– ¿Es suyo el coche? Dani tragó saliva, aunque procuró desesperadamente que la sonrisa siguiera flotando en sus labios.
– Sí, claro que sí -contestó con aplomo-. ¿Quiere ver la documentación?
– No, no hace falta. Encienda las luces y procure estar más atento a la conducción. Vamos, siga.
– Gracias, agente. Dani siguió, pero no demasiado aprisa. Tenía interés en que el motorista pasara delante para que no se fijara en la matrícula. Se secó con dos dedos las gotitas de sudor que había en su frente y reemprendió el camino extremando las precauciones. Cuando enfiló la entrada del parking tuvo la sensación de que ya había pasado un siglo. Le estremeció la idea de que el Porche rojo ya estuviera allí. ¿Qué diablos le iba a decir a Eduardo Contreras si ambos llegaban a verse?
Pero no. Por si no lo hubiera comprobado en otras ocasiones, Dani constató una vez más que el tiempo es la cosa más relativa que existe. Todo estaba en orden. Una ojeada a su reloj le bastó para darse cuenta de que no se había apartado prácticamente nada del horario previsto. Suspiró hondamente, puso primera, pasó ante la máquina, retiró su ticket y entró. Ni él distinguió al único empleado, que dormitaba en la taquilla, ni el empleado pudo distinguirle a él.
Guardó el ticket en el bolsillo superior de su americana. Desde luego, era la primera cosa de la que tenía que deshacerse cuando saliera de allí, porque el ticket le ligaba a una hora determinada y a un parking concreto. «La primera boca de alcantarilla», pensó mientras descendía al sótano. «Una bolita de papel que nadie encontrará jamás.»
Volvió a suspirar al darse cuenta de que todo estaba saliendo según lo previsto. En el lugar vacío del Porsche estaba escrita efectivamente la palabra «Reservado». Y las dos plazas laterales se encontraban vacías también. Apagó el cigarrillo y lo depositó asimismo en el bolsillo superior de la americana, junto al ticket, porque no quería dejar en el Seat ni una colilla suya. Luego aparcó correctamente, cerró el contacto, bajó la ventanilla derecha, dejó la puerta sólo entornada, comprobó un par de veces que se abría sin ruido, escondió el cuchillo en la manga y se tumbó en los asientos delanteros, poniendo primera para que no le molestase tanto el cambio de marchas.
Ahora, por el contrario, el tiempo pareció detenerse. Ahora no corría, ahora era como un poco de agua olvidada en el fondo de una botella sucia. Daniel Ponce sintió que le dolía la espalda, que se le dormían las piernas, que se le secaba la boca. Cuando oyó el ruido de un coche que bajaba al primer sótano, estuvo a punto de pegar un brinco.
Pero no, no se trataba del bólido de Eduardo. El que se movía con escasa pericia por aquel mundo desierto de la noche producía el típico ruido de un motor diesel. Y el conductor debía de andar algo nervioso, porque pegó tal trompazo a la pared con el spoiler trasero que por poco no se mueve todo el garaje. Dani se acordó de todos sus muertos mientras pensaba en la posibilidad de que el empleado de arriba lo hubiese oído y bajase. O que mientras aquel cabrón estaba perdiendo el tiempo allí llegase Eduardo, aparcara el Porsche, cerrara y se fuese. Mierdas, que sois unos mierdas, que lo único que habéis aprendido en la escuela de conducir es a meneárosla en primera, segunda, tercera y cuarta.
Por fin oyó el chasquido de las puertas, una risita de mujer, un gruñido de hombre, un muy femenino «Espera, coño» y un muy académico: «Amo al apatamento, que te voy a follá bien follá.»
No cabía duda. La ciudad progresaba. Y luego otra vez el silencio. El tiempo que no corre. El fondo de agua en la botella sucia. Por fin todos los sentidos de Daniel Ponce se pusieron en tensión. Por fin el rugido poderoso e inconfundible del motor, de sus miríadas de cilindros en línea, en «uve», en cascada, en cruzado mágico. Por fin el suave chirrido de los neumáticos ancho especial, bandas de seguridad, dibujos con profundidades de vagina y con suavidades de piel de niña. «Demonios -piensa Ponce-, yo nunca me he reído de los que se empinan viendo un coche, yo ya no me río de nada, porque antes había sólo dos sexos, luego llegó el tercero, el de los travestís, y ahora los jóvenes están empezando a sentir el cuarto, el de los inyectores electrónicos que te soplan aires de virtud en el esfínter.» Ponce tensa los músculos, se prepara, oye el rugido del motor prácticamente encima.
Y luego ya nada. Sólo el ruido de la llave al cerrar, pero no al lado mismo, como era lógico, sino al otro costado del Porsche. Dani alzó la cabeza con precaución, mientras sacaba el cuchillo, dispuesto de todos modos a saltar como fuese y a no perder aquella oportunidad. Pero vio la elegancia de Eduardo, que se alejaba sin prisas hacia el fondo del parking. Era increíble. O era normal. Los actos más habituales de los hombres se pierden en el vacío de la rutina, y la rutina no tiene símbolos, no tiene magnitudes. Contreras había aparcado esta vez su bólido de cara, sin hacer maniobra para entrar de espaldas, con lo cual la puerta izquierda quedaba justo al otro lado de donde estaba acechando Ponce. A éste no le quedaba ninguna oportunidad.
Lanzó una maldición en voz baja. La espalda de Contreras ya no era más que una débil mancha en la penumbra. Imposible correr tras él haciendo ruido, imposible atacarle en aquel espacio abierto y apto para todas las fintas y todos los socorro, ayúdenme del tío que piensa que aún es demasiado pronto para morir. Dani sabía que iba a tener que empezar de nuevo. Golpeó con rabia en los asientos y sin darse cuenta desgarró la cascada tapicería de uno de ellos con la punta del cuchillo.
No le supo mal. -A tomar pol saco -dijo. Al fin y al cabo no podía decirse que aquel coche le hubiera traído demasiada suerte. Por pura curiosidad abrió la guantera y miró la documentación. No estaba, pero sí el seguro. Iba a nombre de un tal Amores, periodista.
Dani Ponce no lo conocía. Pero le dedicó el recuerdo que media humanidad dedica a la otra media antes de las oraciones nocturnas:
– Cabrito.
20. EL HOMBRE DEL CAFÉ ZURICH
DOMINGO ALBERT puso en hora su reloj mientras miraba la noche a través de la ventana, aquella noche del callejón que a veces le daba una sensación confortable de madriguera conocida. El reloj era un viejo Universal heredado de su padre y ya se retrasaba como mínimo dos o tres minutos al día, pero Albert no hubiese podido prescindir de él. En su caja de oro, en su esfera pulida por las manos diarias encontraba el tacto de una época que había sido quizá no más feliz, pero sí más auténtica. Lo hizo oscilar al extremo de la cadena como un péndulo, lo sopesó en la derecha y lo acabó colgando de un pequeño clavo de la ventana, para que el primer sol de la mañana diera sobre él. Cada día, al abrir los ojos, le gustaba ver su brillo.
Oyó entonces el ruido de la verja que se abría, y alguien entró en el callejón. Siete pasos exactos desde aquella verja hasta la ventana de Marcos Gil, el profesor de música. Otros siete hasta la ventana de Domingo Albert, el médico sin fortuna. Luego, nada. Óscar, el único vecino con el que apenas hablaba, había vuelto de su último trabajo con la puntualidad de siempre. Se oyó el ruido de la puerta, el chasquido de la luz en la escalera, el crujido de los peldaños, el lento palpitar de la casa donde desde el principio de la eternidad han estado ocurriendo las mismas cosas.
Domingo Albert se abrochó el pijama, fue hasta el centro de la habitación en penumbra y desde el borde de la cama contempló en silencio la cara de la mujer que dormía parsimoniosamente y que era para él como una prolongación del mueble, como un relieve de la penumbra, como un latido más de la casa. No sabía bien si eso es amor cuando el amor se transforma en costumbre, en una simple posesión de unos recuerdos o en una cotidiana piedad. Pero lo que Domingo Albert sabía era que aquella mujer ya no significaba nada para él, que no era más que un episodio extinguido de su vida, aunque él se empeñara en darle nuevas formas y nuevos matices cuando la miraba a través del silencio de los días.
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