio a empapar la sequedad de la tierra española con chorros de lágrimas.
Lo esencial entonces era taponar agujeros que de pronto se abrían a modo de avisos. Luego estaba la necesidad de olvidarlos, de imaginar que sólo eran ráfagas sin importancia, las cuales Alfonso pretendía minimizar con sus desfogues clandestinos, dejándose arrastrar por adulterios esporádicos que nunca alcanzaban suficiente solidez y permanencia para que yo llegase a alarmarme.
Aunque las noticias que me alcanzaban se acoplaban perfectamente con la conducta de mi marido, todavía me resistía a creer que Bee, mi querida y sólida amiga de la infancia, podía llegar a convertir en basura todos los recuerdos más sobresalientes de nuestra bella historia en común.
De pronto lo dudoso e incierto tuvo su estallido particular cuando mi suegra, inmersa siempre en sombras y cerrada a cualquier intromisión, tuvo la valentía de encararse con su hijo y le forzó tajantemente a que firmase un decreto de expulsión de España para los infantes Orleáns.
A fin de evitar escándalos que hubieran podido afectar gravemente al país y las buenas relaciones políticas con Inglaterra, se encubrió la expulsión con una cobertura oficial: se nombró al infante (ya capitán) agregado a la Embajada española en Berna. Y desde entonces nuestros queridos primos Orleáns Sajonia-Coburgo organizaron su vida entre Suiza y Gran Bretaña.
Mucho tardaron los infantes en regresar a España y, por supuesto, lejos de instalarse en Madrid fijaron su residencia en Sanlúcar de Barrameda.
Desde entonces nuestros encuentros fueron siempre breves y escasos. Tanto Bee como su marido se mostraron conmigo como si entre nosotros no hubiera existido un sonoro y definitivo punto y aparte.
Me pregunto ahora si aquella actitud tuvo algo que ver con la decisión de Bee de cambiar su religión por la fe católica.
Lo ignoro.
De vez en cuando nos escribíamos. Y en nuestras cartas continuaba el trato iniciado cuando entre ella y yo prevalecía un cariño especial que jamás pudimos suponer que acabaría convertido en algo muy parecido al odio.
Pepita Rich me advierte de que nuestro recorrido por la ciudad debería abreviarse:
– Recuerde Vuestra Majestad que a las doce está prevista su visita a la Cruz Roja.
Mi escapada hacia el pasado debe acabarse. En cierto modo no me noto excesivamente defraudada. El Madrid que abandoné hace treinta y siete años nada tiene que ver con la ciudad que acabo de recorrer.
La muerte de casi todo ha engendrado una vida que, aunque encorsetada por un dictador, está condenando al olvido pedazos de historia que sólo yo puedo evocar. Ni siquiera quedan trazos de aquella Guerra Civil que Alfonso quiso evitar cuando renunció al trono. Madrid es ahora una metrópoli que, pese al aislamiento de una Europa que prácticamente la ignora, juega a ser una capital fortalecida y civilizada. Las casas han borrado los rastros de aquellos tres años de luchas que tanto dañaron la incipiente majestuosidad madrileña que ya empezaba a brotar cuando comenzó nuestro exilio.
Los árboles, aunque despojados de brotes por un febrero frío, se mantienen erguidos y vitales. En ocasiones el tiempo se alía en destruir lo destruido con la generosidad que el pasado exige. Nada importa que lo que se perdió nunca regrese. Lo que verdaderamente cuenta es el futuro. Es precisamente ese futuro lo que promueve en estos momentos un presente inesperado.
La señora Rich me señala esos ríos de gentes que se aproximan al palacio de Liria para ver cómo su anciana reina va a trasladarse al lugar donde se alza la Cruz Roja. Nadie de los que nos rodean sabe que yo, de incógnito, los estoy observando.
Para evitar barullos y desconciertos, le pido al conductor del automóvil que se detenga en la puerta trasera del palacio de los Alba.
También ayer, cuando me dirigía a Zarzuela para amadrinar junto con mi hijo Juan a mi bisnieto Felipe, las vías urbanas por donde mi coche debía pasar se hallaban atestadas de multitudes que se hartaban de aplaudir y lanzar vítores entusiastas a una mujer que durante veinticinco años fue considerada su reina.
Especialmente en la Castellana, las multitudes se apiñaban desde hacía varias horas a fin de poder echar sobre aquellos temores de olvido (que al salir de Montecarlo tanto me inquietaban) pruebas rotundas de que a veces el tiempo no sólo no destruye recuerdos, sino que los aviva.
Creo que nunca como entonces mi amor por España fue tan grande. Ya no se trataba de que los españoles fueran o dejaran de ser monárquicos. Lo esencial en aquellos momentos era que los españoles, pese a todas las insidias y equívocos que se habían gestado en torno a mi persona, continuaban queriéndome como yo siempre los quise a ellos.
No sabría explicar cuál era la auténtica razón de nuestros sentimientos compartidos. Lo importante era que los hechos estaban poniendo de manifiesto nuestras mutuas compenetraciones.
En los principios, el amor por mi futura patria tal vez se debiera al amor que yo experimentaba por Alfonso. No obstante, los sentimientos no suelen ser estáticos. Evolucionan. Adquieren matices distintos.
Matices que también las reinas pueden experimentar. Y poco a poco fui amando a España por mil causas diversas que se fueron metiendo alma adentro, sin darme cuenta de que me estaban atrapando para siempre.
En cierta ocasión Grace me dijo que, si no tuviese que vivir en Montecarlo, viviría en España. No le pregunté por qué. No precisaba respuesta. Si para Grace España era un país que se ajustaba a sus conveniencias sensitivas, para mí era un amor. Un simple amor sobrecargado de cualidades y defectos, aciertos y desaciertos, verdades y mentiras, y muchas cosas más que se contradecían y hasta se asediaban. Pero que también se adentraban en lo más profundo de la vida y allí se quedaban sin que las heridas que podían causar dañaran de muerte al sentimiento. Fue más tarde cuando supe que Grace y Rainiero habían pasado su luna de miel en España.
El conductor trata de sortear inteligentemente los muros humanos que acorralan la verja principal del jardín del palacio, y a pocos metros de la puerta trasera se detiene para que la señora Rich y yo podamos entrar a escondidas en el edificio.
Instalada en mis aposentos, trato de arreglarme. Petra y Pilar me ayudan a vestirme.
Sentada ante el tocador, contemplo a una mujer de cabello blanco que, aunque algo fatigada y todavía emocionada, procura borrar aquellos ligeros brillos que ciertos lagrimeos disimulados han dejado en sus mejillas.
Elijo un vestido negro y un sombrero del mismo color. Luego difumino la austera oscuridad de mi aspecto con tres ristras de perlas gruesas, para sujetar de algún modo la piel un tanto desvencijada de mi cuello.
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