Juan Sasturain - El Caso Yotivenko

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Juan Sasturain junta en un rebaño de cuentos toda su sabiduría de tahúr del relato. Pocos pueden como el autor de Manual de perdedores esconder una carta y sacarla en el momento justo, o hacer la vista gorda hasta que las circunstancias exijan una acción inmediata. Con la velocidad estilística que lo caracteriza, Juan Sasturain presenta al personaje y a la situación sin que el lector sienta la molestia de hacer una cola de acontecimientos secundarios. La trama es concisa y directa, pero no está exenta de complejidad; la precisión verbal la disimula. Los personajes son héroes a su manera, pero que revelan antes #de un modo misterioso y sutil, de un modo que conoce sólo el narrador de estos cuentos# cuán difícil y azarosa es la vida que a todos nos toca, y cómo nos gobiernan una serie de inminencias y victorias que tienen, a la hora decisiva, cuando la ironía y el humor han desertado, la certidumbre puntual de un golpe del destino.

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Sin embargo, después del apresurado entierro dominguero y cuando nos dispersábamos, deshilachados del pelotón de parientes, apareció una punta interesante. En la punta del cementerio, precisamente. En el caminito soleado que tuerce antes de embocar la puerta más lejana por Jorge Newbery, se me arrimó un flaco de inoportuna polera negra. Había venido caminando atrás, solo y al costado, marginal o marginado de pésames y efusiones, y de golpe casi al salir se me puso a la par.

– Yo conozco el secreto de Andrei -me dijo como si no necesitara preámbulos.

El alevoso gato amarillento algo ladeado sobre la ceja derecha contrastaba con la palidez de la cara, las ojeras.

– ¿Tenía secretos?

Me prodigó una alevosa caída de ojos.

– Todos tenemos. Y no se haga el tonto. Sé quién es usted -dijo sin halagarme precisamente-. Yo soy Pablo Invernetti.

Tenía una mano rara y fría, llena de huesos.

– El coreógrafo.

Nueva caída de ojos.

– No me hago el tonto -dije-. ¿Cuál era el secreto de Andrei?

Se tomó su tiempo.

Me acordaba perfectamente de este Invernetti cuando era apenas él también un muchacho; me acordaba del módico escándalo, de la historia oscura con aquel otro ruso, Igor Granodin, el bailarín del Bolshoi.

– ¿Leyó las participaciones en el diario? -dijo de pronto-. ¿No notó nada raro?

– No leí.

– Lea. La hija usa el apellido Castillo.

– Del marido será.

Hizo un gesto escéptico:

– ¿No se da cuenta? Incluso anoche, en un rinconcito estaba Sonia. Muy desmejorada, la pobre. ¿Habló con Sonia?

– ¿Quién es?

Meneó la cabeza con desaliento:

– La mujer de su vida.

– Creí que era viudo.

El coreógrafo necesitó detenerse. Me midió de arriba a abajo como para ver dónde enterrarme:

– Eso también -precisó-. Pero Andrei no fue el que decía ser.

– Me interesa el tema.

Caminó unos pasos algo teatrales, como si evaluara riesgos, confianzas. Giró de pronto:

– A mí todo me duele mucho, pero si quiere le cuento -y esperó que yo asintiera-. Él quería.

– Lo sé.

– ¿Tiene tiempo?

– Tengo.

– ¿Para escuchar una historia?

– ¿Una historia de suspenso?

– No, tonto. Una historia de amor.

Recuerdo haber mirado el reloj al salir del cementerio: era la una menos diez. Recuerdo que volví a mirar el reloj al salir del vetusto bar con billares de Álvarez Thomas y Lacroze: casi las cuatro.

Durante esas tres horas muertas de sábado el conmovido Invernetti me tiró sobre la mesa entorpecida de botellas una historia tan compleja como increíble. Se la creí de salida. El coreógrafo podía no saberlo todo y acaso aventurar en exceso, pero no mentía. Pese a los cabos sueltos -o sobre todo por los cabos sueltos-, lo suyo tenía una demoledora contundencia. Acaso porque para él, la historia y el destino de Andrei Tchorkhivenko eran sólo un desvío, un avatar lateral de su drama personal, sobre el que volvía y volvía cada vez: la aventura con Igor, la desaparición de Igor.

– Andrei era un buen chico, eso era -dijo al final, quiso resumir-. Como Igor. No podían hacer nada, en esa época.

– ¿Lo usaron?

– Tal vez. Pero ya no importa.

Sentí que tenía razón.

– Prometeme que lo vas a escribir -me dijo ya en la vereda.

– Seguro.

– Tenés para un best seller; pero sé discreto. No te gastes apretando a la gorda Castillo, pobre.

– Tranquilo.

Le paré un taxi.

Invernetti parpadeó varias veces. El sol reverberaba, pero no era sólo por eso: estaba emocionado. Al subirse al taxi me apretó el hombro:

– Hay cosas que sé pero que no te puedo decir. Buscala a Sonia: está en un geriátrico por Belgrano, creo -y me dio un beso cerca de la comisura-. Chau.

– Gracias.

El lunes nomás ya estaba en campaña; no iba a ser fácil. El rastreo por los depósitos de viejos de la zona norte resultó infructuoso por la dispersión del área a cubrir, la vaguedad de la referencia, mi rápida desmoralización. Y cuando intenté localizar a Invernetti en busca de precisiones me di cuenta de que no tenía nada, ni un teléfono. Imperdonable lo mío. Así que pospuse sin fecha el relleno del hueco dejado por la inasible Sonia y me aboqué a completar otros aspectos de la historia. Había material de sobra en que hincar el diente.

Pero había pasado mucho tiempo y no había pasado ningún prejuicio. Cada vez que arrancaba con el cuento de Yotivenko y mencionaba al coreógrafo, enseguida saltaba el lugar común:

– No me digas que Yaya era trolo.

– No te digo.

Cada vez que necesitaba que me consiguieran un dato preciso, requería de un veterano, por ejemplo, el detalle del plantel ruso que vino en la gira de la primavera del '61, los que jugaron y los que no, enseguida me la complicaban:

– Difícil.

– No para vos. Si estabas ahí.

– ¿Ya te fijaste en El Gráfico ? Panzeri escribió largo. ¿Lo tendrán en AFA?

– Por favor…

– Veré qué se puede hacer.

– Probá. En la parte de Atlanta no hay problemas. También tengo quién me ayude con lo de la embajada rusa: hay un viejo pecé, el Pelado Irañeta, que iba y venía en esa época y sabe…

– ¿Era un espía, Yotivenko?

Y vuelta a explicar que no.

Cada vez que quería tirar de alguna lengua retraída empezaba por mostrar mis logros, mentaba rarezas para intrigar, soltaba datos:

– Lo del Bolshoi ya lo cubrí: como estuvieron en el Colón y en el Luna durante dos semanas, hay registro de todo eso.

– ¿El Bolshoi?

– Sí. Es increíble. Y en los archivos de los diarios está también la muerte dudosa del marinero extranjero, el cadáver que nadie reclamó.

– ¿Pero la historia cierra?

– Veremos -y hacía la pausa clave-. Me falta algo, supongo.

– ¿Qué cosa?

– Se llama Sonia.

Pero era al pedo. Nadie sabía nada.

De cualquier manera, dos meses después -aunque la familia, acaudillada por la que el coreógrafo llamaba "gorda Castillo" y yo conocía como hija de Yotivenko, dijo poco y nada, borró con el codo lo que supuso la salpicaría- ya tenía un texto aceptable, con información suficiente como para que la historia cerrara tan justa y herméticamente como el cajón en que habían guardado al viejo Yaya esa tarde horrible bajo el sol de fuego. No era toda la verdad pero era un buen simulacro que cualquiera compraría.

Hasta que una mañana, temprano y en mi casa, sonó el teléfono. Era Invernetti:

– ¿Leíste las necro de hoy?

Evidentemente era lo primero -o lo único- que el coreógrafo leía.

– No.

– Sonia.

– Ah.

– ¿Llegaste a hablar con ella?

– Sí -le mentí.

– ¿Te contó?

– No demasiado. Desconfiaba.

– ¿Le dijiste que ibas de parte mía?

– No.

– Por eso -no pudo ni quiso evitar cierta contrariedad-. ¿Te habló del cuaderno?

– Sí -yo ya estaba jugado-. Pero no le creí.

Se hizo una pausa larga. Lo oí suspirar.

– Lo tengo yo.

– Qué bueno -y me quedé ahí, no fui más lejos.

– ¿Estás trabajando? -dijo él.

– El laburo está casi listo. Me gustaría que lo vieras, pero no tenía cómo localizarte.

– Mandámelo.

– Gracias.

– De nada, mentiroso.

Me dio una dirección y colgó en seguida.

Esa misma mañana le mandé todo y al día siguiente hice tarde y mal todo lo que no había hecho con respecto a Sonia Irina Berdiaef -así complejamente nominada según Clarín y la módica funeraria- en esos meses de investigación. Encontré el modesto geriátrico por Villa Urquiza, hablé con las compañeras de sala y sopa que me ilustraron con envidia sobre sus manías y delirios de grandeza, recogí un par de fotos, me enteré de que la mantenían los puntuales rublos de la embajada rusa y que una rubia descolorida, que no me costó nada identificar con la hija de Yotivenko, había sido la única visita de la última década, no por eso menos maltratada de palabra y obra. Supe finalmente que mi mentira había sido absolutamente verosímil y me sentí tan vacío como tranquilo.

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