– Yo he elegido tu partido, Blanca. Blanca Bassegoda rió.
– La derecha ha imaginado el BMW 528 1-dijo-. La izquierda no lo hubiese imaginado nunca. Si no existiera una clase cultivada y con el suficiente pedigrí, el 528 1 no existiría.
– Cierto -reconoció él.
– La derecha ha inventado la alta costura, cuya primera degradación histórica es el prét-á-porter de estilo.
– Claro que sí.
– Ha inventado los perfumes de Dior.
– Bueno… Lo supongo.
– Y el arte, que es la espuma maravillosa de lo superfluo. Hasta el soviético museo de L´Ermitage lo creó la derecha. Y los palacios de Moscú y de Leningrado. Bienaventurados los que aún creen en ellos.
– Pero es que yo no creo en el BMW, ni en la alta costura, ni en Dior, ni en el museo ese como se llame -dijo Richard con voz insegura-. Yo no he tomado partido para nada de eso. Lo mío es mucho más sencillo: yo he tomado partido por ti.
– No es tan elemental -susurró Blanca Bassegoda-. Tú no lo has comprendido aún, pero yo soy un milagro que tardó generaciones en crearse: yo soy una mezcla de todas esas cosas.
EN PRINCIPIO, el hombre que tiene todos los números de la rifa para que le maten es el hombre de costumbres fijas. Los expertos en protección sienten una inevitable piedad anticipada por los que usan siempre el mismo coche, pasan siempre por la misma calle y duermen siempre con la misma mujer. Especialmente este último detalle -dicen los entendidos- suele tener efectos letales incluso a medio plazo.
Daniel Ponce había pensado que, a sensu contrario, un hombre que dispone de un coche deportivo rojo no necesita trabajar y por tanto puede llevar una vida irregular y caprichosa, resultaría casi inatacable a menos que se aprovechara una ocasión instantánea. Todo plan maquinado con más de media hora de anticipación resultaría inútil. Pero se llevó una sorpresa.
Hasta aquel momento, Eduardo Contreras no le había interesado en absoluto como ser humano. Sabía que era el marido legal de Blanca, que no daba apenas golpe, que vivía de unas pocas representaciones, pero sobre todo de lo que llegó a mangarle a Oscar Bassegoda, y que se paseaba con un coche de esos que despiertan grandes sentimientos colectivos de solidaridad. Todo lo demás eran suposiciones: que llevaba una vida desordenada, que dormía en meublés de buena calificación municipal, que frecuentaba puticlubs, que se la hacía tocar por un ex seminarista. Todo era posible.
Pero la realidad se le mostró de otra forma. Eduardo Contreras tomaba siempre el desayuno en el mismo bar (el Velódromo, en la calle de Muntaner, viejo lugar de almejas en sazón, de cuchicheos mercantiles y de disquisiciones culturales sobre Kubala), iba siempre a la misma hora al apartamento donde vivía, una especie de habitación con cocina en la calle del Rosellón, estacionaba el Porsche en el mismo sitio del mismo garaje, efectuaba unas gestiones bastante puntuales y utilizaba siempre los mismos caminos. Por las mañanas se le podía encontrar en el Club de Natación Barcelona, adonde había llegado bajando por la Vía Layetana; sus comidas se repartían entre el restaurante del propio club, el Carballeira, un rapidillo llamado Zas y el reposado O Nabo de Lugo. No frecuentaba cafés, iba al cine dos veces por semana, eligiendo casi siempre los de la Rambla de Cataluña o Paseo de Gracia, y además daba antes de acostarse un paseo por la Diagonal, casi contando los pasos. Desde la calle de Muntaner iba a la Plaza de Francesc Maciá, la Calvo Sotelo de los nostálgicos, y a continuación regresaba, aunque por la otra acera. Era tan metódico como un contable viudo, como un funcionario del censo o como un ministro, es decir personas de más bien escasísima imaginación.
Con gran perplejidad por su parte, Daniel Ponce descubrió que aquel hombre dificilísimo de matar era en realidad facilísimo de matar. Un hombre que quisiera suicidarse no hubiera puesto las cosas tan fáciles, aunque la explicación de todo eso estaba muy clara: Eduardo Contreras era lo bastante joven, lo bastante engreído y lo bastante estúpido para no imaginar siquiera que alguien pudiese pensar en matarle.
El caso era que le daba un amplio abanico de posibilidades donde elegir, aunque Dani, una vez examinadas todas con rigor profesional, reconoció que ninguna era tan fácil. No se puede acabar con un hombre en un club de natación, donde los socios desnudos se vigilan los ombligos mutuamente; tampoco se le puede dar por escabechado en un bar lleno de oficinistas que se sacrifican por el país, y mucho menos en un restaurante gallego, lo que además sería de un imperdonable mal gusto. Dos únicas posibilidades claras se abrían para Ponce, una bastante más clara que la otra, y ambas estaban relacionadas con un coche. Podía matarle mientras paseaba por la Diagonal después de cenar, o podía matarle en su parking. En cualquier caso Ponce necesitaba un arma clandestina, desde luego, pero también un cuatro ruedas que no fuera suyo.
La posibilidad del parking fue la que le pareció más factible. El lugar donde Contreras estacionaba su Porsche estaba en el primer sótano, y además siempre era el mismo. Lo debía de tener reservado. Las plazas colindantes, en cambio, eran libres, según había descubierto Dani tras estacionarse brevemente en ellas más de una vez, y siempre a distintas horas, para que no le viese con demasiada frecuencia el mismo empleado del parking. El de día le había visto un par de ocasiones, y el de la noche otras tantas. No era fácil que le recordasen, dada la cantidad de caras que llegaban a ver.
El «plan parking», como le llamó Ponce (y que tenía además la ventaja de no precisar arma de fuego), era el siguiente: él robaba un coche barato y poco llamativo, pero grande -tarea bastante elemental para un hombre de su preparación-, lo conducía con guantes y lo metía en el parking por la noche, cuando hubiese poco movimiento y pudiera estar razonablemente seguro de que la plaza situada a la izquierda del Porsche se encontraría vacía. Dani estacionaría allí su vehículo robado, pero no saldría del interior del mismo, sino que se quedaría tendido en los asientos delanteros y con la puerta derecha sólo entornada, de modo que pudiese abrirla fácilmente y sin ruido. Además, el cristal de la ventanilla de aquel lado estaría sin subir.
Por supuesto que la puerta derecha de su vehículo daría así a la parte izquierda, o del conductor, del Porsche rojo, que en aquel momento, y según los cálculos de Dani, se encontraría ausente. Y sin que ningún otro automóvil ocupara su puesto, pues podía apostarse a que en el suelo de la plaza estaba escrita la palabra «Reservado». Hasta entonces Ponce no la había visto porque en todas las ocasiones en que entró el bólido rojo estaba allí, tapándola, pero daba como segura la existencia de ese aviso. De otro modo no se explicaría que el Porsche estuviera siempre en el mismo sitio.
Por supuesto también que Dani debía realizar esta operación una de las noches en que Contreras iba en automóvil al cine, lo cual le permitiría de paso calcular con mucha exactitud la hora de su retorno.
O sea que la primera operación -muy sencilla- consistía en estacionar el coche robado a la izquierda del lugar vacío que luego ocuparía el Porsche. ¿Por qué podía suponer que estaría libre esa plaza a la izquierda? Pues por la sencilla razón de que a esa hora de la noche siempre había huecos en la primera planta, lo cual hacia muy improbable que alguien se entretuviera en bajar al sótano. Lo demás era también relativamente sencillo, dentro de la complicación que un crimen siempre comporta.
Contreras llegaría más o menos a la una de la madrugada, o sea a la hora en que el primer sótano tenía que estar desierto.
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