Juan Sasturain - El Caso Yotivenko

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Juan Sasturain junta en un rebaño de cuentos toda su sabiduría de tahúr del relato. Pocos pueden como el autor de Manual de perdedores esconder una carta y sacarla en el momento justo, o hacer la vista gorda hasta que las circunstancias exijan una acción inmediata. Con la velocidad estilística que lo caracteriza, Juan Sasturain presenta al personaje y a la situación sin que el lector sienta la molestia de hacer una cola de acontecimientos secundarios. La trama es concisa y directa, pero no está exenta de complejidad; la precisión verbal la disimula. Los personajes son héroes a su manera, pero que revelan antes #de un modo misterioso y sutil, de un modo que conoce sólo el narrador de estos cuentos# cuán difícil y azarosa es la vida que a todos nos toca, y cómo nos gobiernan una serie de inminencias y victorias que tienen, a la hora decisiva, cuando la ironía y el humor han desertado, la certidumbre puntual de un golpe del destino.

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Y fue jada nomás.

Los únicos que parecieron tomarse en serio la extraña adquisición fueron los solemnes escribas de Nuestra Palabra , que sin dudar publicaron no sólo un improbable reportaje al camarada delantero sino que le dieron el mismo o mayor espacio a la noticia que la prensa capitalista otorgaba al caso del oscuro marinero.

No faltaron las rápidas especulaciones y suspicacias: en realidad, lo del centroforward rubio no era sino una manera de tapar la turbia historia del bailarín conflictivo, ese Igor Granodin que si no había desertado en Buenos Aires había colgado definitivamente las zapatillas inmediatamente después de regresar tras la Cortina de Hierro: la noticia de su repentina muerte, producto de un virus desconocido contraído durante la gira por tóxicos países tropicales o por lo menos americanos, había circulado, aunque extraoficialmente, por aquellos días. Todo muy raro.

Ahí fue donde vi, leí o supe por primera vez del coreógrafo Invernetti, quien declaró un par de veces su convicción de que el joven bailarín soviético -su amigo, dijo- nunca había regresado a la URSS pero que tenía buenas razones y escasas pruebas para demostrarlo. Por otra parte, en la entrevista del Así edición sepia, no se privaban de insinuar nada: lo único que faltaba era que Invernetti contara cómo se las arreglaban en la cama con el muchacho de la malla ajustada. Un asco:

– Igor no se fue, lo dejaron.

– ¿Cómo lo dejaron?

– Me temo que muerto.

– ¿No se murió allá, apestado?

– Yo lo despedí sanito.

– Cuente.

– Ya está contado, ahí, en el diario. Sólo hay que leer bien, juntar las noticias.

Lo que insinuaba Invernetti era que del cadáver del marinero era, en realidad, el de su amigo… Entonces, ¿quién era el de los anteojitos que yo y tantos otros habíamos visto en la embajada? Podía ser cualquiera. Eran todos iguales o al menos muy parecidos y era cierto que si los rusos eran capaces de sacar un tipo, borrarlo o agregarlo a una foto oficial del Kremlin durante una década, bien se podían cargar un marinero, un bailarín trolo o lo que fuera.

Hubo pedidos de exhumación del cadáver y hasta una pretendida interpelación al ministro del Interior en la Cámara de Diputados, pero nada prosperó. Incluso al atildado coreógrafo lo hicieron callar mal. Mientras al pobre Invernetti puños anónimos lo cagaban a trompadas -me mostró, tantos años después, las secuelas-, la FUBA que controlaba el PC hacía una declaración de solidaridad con la URSS y acusaba a la prensa amarilla y a los medios pagados por el imperialismo yanqui de haber orquestado una campaña contra la vanguardia del socialismo en el mundo, etcétera. No sé cómo pero terminaban haciendo el elogio de la Revolución Cubana, que parecía ser el verdadero objetivo de la campaña de desprestigio.

Es un hecho hoy probado que Igor Granodin nunca salió de Buenos Aires. Al segundo bailarín solista del Bolshoi le bastaron dos semanas en el Colón y media docena de miradas cruzadas con el osado Invernetti para decidir que saltaría el cerco. Y lo hizo, pero algo salió mal y lo cazaron. Para algunos, se enamoró del muchacho argentino como sólo los rusos; para otros, apenas si lo utilizó -o quiso hacerlo- para rajarse y por eso terminó como terminó. El coreógrafo nunca siquiera concibió la idea del cálculo, creyó siempre en las promesas masculladas en esa rara mezcla idiomática con que se comunicaban hasta el último día, cuando faltó a la cita y nunca más.

Pero había antecedentes para sospechar que la prioridad era el raje: pocos meses antes Granodin había amagado en Berlín y ya entonces se decía que, si desertaba, lo habían tentado con un protagónico en el Metropolitan neoyorquino. No pudo esa vez y es posible que lo haya intentado en Buenos Aires, una capital periférica de vigilancia más laxa, según suponía.

Una teoría, de la misma índole de la que sostiene que Gardel vivió largos años desfigurado en un suburbio de Medellín, sostiene que Granodin no escapó ni se lo llevaron ni se fue ni murió: vive marginalmente desde entonces en Buenos Aires. Hay un viejo rengo menesteroso que deambula por Constitución y puede contar, a quien quiera escucharlo, que aunque no sabe ni su propio nombre, sí sabe que alguna vez fue un bailarín famoso y que le cortaron el tendón de Aquiles y nunca más pudo bailar. Según esta fantástica hipótesis, los servicios soviéticos habrían practicado con él una doble operación de castigo: borrado de cerebro y cirugía mutiladora. La historia es atractiva en su perversidad. Pero no es cierta.

Los hechos comprobados son menos novelescos pero igualmente trágicos. La cuestión es que por los antecedentes que arrastraba y sus desprolijidades crecientes de conducta, lo tenían bajo la lupa. Así, cuando esa noche después de cenar salió del Hotel Claridge, donde se hospedaba el ballet, a comprar cigarrillos, sus vigilantes sospecharon: nadie va al kiosco en taxi. Podemos suponer que Igor enfiló rumbo al departamento de Invernetti en Palermo a disfrutar de su penúltima noche en Buenos Aires; podemos suponer que era otro su destino final. El hecho es que los esbirros lo siguieron, lo interceptaron y no lo devolvieron al hotel. Primero tenían que interrogarlo. Ahí se abren varias hipótesis sobre lo que pasó.

En la más difundida, cuestiones de método, impaciencia y ciertas rutinas brutales hicieron que Igor no pasara el interrogatorio: se les murió y los torpes agentes no atinaron sino a tirarlo al Riachuelo. Hay una versión más romántica que habla de una caída a las insalubres aguas durante una huida desesperada; incluso de un suicidio liso y llano, con el bailarín arrojándose plásticamente en paloma desde el puente de fierro de la Boca. Sea como fuere, esa misma noche, mientras los rumores de deserción llegaban a los diarios, en la embajada soviética se armaba de apuro una solución contra reloj.

Ahí es donde entra en la historia el camarada Ivan Dimitrov, secretario general de la legación rusa en Buenos Aires y señalado por todos como cerebro de la "Operación Puntas de Pie". Dimitrov, un veterano del espionaje en los Balcanes y con años en la KGB, había llegado el año anterior probablemente castigado a este oscuro destino latinoamericano y en el caso Granodin vio la oportunidad de hacer méritos. Con el cadáver fresco y húmedo aún, planeó -ante la inminencia de la partida del ballet de regreso- un enroque de emergencia:

Granodin estaba muerto y estaba malo bien así. Sólo era cuestión de alterar, por atendibles razones de Estado, el momento y lugar del deceso, postergar el anuncio y las circunstancias. Nadie tuvo nada que objetar.

Había que obrar rápido, y esa misma noche Dimitrov encontró la solución: pidió los pasaportes de todos los integrantes del Bolshoi y de la oportunísima selección nacional de fútbol y los confrontó. No le fue difícil elegir entre los jóvenes futbolistas a uno que, con el debido y mínimo acondicionamiento facial, se parecía lo suficiente a Granodin como para sustituido en una fugaz presentación pública. El bailarín no tenía un rostro tan públicamente reconocible; el futbolista, un oscuro suplente que ni siquiera había pisado el césped argentino, menos aún. Así se hizo: aquella noche de recepción en la embajada, Yuri Andrei Tchorkhivenko, un lampiño delantero del Dínamo de Kiev, sustituyó funcionalmente al segundo bailarín del Bolshoi con un par de anteojos y de monosílabos y de otras tantas sonrisas. Y no sólo eso. Al día siguiente el bailarín sustituto partió con el resto del elenco estable secretamente des estabilizado; al otro la selección de fútbol se fue a jugar un partido a Tucumán y ese fin de semana el cadáver del marinero primero noruego y después ruso era hallado en las aguas del Riachuelo debidamente uniformado y desinformado.

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