Mercedes Salisachs - Goodbye, España
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En Marruecos el problema que parecía amortiguado se agravaba. Las bajas eran espectaculares, y Solidaridad Obrera decidió actuar por sorpresa e imponer un paro de veinticuatro horas que motivó la angustiosa y lamentable Semana Trágica.
De nuevo Bee. La estoy viendo ahora empeñada en casarse con el primo de Alfonso, pero sin cambiar su religión. En vano intentaba yo convencerla de que los componentes de la realeza española no podían contraer matrimonio sin el visto bueno de las Cortes. Pero Bee se negaba a ser católica.
Alegaba que muchos nobles practicaban la religión papal para demostrar que eran adictos a la monarquía. Pero no porque la monarquía se apoyara en la religión para ser venerada por ellos. «En suma, en España ser católico es ser elegante: una cuestión de prestigio», decía.
Algo de razón tenía. En aquella época «ser católico» era «tener buen gusto», aunque sus formas de vida distaran mucho de ajustarse a la realidad de la religión que tradicionalmente adoptaban.
Por ejemplo, ir a misa los domingos o fiestas de guardar era una obligación. Nunca pensaban que aquella obligación impuesta por la Iglesia era, ante todo, un acto de reciprocidad amorosa, una reproducción fidedigna de la mayor demostración de amor que Dios ofreció a los humanos antes de morir. En suma, una devoción. La devoción más importante que Jesucristo proporcionó a los hombres.
«En ella el Señor repite lo que instituyó en la última cena de su vida, antes de la resurrección», solía yo explicarle.
Pero Bee no comprendía lo que le decía. Lo comprendió muchos años después cuando la incertidumbre de sus turbiedades sentimentales y egoístas se disiparon y ella, ya convencida, abrazó la fe que años atrás había rechazado.
Aquel verano, mi suegra los había invitado a veranear con todos nosotros en el palacio de Miramar para que pudieran conocerse mejor antes de contraer matrimonio.
Todo parecía normal y sin problemas. No obstante, Maura, que entonces era presidente de los ministros, le advirtió al rey que no podía autorizar aquella boda sin la aprobación del Gobierno, tal como constaba en la Constitución del año 1876.
Bee, como siempre, no aceptó negativas. Una vez más su criterio debía prevalecer por encima de cualquier circunstancia adversa y contraria a sus propias pautas.
Viajó a Coburgo (Alemania) y allí aguardó pacientemente a que la formación militar de Ali terminara.
Enamorado y obsesionado por unirse a mi prima antes de incorporarse al ejército español que operaba en Marruecos, Ali fue al encuentro de su novia. Sin anunciar la boda, sin autorización de su primo Alfonso y saltándose toda clase de protocolos, se casaron en Coburgo obviando el escándalo que aquel matrimonio pudo causar en España.
Nuestro estupor fue grande cuando al día siguiente de la boda Alfonso recibió un telegrama que decía textualmente: «Tengo el enorme placer de comunicarte que Bee y yo nos hemos casado civilmente y católicamente. El martes saldré para París. Espero que me permitas servir a la patria y al rey en campaña».
Tras el consabido disgusto, Alfonso decidió privar al recién casado de todos sus títulos y honores. Y para evitar equívocos, comunicó su decisión a toda la familia real.
En el comunicado se constataba que, habiendo Alfonso de Orleáns contraído matrimonio sin su consentimiento, lo exoneraba de la dignidad de infante de España y de todos los honores y prerrogativas anejos a ella.
Asimismo, mandó a su primo recién casado una carta en la que ponía de relieve la gravedad de lo que había hecho y los despojos que debía asumir tras su desobediencia y falta de disciplina: «Al tomar tu determinación sabías muy bien las obligaciones que resultan quebrantadas dentro de mi familia y del ejército. Siendo ellas ineludibles, acabo de firmar duelo revocatorio de dignidades y honores, causándome pena proporcionada al gusto con que fueron otorgadas en su día. También has hecho imposible tu incorporación a las fuerzas que operan en África».
Imagino hasta qué punto el anuncio de aquellos despojos debieron de afectar a Bee.
También yo en aquellos momentos me sentí afectada. Tras el nacimiento de mi primer hijo Alfonso, tan dañado por aquella horrible enfermedad que nadie conocía, mi fortaleza psíquica había dado un vuelco. Bee, para mí, continuaba siendo la amiga más querida de la infancia. Y saberla tan hundida en desprecios y castigos infligidos por mi propio marido era un motivo más para sentirme como atada a una columna que, aunque aparentemente segura y firme, amenazaba con desmoronarse.
Todavía arropada por el aparente amor de mi marido, intenté abogar por aquel matrimonio tan castigado por él: «Tú le dijiste a Ali que no ibas a prohibir su boda. Sin duda él actuó confiando en tu apoyo».
Pero Alfonso no daba su brazo a torcer: «Mi apoyo siempre lo tuvo, pero también le advertí que, por encima de mi permiso, debía acatar la decisión de las Cortes».
Alfonso tenía razón. Faltaba un requisito esencial. Un requisito que exigía aceptar una tregua. Pero Bee no era mujer de treguas ni de sumisiones reales, ni aceptaba que la endeblez de unos trámites fuera capaz de vencer su fortaleza impositiva.
En Bee «esperar», «someterse» o «admitir» que otros decidieran por ella eran circunstancias impensables.
Ni por un momento debió de afectarle el descalabro que hubiera supuesto para la institución monárquica que el rey hubiera cerrado los ojos y pasado por alto los irrevocables mandatos de la Constitución. La cuestión era lograr lo que en cierto modo podía nivelar el derrumbamiento moral que para ella supuso verse rechazada por el monarca al elegirme a mí como futura reina. Su boda con un infante debía realizarse a costa de lo que fuera y además sin perder el tiempo.
Asimismo el rey, ante los problemas que aquel matrimonio clandestino podían suponer respecto a la rígida Constitución española, decidió prohibir a Bee y a su marido que regresaran a España.
Creo que fue entonces cuando comenzó el desajuste que, poco a poco, fue agrandando el inmenso vacío que se produjo entre Alfonso y yo.
En aquella época fue mi cuñada María Teresa mi mejor amiga. No obstante, aquella amistad duró únicamente seis años. María Teresa murió cuando yo más la necesitaba. Otra vez los huecos que habían fomentado tantas sensaciones de soledad volvieron a surgir tras aquella muerte. Anteriormente, al cumplirse un año tras nuestro matrimonio, yo le había pedido a Alfonso que me presentara a los principales representantes políticos. No lo hice para destacarme y ser coprotagonista con él; no obstante, aquellos contactos me permitieron navegar sobre las aguas políticas y ayudarle, bajo mano, a encontrar orientaciones ventajosas para el país. Cánovas fue mi gran aliado. Desde la sombra, trabajó intensamente para que la corona de España fuera similar a la de Inglaterra.
Pero aunque mis pequeñas colaboraciones no fueron desaprobadas ni despreciadas por mi marido, nuestras formas de vida iban distanciándose cada vez más.
Se acabaron nuestros encuentros a solas a la hora de tomar el té. Se acabaron aquellas pequeñas confidencias todavía impregnadas de los ardores primeros. Se acabaron los rostros sonrientes y las miradas encandiladas.
Nuestro primogénito, el deseado Príncipe de Asturias, iba siendo para nuestra intimidad un dolor constante que de un modo solapado iba ya iniciando el camino hacia nuestra marcha atrás.
Tardamos cuatro años en conocer la realidad de aquella enfermedad que no sólo destruía fuerzas corporales, sino que también debilitaba parcelas importantes de lo que llamamos ilusiones. De improviso todo se volvió prosaico, duro, inquietante.
Desde su nacimiento ya nunca pude dormir sin sentirme amenazada por terribles imprevistos, miedos inesperados y realidades cada vez más despiadadas.
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