– Eres dura, Blanca, pero tienes ingenio. Tú has leído mucho más de lo que haya podido leer yo. Bueno, pero también está el caso de las chicas punk.
– Ésas son las que más aprecian las garantías de su clase. Son falsas y dispuestas a arrastrarse por el suelo, siempre que esté convenientemente tapizado de dinero. Y mientras dura el pelo teñido de color berenjena no creas que conocen a los hombres; llegan a conocer sólo el ritmo con que se mueven. En fin… -retiró su mano-, lo que quiero decirte es que para una chica rica de verdad, como yo (aunque mientras no se reparta la herencia voy más justa de lo que parece) no es fácil conocer realmente la Barcelona que está fuera de su área de combate.
– ¿Tú tienes área de combate, Blanca?
– Todo el mundo tiene un área de combate, más allá de la cual no puede retroceder. ¿Quieres que te lo diga de otra manera? ¿Quieres que te diga que a veces estoy contra las cuerdas? Mira, tú has venido conmigo en el 528, un coche nuevo que vale una millonada, y esa millonada yo no la tengo. Sí, sí… No me mires de esa manera. Puede parecerte mentira, pero no la tengo. Claro que podría haberme conformado con un 315, porque yo no sé si tú lo sabes, pero la BMW tiene una graduación un poco bizantina, como las clasificaciones bancarias. Y los entendidos saben que esas clasificaciones existen, y que además es lógico, y que la vida tiene que ser así. El 315 lo tienen incluso algunos oficinistas, gentes que han estado ahorrando centavo a centavo para el día del gran estallido final que justificará su vida, ya que en su vida no hay otra cosa. Pero el 320 ya es distinto. Y luego entras en las delicadezas del 323, que es como el informe bancario de «solvente hasta 5-10 millones», cima que no todo el mundo alcanza, pues se refiere a cinco o diez millones que puedes gastar sin que se note, y a la que, desde luego, los oficinistas del centavo ya no llegan. ¿Pero qué ha de hacer una Bassegoda? Cuando compra un coche (que necesariamente ha de ser un BMW, un Mercedes o un 600 usado, porque la verdadera riqueza también admite la extravagancia) una Bassegoda no puede quedarse en la serie 3, sino que ha de llegar a la serie 5, ya que la 6 o la 7, demasiado pomposas, serían una exageración a mi edad. La serie 5 ya empieza a ser un informe bancario de «solvente sin reservas», y yo he de mantenerme en ella por respeto al nombre de mi padre. Pero no es verdad, los bancos saben que no es verdad, aunque juegan a los sobreentendidos, que constituyen la razón de ser de las sociedades cultas. ¿Cómo le van a negar un crédito a una Bassegoda? Sin embargo ellos saben que no podré pagar mientras no reciba la herencia.
Hizo una pausa y miró a un nostálgico que lanzaba dardos sobre el blanco, un nostálgico de los aires limpios y los prados verdes, de los periodistas con barba rubia de directores que un sábado hablan reposadamente del lago Ness. Luego continuó:
– Por eso te digo que cada uno tiene su área de combate, sus doce cuerdas, y normalmente no sale de ellas. Las chicas de mi clase no conocen a los hombres de Pueblo Seco sencillamente porque no les interesan, porque no entran en su terreno de juego. ¡Si eso incluso pasa con otras clases sociales más abiertas! Por ejemplo tú, un hombre de Montjuic y de la calle Nueva, ¿cuántas veces has ido a la barriada de La Mina?
– Nunca -reconoció Richard.
– ¿Y a Nueve Barrios?
– Nunca.
– ¿Sabrías ir en coche?
– La verdad, supongo que no.
– ¿Conoces a alguien de allí?
– Cierta vez hablé con una comisión de padres de familia de La Mina. Gente fantástica, pero acorralada. Sales a la calle y, ¿zas!, tu hijo que te clava un estilete en un huevo. Hablé con ellos cinco minutos y nunca más he vuelto a tener contacto con aquella gente. Incluso en la cárcel, mis amigos y yo nos manteníamos apartados de los de La Mina.
– ¿Lo ves? Tú mismo has establecido tu ghetto en tu propia ciudad. Barcelona está llena de ghettos, y es natural, porque cada uno se construye el suyo, lo más alto posible, y procura que no le hagan salir de él. No conocemos más que nuestras calles y nuestra gente. No vamos más allá del punto a donde llega nuestro aliento. Por eso para mí, mujer de Pedralbes, de las escuelas de marketing altamente especializado y de cenas muy privadas en la Font del Lleó, es una novedad tu mundo. Yo creo en ese mundo tuyo, Richard. Y es auténtico. Y está lleno de seres que son verdad. Pero quiero que salgas de él.
Richard musitó:
– Mi papel no es ése.
– ¿Qué?
– Tú me contrataste sólo para que te defendiera.
– De acuerdo… Pensaba en eso cuando no te conocía.
– ¿Me conoces ahora, Blanca?
– Lo suficiente para saber que puedo confiar en ti. Y que mereces un mundo mejor.
Hizo una pausa y añadió:
– Lo curioso es que esta historia ya se ha repetido.
– ¿Cuándo?
– Hace años. Yo la conocí muy superficialmente. La tieta Nuria… Tiene gracia. Mujercita del Liceo, del ropero parroquial, de la Obra de la Santa Infancia. Mujercita no de Pedralbes, sino de la parte alta de la Vía Augusta, donde yo me crié. Volvió loco a un pintor de la Plaza Real, un hombre que se había criado entre fetideces. Me he preguntado a veces si Wenceslao Cortadas estaba realmente enamorado de la tieta Nuria.
O es que le maravillaba su mundo.
– Las dos cosas -dijo Richard.
– Es posible -continuó Blanca-. En todo caso no lo sé, solamente lo imagino. Pero es que el camino de la izquierda es un largo camino hacia la derecha. La izquierda quiere llegar a ser derecha y establecerse en ella. Salvo casos de hombres realmente ejemplares, ésa es su única aspiración. Lee la historia de los militantes de la FAI, ocupando pisos de la zona alta para instalarse en ellos con dos o tres sirvientas. Mira las democracias populares cargadas de nomenclaturas y de sólidos estratos burgueses, aunque al menos ésos tienen una razón de ser, porque fundan su ascenso en el trabajo. Mira a Felipe González con tres únicas aspiraciones en la vida: tener el mejor coche blindado, un palacio más protegido que el del rey, y la mujer más elegante de España. La izquierda no existe: es sólo una derecha que no ha llegado. Y no creas que eso lo haya leído yo; no soy tan intelectual ni creo que esté escrito así en ninguna parte. Sencillamente es algo que decía mi padre. Óscar Bassegoda, cuando se había cansado de sus dos mujeres una tras otra, se ponía a pensar y a veces era un sabio.
– O un cínico, Blanca.
– ¿Yo soy cínica?
– Sí.
– Bueno. La ciencia es cínica. La sabiduría es cínica. La verdad es cínica.
– ¿La política?…
– La política es cínica por definición. Lo que pasa es que es como el perfume de las mujeres. Ya sabemos que no olemos así. Pero deseamos creerlo.
– Cuando uno cree una cosa, logra que esa cosa sea verdad.
– Sí -reconoció Blanca Bassegoda-. Puesto que la gente cree en su perfume, los políticos se ven permanentemente obligados a oler bien. Ésta es su contribución a la ética.
Bebió un sorbo de su cerveza helada, cerveza imitación pub inglés, cerveza ilusión de viaje remoto, milagrosa cerveza San Miguel Fleet.
– ¿Y qué pasa cuando la izquierda llega a dominar a la derecha y pretende seguir siendo izquierda? -musitó Richard.
– Muy sencillo: que no queda nada. Eso también lo decía mi padre. Sólo queda la burocracia. La burocracia es la negación de todo, y además a partir de ella ya no se progresa, porque la burocracia es neutra. Sólo cree en sí misma.
– ¿Para progresar es necesario tomar partido?
– Pues claro que sí. Si ya no se tiene un ideal, ¿dónde está el camino? A eso se ha llegado en algunas civilizaciones demasiado maduras: como el camino no existe, dejamos que las computadoras lo marquen.
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