La ciudad prosperaba y vivía. Soler dijo al fin:
– Sólo se me ocurre la Susi. También era cliente mía. De la misma edad que Encarnita, más o menos, y desde luego del mismo ramo. Por algunos detalles, y perdón, tengo la sensación de que habían hecho juntas en otro tiempo tortillas y cuadros para un hombre que las pagaba muy bien. Un hombre de los de antes, de los de la situación, ya me entiende. Un hombre rico a todo meter. La Encarnita y la Susi se debían conocer, digo yo, todos los olores de debajo de la falda. Pero eran otros tiempos.
– Ese hombre rico, ¿se llamaba Bassegoda? -susurró Méndez.
– La verdad es que no lo sé.
– Quizá el nombre de pila lo conozca. ¿Óscar?
– Tampoco puedo decírselo. Es posible que haya oído ese nombre alguna vez. No lo sé, no es cosa mía.
– Lo entiendo muy bien, y ahora mismo voy a dejar de molestarle. Dígame solamente dónde vive Susi.
Susi vivía en la calle de Tamarit, no demasiado lejos de allí. Era la zona de los Encantes, del mercado de San Antonio, la zona entrañable del capazo en sábado, del libro viejo en domingo. Era un cierto sector de una cierta juventud de Méndez, sector de luces macilentas, de tiendas pequeñas, de dependientas culonas, de tardes otoñales que uno ve morir. Era un pedazo de la Barcelona que Méndez amaba a pesar de todo, y a veces aún se detenía de noche ante la estructura de hierro del mercado y veía cómo un viento venido de muy lejos movía las luces amarillas, inmunes al tiempo.
El piso de la Susi era pequeño, tenía baldosas de colores, pasillos angostos, un balcón exiguo que daba a la calle y un olor a tiempo en los empapelados de las paredes, en los muebles que las manos y los culos habían ido devorando poco a poco. Susi no era como Encarnita, que aún conservaba algo de su viejo pedigrí, sino que estaba carcomida por todas las estrecheces del dinero y todas las soledades del piso. Cuando se enteró de que Méndez era policía se puso a maldecir, pero cuando supo que era amigo de Encarnita en la cama y fuera de ella, se puso a llorar mansamente.
– Sí, claro que hacíamos cuadros con Óscar Bassegoda -dijo.
– ¿Cómo era él?
– ¿En la cama o fuera de la cama?
– Fuera de la cama.
– Un señor.
– ¿Y en la cama?
– Un macho muy exigente. Casi se podría decir que un sádico.
Le explicó que Oscar Bassegoda leía con las dos viejos libros que hablaban de ambientes victorianos, de mujeres con corsé, de niñas doceañeras empaladas por formidables y caballerescos miembros. Luego hacía que las dos se pegasen, que se arrancaran los vestidos, y cuando estaban en lo más violento saltaba sobre ambas y las iba penetrando por turno, hasta que alguna tenía la suerte de hacerle terminar. También ponía a una de las dos a cuatro patas en el suelo, la montaba a caballo y la obligaba a dar vueltas a la habitación, con feroces golpes en las nalgas. Cuando Encarnita, por ejemplo, no podía más, la cambiaba por Susi. Tiraba de sus cabelleras hacia atrás y las forzaba a mirar de frente en los espejos sus caras de sufrimiento, de cansancio, en las que ellas aún trataban de dibujar el perfil de una sonrisa. Era un hombre del viejo tiempo, del Gran Dinero y del Gran Falo. Las mujeres no existían para él: eran piezas sueltas ensambladas por el milagro del semen, eran anos, bocas, muslos, monturas que nunca resultaron frágiles. Por la pequeña habitación, mientras la Susi hablaba, pasaba un aire en el que flotaban luces opacas, figuras castigadas a taconazos, voces de ordeno y mando y susurros de obediencia. Allí estaba la historia que no se escribe, que es siempre la historia que de verdad se ha vívido.
La Susi dejó de hablar con la mirada perdida. Los dos salieron un momento al balcón. La noche se había tragado los tenderetes, los peatones. Entre una lluvia mansa, sólo la estructura del mercado sobresalía más allá de las sombras, con sus luces amarillas, envueltas en un tiempo que había sido.
– Él le explicaría cosas de la familia -susurró Méndez. Óscar hablaría bastante, digo yo.
– Bueno, sí, a veces, entre polvo y polvo. También es natural, ¿no? Me acuerdo de que tuvo un gran disgusto cuando se casó su hija; de eso nos hablaba mucho.
– ¿No le gustaba el marido?
– ¡Qué le iba a gustar! Óscar siempre me decía que su hija Blanca había escogido lo más bajo, pudiendo haber escogido lo más alto. Y sobre esto tenía una manera muy rígida de pensar. ¡Si lo sabré yo, después de las horas que pasamos juntos! Elegir lo más alto era una especie de obligación de familia: siempre decía que una no debe traicionar lo que los padres hicieron por ella.
– ¿A qué se dedicaba el marido?
– No lo sé. Un poco a lo que saltaba. Representaciones comerciales y todo eso, pero no en plan fijo, porque si llega a dedicarse de verdad, contando con las relaciones que tenía Óscar, hubiese ganado pasta larga. Menudos representantes he conocido yo y menudas cuentas corrientes tenían. Médicos buenos, que han estudiado toda la vida, no ganan ni la mitad. Y es que es lo que digo yo: el dinero no tiene lógica. Quien piense que el dinero se gana con la cabeza, se equivoca. El dinero se gana con el instinto. Una gran cabeza, digo yo, puede servir como máximo para un pequeño momento que pasará sin que te des cuenta. Pero mientras tanto, ¡qué mierda de vida para los que no han hecho más que aprender! ¡Si lo sabré yo, con la cantidad de hombres que he conocido!
Los hombres habían sido terriblemente sinceros con la Susi -seguro que también con la Encarna- mientras la montaban, la golpeaban, le dejaban caer las últimas gotas sobre su vientre. Y de los hombres sin careta siempre se aprende: la Susi tenía la sabiduría de la cama y de la calle, esa sabiduría tan propia y tan difícilmente transmisible que ni a los hijos sabes cómo enseñársela, hasta que la acaban aprendiendo en otras camas y otras calles.
Méndez preguntó:
– ¿Él tenía otras mujeres?
– Claro que sí, yo siempre he pensado que sí. Con su dinero podía comprar vedettes, modelos y lo que le diera la gana; incluso se tiró a alguna chica de buena familia que aún iba al colegio. No hay mujer que no tenga un precio, créame. Y ningún hombre, claro. Yo conocí a uno -la Susi rió por primera vez- que en esto era muy claro y que decía: «Yo siempre estoy en venta. Lo único que pido es que alguien vaya poniendo billetes sobre la mesa hasta que yo diga basta. Claro que lo malo es que a nadie se le ocurre ponerlos.» Ese hombre ha acabado siendo un periodista político que siempre lleva la palabra «insobornable» en la boca.
Abandonaron el balcón, dejando de mirar la lluvia mansa. -Un gran hombre a su manera el Óscar Bassegoda -dijo Susi mientras le preparaba a Méndez una copa barata y seguramente letal- Había pasado por mil trances y siempre salía ganando: era una máquina de hacer dinero y de repartirlo; conseguía una cosa difícil y te daba la sensación de que al día siguiente podía conseguir otras mil más. En cambio ahora es distinto, ahora naces y el Estado te dice hasta dónde puedes llegar y dónde te tienes que morir. Usted también debe saberlo, policía: eran otros tiempos.
Ricardo Arce, el Richard de las veladas del Price, entró respetuosamente en la casa de la Avenida de Pearson, esa vía situada en la Barcelona más selecta (jamás Méndez pondría los pies allí, no fuera que un exceso de luz le produjese urticaria) donde el aire es claro, la gente es noble y limpia y además siempre tiene razón. Espriu dijo algo parecido de los países extranjeros, demostrando que la belleza, para serlo, necesita estar lejana, pero el Richard ignoraba la existencia de Espriu y tampoco veía qué podía ganar conociendo gente de esa clase, sentimiento lleno de plenitud que concordaba con el de la mayor parte de las masas urbanas del país.
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