Para entender qué pasaba por la cabeza del pibe, hay tres posibilidades: o le creyó al camarada Dimitrov y estaba obrando a conciencia aunque sin saber realmente qué papel cumplía en el plan de su jefe; o acordó secretamente con Sonia hacerse el gil como mal menor, aceptar lo que venía y esperar una coyuntura favorable para el reencuentro, o, simplemente, el mismo Dimitrov o alguien al tanto le blanqueó del todo la situación, lo apretó, le puso las condiciones y él crudamente se cagó en ella, la dejó sola. Todo puede ser. Lo cierto es que no tuvo mucho margen.
Acaso ése -quiero imaginarme- era uno de los temas de los que quería hablar el pobre Yaya Yotivenko cuarenta años después, aquel día cuando salió, regalado, del consultorio del incisivo doctor Peluffo. Pero nunca lo sabré.
Sea como fuere, tampoco es mucho lo que se sabe de lo que fueron aquellos pocos meses del verano largo del '62 de Yotivenko en Boca, mientras el sordo drama se desencadenaba a su lado, a sus espaldas. Después de que Armando lo presentó a los medios a mediados de diciembre como si fuera un perro de raza, un fruto exótico en la oferta publicitaria del llamado fútbol espectáculo, quedó incorporado al plantel durante el receso. No hubo problemas en AFA con la documentación porque el jugador llegaba sin cargo y sin opción y se suponía que en la URSS el fútbol no era profesional. En el club, el experimentado grupo de nuevos compañeros lo recibió a principios de la pretemporada con menos curiosidad que indiferencia, porque tras dos prácticas quedó claro que el pálido extranjero no le sacaría el puesto a nadie. En una nota de color de Así es Boca , algunos de los pesados del equipo hablaban del novato: Rattín declaró que ya "tomaba mate", el tano Roma afirmó que la pegaba "fuerte con las dos" y el Beto Menéndez dijo que el rusito era "rápido". Nada más.
A la hora de jugar, pasó inadvertido. Era evidente que no estaba para competir a ese nivel. Tras algunos amistosos, el de Mar del Plata y un par más por el interior, en los que entró un ratito y la tocó poco y nada, D'Amico, el técnico de entonces, lo bajó sin ruido a entrenar con la tercera, un equipazo -el de Alas, el grandote Pla, Mas (el hermano mayor de Pinino), Buitrago, Ferreño, Pezzi, Pueblas, Aimonetti- del que saldrían varios pibes que contribuyeron al campeonato que en ese 1962 ganó Boca después de ocho años.
Pero también en tercera jugó poco. Pueblas, wing derecho de aquel equipo, fue el único que me supo o pudo hablar del tema:
– Era un pibe callado, amable, pero bastante más culto que la mayoría de nosotros. Salía poco y no le conocimos novia ni nada. Vivía con otros dos pibes en un departamento que tenía Boca en la calle Montevideo, cerca de Rivadavia, para los jugadores que recién llegaban de afuera o del interior. Todavía Armando no había comprado La Candela. Tenía un par de amigos, pero eran gente rara, tipos serios, de la embajada, rusos con los que hablaba en ruso. Lo cargábamos, nos cagábamos de risa… Yotivenko le pusimos nosotros. En aquella época la tercera jugaba el preliminar a la una de la tarde y nos iba a ver mucha gente a la Bombonera. Él era suplente de Pezzi o de Ferreño, los goleadores. Jugó muy poco: tres o cuatro partidos, pero la gente lo reconocía y lo alentaban, medio en joda, como pasó muchos años después con el negro Tchami y el japonés aquel, Takahara…
Pueblas se acordaba bien, incluso del final, ya que según el calendario oficial del campeonato de AFA del '62 y el registro minucioso que llevan algunos obsesivos seguidores de la historia boquense, la última vez que Yotivenko pisó la Bombonera fue el domingo 10 de abril. Entró en el segundo tiempo, los últimos quince minutos del partido de tercera que Boca le ganó a Vélez 2 a 0, en lugar de Pezzi. Pegó un tiro en el palo y debe de haber sido la vez que estuvo más cerca de hacer un gol.
El domingo siguiente cayó Pascua y Boca jugaba de visitante con Central. Pero Yotivenko no se presentó a la cita para viajar a Rosario.
– Un par de días después apareció con la rodilla hecha bolsa -precisó Pueblas.
– ¿Se lesionó feo?
– No sé. Porque no fue en la cancha, jugando. Tengo entendido que lo habían operado los rusos mismos y que no quedó del todo bien.
– Pero volvió a jugar.
– En Boca, no. Al principio dijeron que se había vuelto a Rusia, no sé. Reapareció al tiempo, pero nosotros nunca más lo vimos.
Tal cual.
El desequilibrio emocional y la paranoia crecientes hacen difícil aceptar sin reservas el valor testimonial del relato que años después escribió, en clave de novela romántica, la misma Sonia en el consabido cuaderno Rivadavia de tapas duras. Sin embargo, no cabe sino recurrir a él para tratar de encontrar explicación a algunos episodios fundamentales de la peripecia real de esos meses. La historia, titulada Nieve de primavera -a la manera de Turgueniev-, está ambientada durante la época zarista y la primera parte transcurre en una San Petersburgo sempiternamente blanca y esplendorosa, con palacios que parecen diseñados en los estudios Disney y bailes de gala y recepciones en grandes salones con arañas de mil luces que decenas de mendigos observan pegados a las ventanas que dan a la plaza helada. El argumento se centra en las intrigas palaciegas y el romance prohibido y desgraciado de la bella y madura condesa Marina Ivanova con Serguei Bratosevich, un joven oficial, integrante de la guardia personal del conde Zarkhov, su marido. En una segunda parte, la acción se traslada, junto con los personajes, a Roma, donde el conde es destinado en misión diplomática, y los amantes prosiguen en el hermoso palazzo romano y adyacencias su romance, hasta el desenlace más abierto que trágico.
Las correspondencias con la historia real de Sonia y Santiago -o lo que sabemos de ella- son transparentes incluso en los pormenores más nimios. Sin embargo, algunas de las atentas compañeras del geriátrico que tuvieron posibilidad de leer parte del manuscrito o fueron testigos de la escritura original hacia fines de los años sesenta, consideran sin benevolencia que muchos de los diálogos y episodios enteros de Nieve de primavera estaban directamente inspirados en la trama de algunas de las telenovelas de Canal 9 que veían todas las tardes en la sala común. El amor tiene cara de mujer , Cuatro hombres para Eva o cualquiera de las muchas creaciones del incombustible Alberto Migré, pueden muy bien haber sido, junto al embrujo varonil de Rodolfo Salerno, Eduardo Rudy, Jorge Barreiro o Atilio Marinelli, disparadores efectivos y afectivos del relato de Sonia. Sea como fuere, lo que podríamos describir como el clímax de la historia -la huida y las circunstancias del regreso melodramático de la heroína que precipita el desenlace- nos propone metafóricamente una versión acaso idealizada pero no por eso menos verosímil de los penosos sucesos de aquel largo verano del '62 en la prosaica Buenos Aires.
En el tramo que nos interesa de la novela, la condesa Marina, descubiertos sus amores clandestinos y amenazada por el conde, su marido, con asesinar a su joven amante si no renuncia a él, admite sus amores, promete (finge) enmienda y -una vez puesto a salvo Serguei Bratosevich- huye por mar a Montecarlo con una fiel criada, Catalina. Es que ha advertido que está irremediablemente embarazada y no está dispuesta ni a comunicarlo a su amante ni a exponer el fruto de sus amores a las iras de su cónyuge. Los seis meses que pasa de incógnito en el Principado, bajo nombre supuesto y apostando y ganando en las meses de juego de los grandes casinos, mientras se oculta -dama enigmática enmascarada en lujosos carnavales- de los posibles informantes de su marido y trata de comunicarse infructuosamente con el esquivo Serguei, son de lo mejor -dentro de su género- de Nieve de primavera.
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