Juan Sasturain - El Caso Yotivenko

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Juan Sasturain junta en un rebaño de cuentos toda su sabiduría de tahúr del relato. Pocos pueden como el autor de Manual de perdedores esconder una carta y sacarla en el momento justo, o hacer la vista gorda hasta que las circunstancias exijan una acción inmediata. Con la velocidad estilística que lo caracteriza, Juan Sasturain presenta al personaje y a la situación sin que el lector sienta la molestia de hacer una cola de acontecimientos secundarios. La trama es concisa y directa, pero no está exenta de complejidad; la precisión verbal la disimula. Los personajes son héroes a su manera, pero que revelan antes #de un modo misterioso y sutil, de un modo que conoce sólo el narrador de estos cuentos# cuán difícil y azarosa es la vida que a todos nos toca, y cómo nos gobiernan una serie de inminencias y victorias que tienen, a la hora decisiva, cuando la ironía y el humor han desertado, la certidumbre puntual de un golpe del destino.

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Es probable que Sonia y Santiago se hayan encontrado de pronto con más ámbitos y más ocasiones propicias que en Moscú para sus expansiones. Es probable también que hayan descuidado elementales reglas de seguridad. Es que lo único seguro es que estaban ciega, alevosamente enamorados. Al menos ella. Y ahí los pescaron.

Primero los vieron con las manos entrelazadas en una imprudente mesa de El Guindado, clásico boliche de trampa en los bosques de Palermo, embozado bajo un puente del ferrocarril; después, los fotografiaron al entrar a un telo de la Panamericana; otra vez, en un recreo del Tigre; finalmente, les grabaron en un aparatoso Geloso de fabricación rusa tres horas de conversaciones al rojo vivo. Con todo eso, los entrenados alcahuetes hicieron un paquete infernal que Ivan Dimitrov recibió -se supone-la mañana siguiente a la noche de la función de gala del Bolshoi, a la que su mujer no asistió por un sorpresivo desmayo de origen incierto sobre la hora de partir hacia el Colón.

Sin embargo, no hay constancia de que Dimitrov haya emplazado a Sonia en esos días ni de que ejerciera algún tipo de violencia o amenaza sobre su joven colaborador. Al contrario: a él lo trató mejor que nunca, le empezó a hablar de su porvenir y le insinuó futuras tareas secretas y especiales en las que se aprovecharía su privilegiado dominio del idioma. Por otro lado, hizo arreglos indirectos para que ella sí se enterara de que él sabía o al menos de que sospechaba. La puso sobre aviso, digamos. O ni siquiera eso: la indujo a la suspicacia, la colocó en la incómoda situación de tener que interpretar cada gesto que hiciera su marido como resultado de un inquietante saber no confirmado. No era ningún gil el camarada.

Sea como fuere, y pensándolo bien, es probable que la casi simultánea desaparición de Igor Granodin esa misma semana haya sido providencial para el destino ulterior de los amantes. Seguramente, la aparatosa deserción del bailarín pospuso por unos días el escándalo privado y/o la consiguiente venganza justiciera del corneado secretario.

También es cierto que la fuga y captura del escurridizo bailarín fue el medio perfecto de desahogo que necesitaba Dimitrov para canalizar su furia acumulada y mal contenida, y que le permitió -además- matar más de un pájaro de un solo tiro. En ese sentido, los dos movimientos de la "Operación Puntas de Pie" son una obra maestra de ingeniería perversa, que combina los intereses generales de la política con las necesidades puntuales de la economía sentimental…

Podemos conjeturar que la sustitución del liviano Igor Granodin por un desprevenido y genuino Yuri Andrei Tchorkhivenko se resolvió en una tarde de febriles especulaciones contra reloj en la embajada soviética. Podemos imaginar la persuasiva alocución de los funcionarios para convencer al joven futbolista de lo que debía hacer y los revolucionarios argumentos utilizados. Podemos suponer sin riesgo de equivocarnos el poco margen que le quedó al pibe rubio para elegir. Incluso podemos lamentar que lo mandaran de vuelta con una estampilla en el culo y pasaporte cambiado entre bailarines asustadísimos y sin haber pisado la verde gramilla de Núñez ni ninguna otra superficie futbolera. No sabemos nada de lo que pasó con él a su regreso, una vez que dieron por oficialmente muerto al que se supone que sustituía. Ojalá no haya resultado una víctima más de los excesos del realismo socialista.

De la segunda y complementaria parte de la "Operación Puntas de Pie" sabemos más y paradójicamente conocemos menos. Lo seguro es que Ivan Dimitrov, con el crédito tácito obtenido por la brillantez de su primer movimiento, tuvo carta blanca y discrecional para seguir obrando según criterio propio hasta cerrar el juego sin resquicios. Dispuso de unos diez días -los que se quedó la selección soviética en el país- para armar la jugada maestra y no cabe duda de que los usó bien.

En principio, Dimitrov supo que para llevar adelante lo que imaginaba -lo suponemos tenso e insomne en la cama, contemplando de reojo la nuca distante y nunca más ajena de Sonia a su lado- necesitaría la colaboración de agentes o al menos colaboradores nativos ciegamente confiables. Eficaces en la acción puntual y capaces de guardar un secreto de Estado e irse con él a la tumba o poco menos.

Y los encontró.

Lo que conozco de esta parte de la historia se lo debo a un viejo militante comunista, el entrañable Rodolfo Irañeta. A principios de los sesenta, el ya por entonces Pelado Irañeta era un joven cuadro formado y probado en la férrea disciplina stalinista cuyo catecismo criollo profesaba el inefable Vittorio Codovilla. En reconocimiento a su aptitud y confiabilidad, Irañeta era uno de los enlaces de la conducción del PC argentino con la embajada de la URSS. En realidad, la tarea de conexión sólo en algunos casos iba más allá de los simples, burocráticos mandados ideológicos: difundir en los medios las noticias del boletín Novedades de la Unión Soviética o llevar y traer materiales para las columnas de Nuestra Palabra. Poco más que eso.

De ahí la casi ominosa expectativa del orgánico Irañeta cuando la conducción nacional lo apuntó a una cita a ciegas o poco menos, un sábado a las dos de la tarde en una mesa cuadriculada de Los 36 Billares, el vasto café de la Avenida de Mayo donde algunos miembros de la embajada solían ir a despuntar el científico vicio del ajedrez. Allí, mientras un par de pares de alertas camaradas espías ratificaban en dameros contiguos y ante rivales ocasionales la superioridad natural de los coterráneos de Botvinik o Spasski sobre quien rayara, Irañeta habló mano a mano durante cincuenta minutos con el mismísimo compañero Dimitrov. Habló poco, en realidad. Sólo dijo sí al principio y después se dedicó a escuchar.

Así supo que -debido a su confiabilidad ideológica pero sobre todo a sus antecedentes y relaciones en el medio futbolero- había resultado elegido quién sabe por quién para participar en una misión tan riesgosa como secreta: establecer los contactos que permitirían plasmar el fraude (el trueque, dijo en mal castellano Dimitrov) más ingenioso de la historia del fútbol argentino. Se trataba no sólo de sustituir a un jugador por otro que usurpara su identidad -algo varias veces registrado-, sino del cambiazo liso y llano de un jugador de fútbol por otro que no lo era, al menos profesionalmente…

Porque el elegido para ocupar -a todos los efectos- el lugar de Andrei Tchorkhivenko era alguien que Irañeta conocía: el joven y desprevenido Santiago Vladimir Castillo.

No fue fácil-incluso cuarenta años después de los hechos- obtener del receloso Pelado Irañeta todos los pormenores de esa segunda y espinosa parte de la "Operación Puntas de Pie". Me los soltó de a poco y conmovido, en el oscuro living de su departamento de tres ambientes de Villa Crespo y sólo tras una prolija tarea de interrogatorio y ablandamiento psicológico en la que sólo faltaron las sesiones de picana a las que lo sometía la Federal cuando lo agarraba por aquellos años.

Era un viernes, me acuerdo. Y atardecía.

– Santiago Castillo era delantero y jugaba bastante bien -arrancó Irañeta casi disculpándose ante el grabador y ante una botella del vodka al que se había aficionado acaso por solidaridad revolucionaria-. Solíamos ir a jugar los sábados a los bosques de Palermo con algunos compañeros del Partido y el pibe Castillo era, lejos, el que mejor la movía en los picados con los rusos de la embajada. Decía que había jugado en las inferiores del Torpedo, en Moscú. Además, como era hijo de un español y hablaba perfecto castellano, teníamos otro trato con él. Era buen chico. Venía con nosotros a la cancha los domingos y ese primer año en Buenos Aires lo hicimos hincha del Atlanta de Errea, los Griguol, Artime y el Beto Conde, un cuadrazo que dirigía Zubeldía. Eran los años de la presidencia de León Kolbovsky, cuando el profe Mogilevski tenía al equipo hecho un violín y se hacía docencia: los jugadores eran correctísimos, tiraban flores a la tribuna rival antes de los partidos… Un espectáculo. Ese Atlanta es el que conoció el pibe y al que iría después. Porque jugaba bien, en serio. Por eso, cuando Dimitrov me preguntó si veía factible la sustitución del verdadero Tchorkhivenko por Castillo, me sorprendí pero no supe ni pude decirle que no. Además, no era una consulta sino el simple aviso de una decisión tomada. Porque aunque todos o al menos algunos sabíamos de qué se trataba, Dimitrov no lo planteó obviamente como lo que era -un modo de deshacerse del pendejo que lo cagaba con su mujer- sino como una cuestión de Estado.

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