– Coño, yo diría que ya no te gusta esto.
– Es que ahora vengo poco por aquí, Méndez.
– Ya lo noto, ya… Este ha dejado de ser tu mundo. Y oye lo que te digo: si te metes en otros sitios vas a acabar perdiendo la salud. ¿Dónde vives ahora? ¿Te has trasladado a la calle de San Pablo, un poco más arriba? Lo digo porque en ese caso has hecho bien, porque allí hay unos cuantos hoteles de un plan tope príncipe de Gales, que al menos tienen dos estrellas. El España, donde iban los toreros de la buena época y pagaban repartiendo entradas a los chiqueros. O el Aragonés, donde una vez tuve que levantar un cadáver y me hice amigo de una mujer de la limpieza a la que sólo le gustaba darle al asunto estando de rodillas en el suelo, ya ves si llevaba en la sangre el espíritu del trabajo. O sea sitios de buen servicio, sitios donde la gente se desvive por ti. Puestos a buscar lujo asiático, hasta te puedes haber ido al hotel Gaudí, donde antes estaban las mujeres de Casa la Emilia. Pero peor para ti si no sabes elegir los sitios que valen la pena.
– Estoy en el hotel Avenida Palace. Méndez arrugó la nariz.
– ¿Dónde para eso? -preguntó.
– No me diga que no lo sabe, siendo uno de los mejores hoteles de la ciudad. Claro que lo sabe. Si hasta me jugaría las manos a que tiene usted la ficha de mi habitación.
– No, hijo -reconoció Méndez-, esa clase de hoteles no los hago yo. La ficha que dices me la sacó un amigo.
– Maldita sea, Méndez, si le conoceré yo.
– Es un sitio demasiado lujoso, Richard. Tocas un timbre, viene una camarera y te lava el pito. Nunca creí que el trabajo que te dio el abogado Llor te llevase tan lejos.
– Ni siquiera sé dónde me ha llevado. El hotel lo eligió Blanca Bassegoda.
– ¿Por qué tan arriba?
– En eso tiene razón. ¿Por qué tan arriba? Yo, al principio, me asusté, se lo confieso. Nunca, ni cuando me llevaron a París una vez, para un combate, había estado en un hotel así. Pero Blanca Bassegoda me dijo que necesitaba acostumbrarme a ese ambiente, que lo del hotel era un poco como ir a la escuela; iba allí a aprender. Me dijo que hay mucha gente que no sabe en la vida más que moverse por los hoteles, y que a esa gente le va bastante bien.
– Tu has conseguido aprender, Richard?
– No sé qué decirle… El lujo me molesta. Hemos quedado con Blanca en que dentro de poco cambiaré de lugar. Pero en cambio me maravilla ir con Blanca a las librerías, a las exposiciones, a los conciertos… No necesito ni hablar con la gente. Sólo oírla hablar a ella. No necesito comer en un buen restaurante, porque los buenos restaurantes me cohíben y me hacen sufrir. Vamos, que me quitan el apetito. Sobre todo cuando estamos con gente, ¿entiende? Lo que me gusta es estar con ella, leer los libros que ella me recomienda. Es como estar en otro mundo. No sé explicarlo, Méndez, diablos, no lo sé… No se trata de vivir bien, se trata de vivir de otra manera.
Méndez hizo un gesto de asentimiento. Y con sus delicados matices de hombre fino preguntó:
– Te la tiras?
– No. Nunca se me ha ocurrido. Además, el pacto no es ése.
– ¿La besas al menos?
– Sólo en público. Cuando estamos con gente, somos novios. Cuando estamos solos, somos amigos, y eso es lo auténticamente maravilloso. No aspiro a nada más.
– ¿Y si ahora eso se terminara, Richard?
– ¿Qué quiere decir?
– Bueno, pues eso. Se trata de un trabajo, ¿no? Pues que el trabajo se terminara, eso quiero decir. Que ella ya no te necesitase, por ejemplo. Ése sería un final lógico.
Ricardo Arce cerró un momento los ojos. No contestó. Méndez apartó el vaso que tenía delante, mientras susurraba:
– No quieres pensarlo, ¿verdad?
– No.
– Y el marido, ¿qué dice?
– No sé, yo no lo he visto aún.
– ¿Pero la amenaza?
– Sí, por teléfono.
– ¿Y tú qué haces?
– Yo he de hacer simplemente lo que ella me dice. De momento, callar.
– ¿El marido ha tratado alguna vez de ver a Blanca?
– Si la ha visto, yo no me he enterado. Pero estoy casi seguro de que no, de que no han vuelto a encontrarse. Ella va siempre a sitios donde sabe que no van a coincidir, y además usa la barrera de la gente. Quiero decir que siempre está acompañada, y en esas condiciones, aunque el pájaro quisiese armar un escándalo, no podría.
– Tu le gustas, Richard? Richard casi se sonrojó
– Bueno… ¡qué tontería! Blanca Bassegoda es una mujer que está por encima de esas cosas.
– ¿Por encima de que le guste un hombre?
– Por encima de que le guste un plebeyo.
– Corrige eso, Richard. El plebeyo era un personaje de las obras teatrales de principios de siglo, de cuando yo ya estaba a punto de jubilarme en la Brigada Criminal. Es un personaje que ya no existe en el teatro porque ha desaparecido de la vida real: ahora sólo existe el que tiene dinero y está en posición de dante y el que no lo tiene y está en posición de tomante. Pero sé muy bien lo que quieres decir. Y te contestaré que no deberías extrañarte tanto, porque los grandes hombres se distraen con las putas, mientras que las grandes mujeres se distraen con los plebeyos. El gran hombre y la gran zorra, extrañamente coinciden, suelen formar una combinación aburridísima en la cama. Para ser feliz en el matrimonio, hay que tener una razonable dosis de pequeñez.
– Nosotros no somos un matrimonio, Méndez. Ni ella tiene por qué haberse fijado en mí, ¿sabe? Solamente me ha contratado para un trabajo.
– Muy bien. Esa es la parte de ella. Pero hay otra: la tuya.
– ¿Qué trata de decir?
– ¿Tú la quieres? Ricardo Arce cerró los ojos otra vez. Más allá de los cristales de la puerta, más allá de la noche estaba la Rambla y estaba toda su vida anterior, pero su vida anterior ya no significaba nada. Ya no encontraba fuerza en ella. Volvió a abrir los ojos y de pronto le pareció que aquel mundo del Missouri, de las Ramblas bajas, de la acera con trotona en buen uso, del bar con hombre dormido y el árbol con pájaro muerto, aquel mundo que había sido tan suyo ya no le pertenecía. Necesitó apoyar las manos en la barra, con una brusca sensación de vacío y de vértigo, mientras musitaba:
– No tengo derecho a quererla.
– ¿Por qué?'¿Es que la autorización para eso te la ha de dar un juez?
– Usted no lo entiende, Méndez.
– Claro que lo entiendo, maldita sea. Y de la forma que te conozco, Richard, lo entiendo más aún, pero voy a decirte dos cosas: la primera, que tengas cuidado con el marido. Si es un vividor, no querrá dejar escapar tan fácilmente un mirlo blanco como esa chica. La segunda, que si te dedicas a una mujer no harás nada más en la vida. El hombre pequeño se refugia en la mujer porque no necesita llegar a otra cosa; el hombre que tiene las espaldas anchas y que puede soportar un poco del peso del mundo acaba dando de lado a la mujer. Y oye bien esto: las mujeres nunca lo perdonan. Se sienten frustradas. En el fondo de sus sentimientos saben que necesitan hombres pequeños pero que vivan para ellas. Y acaban buscándolos.
Richard musitó:
– Coño, qué forma de hablar. Ni que yo necesitara esos consejos por ser un gran hombre, Méndez.
Méndez no le miró siquiera mientras gruñía:
– He dicho. Y atisbó a la Susan, que se acercaba sinuosamente por la barra. Lo primero que hizo Méndez fue beberse con toda urgencia su gin-lizz, porque de lo contrario la Susan se lo hubiese zampado ella. Luego fue a batirse en retirada estratégica, porque cada vez que la Susan le veía se le llevaba media mensualidad, pero se acordó de pronto de que no había pagado aún. Le preguntó al camarero con voz meliflua:
– ¿Qué se le debe, joven?
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