Parece ser que, para que se cumplieran las Escrituras, Isaías se refugió en un estrecho armario y que allí mismo lo barrieron con disparos de Itaka. Después, lo acostaron en la mesa, prendieron la sierra y lo cortaron primero en dos, después en cuatro. Metieron todo en una bolsa y lo tiraron por ahí.
Es todo.
Podemos describir la figura del ocho en pareja; pero no sabemos cómo es el ocho de un solo bailarín.
KE-FUI: LA MILONGA Y EL ZEN
La noticia de la muerte de Roberto Parmigiani ha llegado tarde y mal a Buenos aires. Tal vez porque ya nadie, desde hace muchos años, lo conocía en el mundo del tango por ese nombre; acaso porque llevaba décadas fuera del país, pero sobre todo -y el detalle es fundamental- porque él mismo había hecho de su vida una progresiva maniobra de evasión e invisibilidad. Algo singularmente complicado para quien llegó a pesar en su apogeo 145 kilos.
El dato escueto es que Parmigiani acaba de morir en un monasterio budista cercano a Taipei, donde se había retirado hace quince años tras adoptar el nombre de Ke-Fui. Como en su momento le sucedió a Lafcadio Hearn con Japón, Parmigiani supo encontrar en Oriente -y en la cultura china en particular- una nueva identidad que no substituyó a la anterior pero que sin duda la enriqueció, saturando de nuevos sentidos su arte y su vida toda. Claro que es importante separar la realidad del mito, desbrozar la leyenda, sobre todo en un ámbito tan fácilmente proclive a la mistificación como es el tango. Y el de Roberto Parmigiani es, en ese sentido, un caso ejemplar. Tal vez por eso, para poder entenderlo, lo mejor sea comenzar con la crónica sucinta de los últimos avatares de la danza tanguera.
Dicen los que saben, que cada vez son menos, que el que puso de moda, o al menos habilitó, la posibilidad de los bailarines obesos fue el gordo Virulazo, un crack. Ni el mítico Cachafaz ni Juan Carlos Copes ni tanto hierático aprendiz engominado de Valentino de los últimos tiempos se hubieran permitido una cintura de tres dígitos. Virulazo sí, porque bailaba con los pies y la muñeca, ambos lugares físicos distantes de la hipotética cintura. Y si la pertinaz Elvira no extrañaba a su compañero aunque se le hubiera alejado a un promedio de un centímetro por año durante los últimos quince era porque sabía que estaba ahí, al menos cuando bailaban.
Pero Virulazo era una excepción. Desde las últimas décadas del siglo pasado la norma venía siendo, progresivamente otra: jóvenes atletas disfrazados de fiesta con la mirada perdida en un punto fijo se desentendían de lo que pasaba debajo de su cintura mientras -lo que es más grave- cumplían con una rutina gimnástica de ejercicios seriados que poco y nada podían tener que ver con la música que los envolvía sin tocarlos. Así, el mal llamado tango danza o acrobático pasó a ser cosa de escenario primero y después, insensiblemente, espectáculo de arena circense para consumo externo al mismo nivel que el malambo con boleadoras de acrílico y otros excesos. Hasta que la proliferación de esa basura con firuletes for export generó un movimiento re activo y en gran medida saludable: el tango liso .
El tango liso tendía a las formas llanas, a los movimientos armoniosos y no espasmódicos, a la idea elemental de escuchar la música y moverse de acuerdo con sus sugerencias. Los lisos partían de la idea de que el tango debía volver al patio, al club e inclusive -corriendo los muebles- al living de casa, y no ser exclusivamente espectáculo de escenario y competencia de milongueros avezados y compañeras profesionales en pista iluminada. Así, como expresión familiar se baila con la novia, con la mujer, con la hija, con una mina ocasional pero no con una coequíper entrenada; el tango liso es expresión acaso nostálgica de un baile simple y sereno, muestra de un orden anterior.
Así, el movimiento, en gente grande, de clase media, tuvo sentido y arraigo silencioso en una mayoría que quería poder bailar, incluso ir a la milonga del club, sin sentirse un lisiado por no poder hacer seis ochos al hilo o convertir cada pieza en un coitus interruptus .
Claro que por su naturaleza revisionista, el planteo podía derivar a posiciones reaccionarias y beligerantes; y así lo hizo. El movimiento a favor de un tango liso fue copado por impresentables lúmpenes, simples caminadores rítmicos de barrio que trataron de imponer, con sofismas, prepotencia y vulgar chabacanería, la moda del tango pesado , contraparte a la larga no menos penosa del estigmatizado baile acrobático.
Los autodenominados pesados hicieron de su condición un dogma; y no es necesario aclarar que si en el pasado la esbeltez había sido condición necesaria pero no suficiente para el baile, la obesidad aparatosa tampoco lo fue. Muy por el contrario: las coreografías primarias de la nueva tendencia no eran muchas veces el resultado de una elección estética sino de una limitación física. Un bochorno.
Planteadas las cosas en términos tales, así como los densos pesados pasaron a la acción y cargaron contra los atléticos modernos, del mismo modo fueron repelidos. De las palabras se pasó a los hechos. Se sucedieron episodios en otro tiempo impensables en el ámbito de la música ciudadana y sus cultores: enfrentamiento generacional, brotes de racismo, evidencias de homofobia y otras lacras que materializadas en escupitajos de soslayo, zancadillas laterales y sillazos desde atrás le hicieron mucho mal a la convivencia tanguera. Estos sucesos produjeron la decadencia y desnaturalización de la milonga como lugar de encuentro y espacio privilegiado de la ceremonia consuetudinaria del tango. La suerte parecía echada.
Así se llegó al largo período de anarquía conceptual e intemperancia ideológica al que de algún modo sólo ponen fin la imagen y el perfil inconfundible de Roberto Parmigiani, más conocido como Antes . Figura bifronte -último avatar de una estirpe milonguera y primer exponente de una tradición aún sin nombre- Antes refunda la idea misma del tango como baile, lo convierte en otra cosa. Pero en medio hay un largo proceso que vale la pena reconstruir.
Hay quienes han hecho remontar el contacto de Parmigiani con la cultura del Oriente milenario a su adolescencia, cuando comenzó a trabajar como mandadero de la tintorería de Kasuya & Nakata, en su barrio de Almagro. Allí, el gordito negado para las destrezas del fútbol habría tenido oportunidad de compartir e intercambiar saberes varios con los ágiles tintoreros. Así, escenas porteñas y paisajes japoneses decoraban por igual las paredes de El sol poniente , pero tal vez sea forzar demasiado los hechos suponer que la contigüidad de láminas de Medrano y Hokusai indicaran un intercambio cultural profundo.
El pibe aportaba con cierta ingenuidad las experiencias de vida y las anécdotas tangueras de segunda mano transmitidas por su padre, bandoneonista afamado -al menos en su barrio-, mientras los duchos amarillos le enseñaban no sólo los rudimentos de un oficio desde siempre asociado a los de su raza sino técnicas de concentración intercaladas con nociones de karate e ikebana. Pero sólo hasta ahí, porque Roberto Parmigiani apenas si pasó un par de años en la tintorería y la mayoría del tiempo en la calle, repartiendo sobretodos limpiados a seco y sábanas almidonadas. En realidad, la tarea que lo marcó a futuro fue otra.
Precozmente abandonado por el centrífugo sistema educativo y sin vocación aparente, el robusto Roberto fue, durante los años finales de su adolescencia porteña, y por tácito mandato familiar, discontinuo aprendiz del instrumento responsable -dicen- de la melancolía del tango. Bajo la mirada atenta del padre, fija en los dedos blandos y gruesos, inevitablemente torpes, el muchacho acunó el complejo bandoneón con más temor que fervor durante las siestas sabatinas de sus dieciocho años. No funcionó, jamás pudo memorizar con soltura el orden anárquico de esas viejas botoneras que parecían extrañar la perfecta digitación paterna. Al fin, tras escuchar durante meses las infructuosas y reiteradas quejas del bandoneón, el viejo Parmigiani paró la música y la mano y decidió -con algo de ironía y ningún sarcasmo- que su hijo tocase los instrumentos de otra manera: que cargase con ellos.
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