Sofi Oksanen - Purga

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En una despoblada zona rural de Estonia, en 1992, recuperada la independencia de la pequeña república báltica, Aliide Truu, una anciana que malvive sola junto al bosque, encuentra en su jardín a una joven desconocida, exhausta y desorientada. Se trata de Zara, una veinteañera rusa, víctima del tráfico de mujeres, que ha logrado escapar de sus captores y ha acudido a la casa de Aliide en busca de una ayuda que necesita desesperadamente. A medida que Aliide supera la desconfianza inicial, y se establece un frágil vínculo entre las dos mujeres, emerge un complejo drama de viejas rivalidades y deslealtades que han arruinado la vida de una familia.
Narrada en capítulos cortos que alternan presente y pasado a un ritmo subyugante, la revelación gradual de la historia de ambos personajes mantiene en vilo al lector hasta la última página. Con meticuloso realismo, Oksanen traza los efectos devastadores del miedo y la humillación, pero también la inagotable capacidad humana para la supervivencia. Una novela de múltiples lecturas y matices, que por su originalidad y su maestría nos asombra y sobrecoge.

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– ¡Que te vayas, joder!

Lavrenti se encogió de hombros como diciéndole a Zara que otra vez sería y se encaminó a la taquilla. Ella lo observó alejarse y aspiró profundamente el olor de Letonia. El suelo estaba lleno de envoltorios de helado. En aquel lugar reinaba aún una atmósfera de niños en vacaciones y familias reunidas, de festones en las faldas de las esposas de los líderes del Partido, del entusiasmo de los pioneros y el sudor de los atletas soviéticos. Lavrenti les había contado que su hijo había estado allí entrenándose, igual que el resto de deportistas de élite soviéticos. ¿Era su hijo atleta? Zara tendría que memorizar lo que decía aquel hombre. Podría serle útil. Debía lograr que confiase en ella, podría convertirse en su favorita.

Paša tamborileaba en el volante. Tap, tap, tap. Las tres cúpulas que llevaba tatuadas en el dedo corazón de cada mano daban saltitos. El año 1970 ondeaba también al son del tamborileo; en cada dedo había una fecha de un azul ya desvaído. ¿Sería su fecha de nacimiento? Zara no lo preguntó. De vez en cuando, él se hurgaba el oído. Sus lóbulos eran tan pequeños que en realidad casi no tenía. Zara observaba la carretera, midiéndola. Si echaba a correr, no llegaría muy lejos.

– ¡Los chicos de Perm ya están esperándonos en Tallin!

Tap, tap, tap.

Paša estaba nervioso.

– ¿Dónde se habrá metido ése? ¿Por qué demonios tarda tanto?

Tap, tap, tap.

Sacó dos botellas de cerveza, las abrió y le dio una a Zara, que bebió con ansia. Al otro lado de la ventanilla, la carretera la llamaba, pero Estonia estaba cerca. Paša bajó del coche, dejó la puerta abierta y encendió un Marlboro. Un soplo de aire le secó el sudor. Una familia pasaba por allí. Turaida pils, canturreaba el niño, el letón resonaba, frizetava, la mujer se ahuecó el pelo reseco, el hombre negó con la cabeza, particas veikas, la mujer asintió, cucurs, la voz se elevó, piens, maize, apelsinu sula, los ojos de ella se fijaron en Zara, que desvió la mirada y se reclinó contra el respaldo, la mujer no se detuvo, es nesprotu, la falda plisada ondeaba con ligereza, siers, degvins, los dedos de los pies de la mujer rozaban la tierra entre las tiras de cuero de las sandalias. Pasaron de largo, las anchas caderas desaparecieron bamboleándose, la fragancia de su eau de cologne llegó hasta el coche; una familia normal y corriente desaparecía en el teleférico y Zara seguía sentada en aquel coche que olía a gasolina. No, no podía gritar, no podía hacer nada.

La carretera estaba desierta. Los arbustos brillaban al sol. Una motocicleta con sidecar los adelantó con un zumbido y la carretera volvió a quedarse vacía y ardiente. Zara rebuscó un Valium en su sujetador. ¿La matarían a tiros en pleno día si echaba a correr, o la atraparían? Claro que la cogerían. Apareció una niña en una bicicleta muy grande. Llevaba sandalias y unos calcetines que le llegaban hasta la rodilla. A un lado del manillar colgaba una cesta de plástico y al otro un pequeño cacharro de leche. Zara la miró fijamente y la niña la saludó con la mano y le sonrió. Zara cerró los ojos. Tenía un mosquito en la frente, pero no le quedaban fuerzas para espantarlo. La puerta se abrió de golpe. Zara alzó los ojos. Lavrenti. El viaje continuó. Paša conducía. Lavrenti sacó una botella de vodka y un pan, al que fue dando bocados entre trago y trago, limpiándose con la manga. Un trago de vodka, la manga, un trago de vodka, la manga, un trago de vodka, la manga.

– He ido a Turaida.

– ¿Adónde?

– A Turaida. Se veía desde ahí, desde el muro.

– ¿Desde qué muro?

– Desde donde sale el teleférico. Hay unas vistas preciosas. Se ve hasta el otro lado del valle. Hay una mansión y después el castillo de Turaida.

Paša subió el volumen de la música.

– He ido en taxi. La mansión era un sanatorio y de ahí he cogido un taxi hasta Turaida.

– ¿Qué dices? ¿Por eso has tardado tanto?

– El taxista me ha contado una historia sobre la rosa de Turaida.

Paša pisó el acelerador. A Lavrenti le temblaba la voz por el vodka y la emoción. Paša subió más la música, probablemente para no oírlo, Lavrenti se apoyó contra el hombro de Zara. Su aliento a alcohol era frío, pero en su voz pesaba la melancolía y la añoranza. De repente, Zara se reprochó haber reconocido eso en la voz de Lavrenti, pues era la voz de su enemigo, no la de una persona.

– Allí he visto una tumba, la tumba de la rosa de Turaida. La tumba de un amor verdadero. Acababa de salir una pareja de recién casados y habían dejado rosas. La novia iba vestida de blanco… Alguien había dejado también claveles rojos.

Lavrenti se interrumpió. Le ofreció la botella a Zara, que tomó un trago. También le tendió el pan. Ella cogió un trozo. La trataba con cierta ternura. La capacidad de observación de los tiernos se debilita. A lo mejor podría escapar. Pero si intentaba hacerlo entonces tendría que ir a otra parte, no a donde iban ellos. Y no sería capaz.

Paša reía.

– La rosa de Turaida también tenía los ojos azules -se burló-. ¿Acaso preparaba el mejor saslik del mundo?

Lavrenti le golpeó el hombro con la botella. El coche dio un par de peligrosos bandazos, de arcén a arcén.

– ¡Estás loco o qué!

Consiguió recobrar el control del coche y continuaron viaje hacia donde pasarían la noche, mientras Paša parloteaba sobre sus planes en Tallin.

– Y unos casinos como en Las Vegas. Sólo hay que ser rápido, hay que ser el primero, la lotería de Tallin y sus casinos. ¡Todo es posible!

Lavrenti bebía vodka, partía pan y se lo ofrecía a Zara, y los graves de la radio hacían vibrar el coche todavía más que los baches de la carretera. Paša seguía con su Salvaje Oeste, porque eso era lo que significaba Tallin para él.

– Vosotros, los estúpidos, no lo entendéis.

Lavrenti frunció el cejo.

– Lo que ocurre es que tú no tienes a Rusia en el corazón.

– Pero ¿qué dices? ¡Estás como una cabra!

Paša le dio un empujón y Lavrenti se lo devolvió, y el coche volvió a dar bruscos bandazos. Zara intentó esconderse como pudo en el espacio entre los asientos. El coche se balanceaba y daba tumbos, el bosque pasaba volando alrededor, aquellos pinos negros. Zara tenía miedo, la saliva con olor a alcohol la salpicaba, olía a la cazadora de piel de Paša, a los asientos de skay del Ford, al ambientador Wunderbaum, el coche seguía dando bandazos, y la pelea continuó hasta que se calmaron los ánimos. Zara se atrevió finalmente a cerrar los ojos. Despertó cuando Paša entró derrapando en la finca de su socio. Se quedó hablando con los otros hombres toda la noche, mientras Lavrenti llevaba a Zara a su habitación y se le echaba encima, sin dejar de repetir el nombre de Verotska.

Por la noche, se quitó la mano de Lavrenti del pecho con cuidado, se levantó de la cama con sigilo y fue hasta la ventana cerrada con pestillo. Parecía fácil de abrir. La carretera, que se distinguía entre las cortinas, era como una lengua gorda y seductora. En Tallin, probablemente volvería a estar encerrada en una habitación con cerrojos. Algún día las cosas tenían que cambiar.

Al día siguiente llegaron a Valmiera, donde Lavrenti le compró a Zara unas chucherías, y luego continuaron hacia Valga. Paša y Lavrenti no se hablaban más que lo imprescindible. Estonia se acercaba. La carretera la llamaba, pero Estonia ya estaba muy cerca. Y ella no escaparía, claro que no, no podría.

En la frontera de Valga, Paša sacó un mapa arrugado del bolsillo. Lavrenti le dio unos golpecitos con el dedo.

– No cruzaremos por el puesto de guardia fronteriza. Mejor demos un rodeo.

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