En aquella habitación.
Las mismas manos peludas.
En aquel sótano del ayuntamiento donde Aliide había desaparecido y de donde quería salir con vida, aunque lo único que había sobrevivido era su vergüenza.
Al marcharse, no levantó la vista del suelo ni de la escalera ni de la calle. Un camión del ejército pasó traqueteando a gran velocidad y la cubrió de polvo, que se pegaba a sus encías y sus ojos y se convertía en cenizas al contacto con su piel ardiente.
Desde las ventanas de la Casa de Cultura se oían los ensayos del coro: Mi canto y mi trabajo.
Pasó otro camión, esta vez un tráiler. El remolque iba dando tumbos. La grava le salpicó las piernas.
T ú est á s conmigo, gran Stalin.
Martin estaba esperándola en la puerta de casa e hizo un gesto señalando la mesa, donde había una lata de hígado de bacalao, un manjar para su dulce palomita, cuando fuese capaz de comer. Había quedado media cebolla reseca sobre la tabla de cortar, la cebolla picada que había sobrado de los bocadillos apestaba, igual que el hígado de bacalao. Había otra lata vacía al lado de la tabla y su borde recortado parecía una dentadura. Aliide tenía ganas de vomitar.
– Ya he comido, pero le he preparado unos bocadillos a mi palomita para que coma en cuanto pueda. ¿Te ha dolido?
– No.
– ¿Te duele ahora?
– Nada. No siento absolutamente nada. Tengo la boca dormida.
Un trozo de diente encajado entre los otros dientes crujía cuando movía la boca. Aliide miraba fijamente el medio bocadillo de hígado de bacalao que Martin había dejado sobre la mesa, incapaz de decir nada, aunque consciente de que su marido esperaba que le diese las gracias por conseguir hígado de bacalao. Habría sido mejor que no le hubiese echado cebolla.
– Un hombre agradable ese Borís -comentó Martin.
– ¿Te refieres al dentista?
– ¿A quién si no? Ya te había hablado antes de él.
– De algún Borís, quizá. Pero no me habías dicho que fuera dentista.
– Lo mandaron hace poco.
– ¿Qué hacía antes?
– Ese mismo trabajo, claro.
– ¿Y tú lo conoces?
– Hemos trabajado juntos para el Partido. ¿Y dices que no me ha mandado saludos?
– ¿Por qué iba mandarte saludos a través de mí?
– Sabe que estamos casados.
– Ya.
– Pero ¿qué te pasa?
– Nada.
– Bueno, hay que ordeñar las vacas.
Aliide fue a la habitación, se quitó su nuevo vestido de rayón que por la mañana le había parecido muy bonito, con sus lunares rojos, pero que ahora se le antojaba repugnante, porque probablemente era incluso demasiado bonito y se le ceñía demasiado bien al pecho. Los trozos de franela que llevaba en las axilas para absorber el sudor estaban empapados. Seguía teniendo la parte inferior de la cara dormida, al punto de no sentir cómo los ganchos de los pendientes le rasguñaban la carne. Se puso la chaqueta de ordeñar, se ató el pañuelo a la cabeza y se lavó las manos.
El olor a cebolla se disipó en el establo. Aliide se apoyó contra la pared de piedra. Tenía las manos enrojecidas de frotarlas con un cepillo basto y agua fría, estaba cansada, y la tierra bajo sus pies estaba exhausta, cedía a su paso y jadeaba como el pecho de un moribundo. Oía los mugidos de los animales a sus espaldas, estaban esperándola y tenía que acudir a su llamada. Se dio cuenta de que ella también había estado esperando. Había estado esperando a alguien, como también lo había hecho aquella vez en aquel sótano donde se había encogido convirtiéndose en un ratón en un rincón, en una mosca en la lámpara. Y tras haber conseguido salir de allí, había seguido esperando a alguien. Alguien que la ayudase o que al menos le quitase de encima parte de lo sucedido en aquel sótano. Alguien que le acariciase el pelo y le dijese que no había sido culpa suya. Que también le dijese que nunca más. Que le prometiese que nunca más, pasara lo que pasase.
Y cuando comprendió qué era lo que había estado esperando, comprendió también que ese alguien nunca llegaría. Que nadie pronunciaría jamás aquellas palabras, que no las pronunciaría cargadas de su significado, y que nunca se ocuparía de que no volviese a ocurrir. Ella, Aliide, era la única responsable. Nadie lo haría jamás por ella, ni siquiera Martin, por mucho que deseara el bien de su esposa.
En la cocina, el hígado de bacalao se secaba, el relleno del pan se oscurecía por los bordes. Martin se sirvió vodka esperando a que su mujer volviese del establo, se sirvió otro vaso y después un tercero, se limpió con la manga como hacen los rusos y se sirvió un cuarto vaso, no tocó los bocadillos, sino que esperó a que llegase Aliide. La estrella roja de un futuro maravilloso resplandecía sobre su cabeza, un haz de luz amarillenta de la lámpara, una familia feliz.
Aliide lo contemplaba desde fuera, por la ventana, incapaz de entrar.
1992, oeste de Estonia
Zara descubre la rueca y la levadura
Zara tomó aliento. Al hablar de Vladivostok, se había olvidado por un momento del instante y el lugar donde estaba, entusiasmándose como no lo había hecho en mucho tiempo. El trajín de Aliide en la cocina de leña la devolvió a la realidad, y reparó en que la anciana le había puesto un vaso en la mano. El fermento del kéfir ya estaba lavado y la leche había sido cambiada por leche fresca. La que se había retirado estaba en el vaso de Zara, que probó la bebida dócilmente, pero era tan ácida que sus labios se contrajeron, así que camufló el vaso entre la vajilla que había en la mesa, mientras Aliide salía un momento fuera para lavar el rábano picante. La cocina de leña rezumaba el familiar olor de los tomates a punto de hervir, que Zara aspiraba profundamente mientras troceaba otros para ayudar a la anciana. El ambiente familiar de la cocina, el vapor que ascendía de las cacerolas, las filas de tarros de conserva que se enfriaban, todo aquello la hacía sentirse bien. También su abuela estaba siempre de buen humor cuando preparaba conservas para asegurarse el invierno. Era la única labor doméstica en que participaba, en realidad, era ella quien mandaba y sólo de vez en cuando le pedía a su madre que picase repollo. Y ahora Zara estaba sentada a la mesa con Aliide Truu, con aquella Aliide Truu que odiaba a su abuela. Era mejor retomar la cuestión esencial, y no esperar a un momento adecuado que quizá nunca llegaría. Aliide estaba concentrada en rallar el rábano picante.
– Para la ensalada de invierno: trescientos gramos, la misma cantidad de ajo, manzana y pimiento. Un kilo de tomates, sal. Azúcar y vinagre. Todo dentro de un tarro, nada más, y ni siquiera hace falta calentarlo. Así se conservan las vitaminas.
Zara movía los dedos con habilidad al trocear los tomates, pero tenía otra vez la lengua como entumecida. Quizá Aliide se enfadaría con ella si sabía quién era, y si entonces se negaba a ayudarla, ¿adónde iría? ¿Cómo arriesgarse a estropear aquel ambiente distendido que habían creado los recuerdos de Vladivostok? La abuela y Aliide no podrían haberse enfadado por unas cuantas espigas, seguro que no, por mucho que Aliide insistiese. ¿Qué había ocurrido en realidad?
Había estado observando a la mujer todo el tiempo, mientras ésta, de espaldas, se concentraba en las tareas del hogar. Había visto su fragilidad y sus uñas ennegrecidas, la piel bronceada y arrugada como la corteza de un árbol, bajo la cual se distinguían claramente las venas azuladas. Había buscado algo familiar en ella, pero la anciana que se afanaba en aquella cocina no se parecía en nada a la chica de la fotografía, menos aún a la abuela, así que Zara se había concentrado en observar la casa. Cuando Aliide no la veía, aprovechó para tocar la tijera de esquilar que colgaba de la pared y una llave grande y oxidada. ¿Sería la del establo? Colgaba de la pared de la habitación, justo al lado de la estufa, cuando la abuela vivía allí. Encima del marco de la puerta había un diente de madera de un rastrillo fabricado por el padre de su abuela. Había un mueble que se utilizaba para el aseo, y un perchero negro del que ahora colgaba la chaqueta de Aliide. ¿Sería en ese armario donde la abuela había guardado su ajuar bien doblado? Allí estaba la estufa a la que la abuela se arrimaba cuando tenía frío, y por detrás del armario habían metido una rueca. ¿Sería con la que hilaba? Allí estaba la lanzadera de su abuela, aquí el pedal y el huso.
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