Francisco Ledesma - Crónica sentimental en rojo

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Crónica sentimental en rojo: краткое содержание, описание и аннотация

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Premio Editorial Planeta
Esta novela obtuvo el Premio Editorial Planeta 1984, concedido por el siguiente, jurado: Ricardo Fernández de la Reguera, José Manuel Lara, Antonio Prieto, Carlos Pujol y José María Valverde.
¿En que se convertirá el nuevo Raval? ¿Será un barrio saneado, con pisos de alto standing donde los pisos son `algo` caros? ¿Un barrio donde habitarán diseñadores, actores y cineastas, todos muy Chics? O ¿pese a todas las reformas urbanísticas seguirá siendo un barrio para los recién llegados? Por el bien de Barcelona, que siempre he considerado una ciudad abierta espero que así sea. Espero que el barrio Chino siga siendo un barrio para la gente sin demasiado poder adquisitivo, pueda vivir. Un barrio donde una habitación, como la que Méndez tiene alquilada por dos reales, pueda existir. Donde existan personas no alienadas en una sociedad consumista.
`Crónica sentimental en Rojo` precisamente comienza con dos personajes de este barrio. Uno, por supuesto, es el Inspector Méndez: un policía de avanzada edad, de los de la escuela franquista, que debería jubilarse pero que solo le queda su trabajo. Expeditivo y brutal en sus quehaceres policiales pero honrado y justo, por lo menos a su manera. No le gusta salir de su barrio chino pero comienza la novela en la puerta de la modelo esperando la salida de un boxeador retirado, el Richard. Ricardo Arce es otro inadaptado de la misma zona acostumbrado a las peleas de bar y a los bajos fondos pero de buen corazón. Un buenazo sin remedio y sin esperanzas de cambiar. La novela esta escrita a principio de los años ochenta del pasado siglo XX y el paro en aquella época era un problema muy real. La crisis del 73 había llegado a Barcelona con cierto retraso las listas del paro empezaron a llenarse desde principio de los ochenta. Hubieron de pasar varios años hasta casi los noventa para que llegara `el pelotazo`. Pero al principio de los ochenta para un antiguo inquilino de `la modelo` encontrar empleo era muy complicado y era carne de paro y de presidio. Es decir, que tardaban muy poco en cometer otro delito para volver a la calle Entença.
`Crónica Sentimental en Rojo` nos muestra la realidad cuando una gran fortuna se debe repartir entre varios herederos de una manera no demasiado clara.

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Y cuando descendieron a pie por los peldaños, él estaba allí.

– «No he sabido ser feliz -había susurrado Blanca en el momento de abandonar el despacho-. La capacidad para ser feliz es también algo que te tienen que enseñar. Cuando te lo enseña la vida, la lección ya no te sirve.» Y ya junto al portal se dieron cuenta de que él estaba allí: bien vestido, pero con un cierto abandono desdeñoso en sus ropas, bien afeitado y perfumado con Yacht Man, luciendo un corte de pelo Iranzo riguroso, exhibiendo un reloj deportivo, un pañuelo veneciano y un llavero con el emblema del Porsche, tuviera un Porsche o no. Modelo del Play Boy International que algún día descenderá a la revista del Corte Inglés para amos de casa unisex llenos de ansiedades. Sonrisa de desafío y de suficiencia ante una vida que no le comprende lo bastante. Él estaba allí.

Blanca Bassegoda demostró ser una chica fina a toda prueba cuando preguntó:

– ¿Que coño quieres, Eduardo?

– Podrías guardar las apariencias. Aún soy tu marido.

– Estoy harta de fantoches. Dime qué haces aquí. Eduardo Contreras no contestó. Miró a Ricardo Arce de arriba abajo y se limitó a preguntar desdeñosamente:

– ¿Es ése?

– ¿Ese qué? -Bueno, no sé cómo los llaman ahora. Pon el nombre tú misma.

– Si te refieres al hombre con el que pienso rehacer mi vida, es éste, sí. Ricardo Arce. ¿Quieres algo con él?

– No tengo el gusto. Ni ganas. Mis asuntos contigo no necesitan intermediarios, y mucho menos mirones.

Blanca se volvió hacia Richard. Éste no necesitó hacer ningún esfuerzo para dar la completa sensación de un campeón que tiene a su contrario acorralado en las cuerdas. Su mirada se hizo glacial. Mientras se cubría maquinalmente con un puño, el otro subió poco a poco.

Eduardo Contreras retrocedió un paso. Blanca gritó: ¡No lo toques, Richard! Déjalo. No vale la pena que te manches los puños con él.

– Puede que sí que valga la pena.

– ¡He dicho que lo dejes! Era una orden seca y tajante. Ricardo Arce la obedeció. No hubo la menor resistencia en él; fue un reflejo automático. Quedó clavado junto a la pared mientras Eduardo Contreras, al verle quieto, se envalentonaba.

– ¿Qué? ¿No avanza tu gorila? -preguntó-. ¿No sabe pegar? ¿No muerde?

– Ése que tú llamas «gorila» es mucho más hombre que tú.

– ¿Lo has probado?

– ¡Mal nacido! ¡Cabrón! ¡Fuera de aquí! ¡He dicho fuera!

– ¿Por qué? ¿Estás en tu casa? ¿En nuestra casa? Blanca Bassegoda se iba crispando por momentos. Gritó:

– ¡Puedo estar donde me dé la gana! ¡En el sitio en el que pongo los pies no tienes que ponerlos tú! ¡Y basta!

– ¿Basta? ¿Basta qué? -preguntó Eduardo, avanzando del todo el paso que antes había retrocedido-. Tú me has tomado mal las medidas, nena. Si piensas que porque naciste rica voy a estar besándote el culo hasta que me muera, vas lista. Cuando yo tengo una mujer, tengo una mujer. Y es mi mujer, no la de otro. Y menos la de todo el mundo, como me da en la nariz que está pasando contigo. Y me has oído muy bien.

Blanca se puso lívida. Su boca se abrió y cerró espasmódicamente un par de veces, pero no pudo hablar. Ríchard volvió a avanzar mientras, de una forma instintiva, tendía el brazo izquierdo para el directo a distancia, un directo que podía dejar sin mandíbula a un rival no preparado.

Eduardo masculló:

– ¡Si ese tío cabrón se atreve a tocarme un hilo del traje, aviso a la policía!

Ricardo Arce frenó el movimiento de su brazo. Estando en libertad provisional, no le convenía meterse en líos con la bofia, aunque pudiese contar con la muy relativa ayuda de Méndez. Pero de todos modos su voz fue seca y cortante al decir:

– Siga en ese tono y van a tener que contar los pedazos de sus dientes con una calculadora. Pero esté tranquilo, porque la calculadora se la puedo pagar yo.

– ¿Ah, sí? ¿Es esto lo que te has buscado, Blanca? ¿Un macarra? ¿Un chulo de taberna? ¿Un matón? La verdad, yo creí que una chica de tu clase daba para más.

– Eduardo… Vamos a ver, Eduardo…-dijo ella con una rabiosa tensión contenida-, ya hemos dado bastantes espectáculos, no demos uno más. Dime qué quieres y tengamos la fiesta en paz. Ya ves que sólo te pido eso.

Él volvió a avanzar un poco. Flotaba en su boca una sonrisa entre desdeñosa y sardónica. -Entonces vienes conmigo y hablamos en paz. Pero donde yo te diga.

– ¿En tu guarida?

– Donde yo te diga.

– Por favor, Eduardo, hablemos en serio de una vez.

– ¡Estoy hablando en serio, coño! ¡Eres mi mujer! El grito llenó la escalera. Por fortuna no había portera en aquel momento ni bajaba nadie por los peldaños. Pero la cara de la mujer se puso tan roja que pareció iba a estallar. De pronto su boca se crispó y escupió de lleno a la cara de su marido.

Él gritó al recibir el salivazo:

– ¡Puta! El rugido había vuelto a llenar la escalera. Eduardo Contreras, mientras estaba lanzando el insulto, disparó su puño derecho, pensando que alcanzaría la cara de Blanca, pero lo hizo mal y la alcanzó en el pecho izquierdo. El grito de dolor de Blanca Bassegoda fue tan instantáneo, tan patético que hasta el movimiento de agresión de Richard se paralizó en el aire. Sostuvo a medias a la mujer, evitando que ésta cayera de rodillas, pero captando tan de cerca sus ojos en blanco y su respiración ansiosa que estuvo a punto de perder el equilibrio él también. Le rodeó un sentimiento de vacío.

Pero eso duró sólo un momento, unos segundos que pasaron como un soplo. Inmediatamente saltó sobre Contreras. Un solo directo de izquierda lo envió contra la pared con la mandíbula bailando. Richard levantó entonces su puño derecho, dispuesto a dejarle sin cara de un solo golpe. Sus dientes chirriaron de rabia.

Pero el grito de Blanca atravesó el aire.

– ¡No! El tiempo pareció detenerse, la voz pareció flotar. Ricardo Arce vio bajar su mano como si esa mano perteneciera a otro hombre. Vio abrirse la puerta como si esa puerta perteneciera a una casa remota. Vio a Contreras dar la espalda y huir.

Sólo entonces regresó junto a la mujer. La levantó poco a poco, como el que levanta a una niña herida. Sus ojos estaban turbios y sus dedos temblaban. Ni siquiera se dio cuenta de que Ponce, atraído por el ruido, estaba bajando las escaleras.

– ¿Pero qué es esto? ¿Qué te pasa, Blanca? Ella tuvo que apoyarse un momento en la pared, a pesar de la ayuda de los brazos de Richard. Miró a su primo como si lo viera desde muy lejos.

– No pasa nada -musitó-. Nada que no tenga remedio. Volvamos a tu despacho.

Cuando estuvieron de nuevo dentro, cerró la puerta con gesto desmayado y preguntó:

– Dani, si yo te lo pagara bien, si yo te pagara tal como el asunto merece, y si además te lo pidiese como el favor más importante de mi vida, ¿serías capaz de matar a un hombre?

Daniel Ponce necesitó sentarse. Por un momento pareció absolutamente desconcertado y sin fuerzas, pero en seguida se levantó como si lo hubiera impulsado un resorte y fue a la puerta del despacho para asegurarse de que estaba bien cerrada. Al fin volvió a sentarse, miró a su prima y musitó:

– ¿Es absolutamente necesario que él esté aquí?

– ¿Ricardo?

– Sí, Ricardo.

– Claro que es absolutamente necesario. Él ha sido testigo de todo. Y además hablemos claro, sin tapujos: te he dicho que quiero rehacer mi vida con él. Sería el absurdo más terrible que intentara fundar esa vida sobre una mentira. Él tiene derecho a saberlo todo. Si le interesa seguir conmigo, bien; si no, nadie le obliga.

Daniel Ponce volvió a sentarse, echó un poco la cabeza para atrás y musitó:

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