– Hans, no lo estropees todo con tu estupidez.
Aliide estornudó. Tenía algo dentro de la nariz. Al sonarse, vio una pelusilla roja en el pañuelo: la colcha nupcial de Ingel.
En ese instante se dio cuenta de que Hans no la había mirado a los ojos ni una sola vez, aunque era lo que ella había soñado durante años y pese a que había contemplado hasta la saciedad cómo las miradas de Hans e Ingel se cruzaban en medio de las tareas, cómo las pestañas de él se humedecían por la añoranza y cómo el deseo hacía que le latiese una vena en los párpados. Aliide había soñado con experimentar algo similar algún día, poder mirar a Hans sin riesgo de que Ingel advirtiese que su hermana menor miraba a su marido de ese modo, y lo que significaría que él respondiese a su mirada. Y ahora que era posible, no lo había hecho. Ahora que necesitaba la mirada de Hans para ser fuerte, para ser pura, para no desmoronarse, él ni siquiera lo había intentado. Ahora, la pelusilla de la colcha nupcial de Ingel le picaba en la nariz, el pájaro de castaña de Linda la miraba mudo desde la esquina del armario y Hans seguía pensando en su esposa y no reconocía a Aliide como su salvadora. Tan sólo repetía que si los ingleses acudían a salvarlos las cosas se arreglarían; irían los americanos, Truman, Inglaterra, la salvación llegaría en oleadas tan blancas que sólo existiría un blanco más blanco: el de la bandera de Estonia.
– ¡Vendrá Roosevelt!
– Roosevelt está muerto.
– ¡Occidente no nos olvida!
– Ya nos olvidó. Ganó y se olvidó.
– Eres una persona de poca fe.
Aliide no replicó. Algún día entendería que su salvador no llegaría del otro lado del océano, sino de allí, que estaba ante él, dispuesta a lo que fuese, a aguantar hasta el final sólo con la fuerza de una mirada. Aunque ahora Aliide era la única persona en la vida de Hans, aun así no la miraba. Pero eso cambiaría algún día. Sin duda. Porque sólo con Hans las cosas tenían sentido. Sólo a través de él ella existía.
Las paredes crujían, el fuego crepitaba en la cocina de leña, las cortinas corridas ante los ojos de cristal de la casa respiraban con pesadez, y Aliide aplastó sus esperanzas. Les ordenó quedarse quietas a la espera de un momento más propicio. Había estado demasiado ansiosa, demasiado impaciente. No debía apresurarse, porque una casa construida con prisas no se aguanta en pie. Paciencia, Liide, paciencia, trágate tu decepción, aparta esa vanidad que te hacía pensar que el amor llegaría en cuanto la gata estuviese fuera de casa. No seas estúpida. Ahora coge la bicicleta, ve a dar tu paseo diario y vuelve a ordeñar las vacas, todo va bien. Aliide se consolaba y comprendía lo infantiles que habían sido aquellas fantasías tejidas en tan pocos días. Claro que Hans necesitaba tiempo. Habían pasado demasiadas cosas en muy pocos días, tenía la cabeza en otra parte, pero Hans no era una persona desagradecida. Aliide disponía de todo el tiempo para esperar buenas palabras. Aun así, los ojos se le llenaron de lágrimas, igual que a un niño enrabietado, y el enojo le quemaba la boca. Los desayunos que preparaba Ingel siempre habían sido premiados con besos tiernos y arrumacos. ¿Cuánto tendría que esperar ella para que simplemente le diese las gracias?
El cadáver de Lipsi apareció cerca de la casa. En sus ojos ya revoloteaban insectos parecidos a moscas.
Aliide se había imaginado que después de haber reemplazado a Ingel ya no la torturaría el pensamiento de lo que estarían haciendo su hermana y Hans en casa en el mismo momento en que ella cenaba con Martin en cualquier lugar. Creía que ya no se torturaría imaginando a Ingel hilando con su rueca por la noche y Hans a su lado tallando madera, mientras ella intentaba entretener a Martin en casa de los Roosipuu.
Sin embargo, la angustia se presentó en la nueva casa con ropa nueva e hizo que Aliide no pudiera dejar de pensar en Hans. Si estaría despierto o quizá dormía. Tal vez estuviera leyendo un periódico, ese nuevo que ella le había llevado, o a lo mejor aquellos viejos que había trasladado al escondrijo. A decir verdad, no había otro lugar donde esconder la prensa de la época anterior a los rusos. O un libro, ¿estaría quizá leyendo un libro? Resultaba muy difícil conseguir libros que pudiesen interesarle a Hans. También se había querido llevar la Biblia, la de familia. Mejor, porque de lo contrario tendrían que haberla utilizado para prender la leña.
Las noches de Aliide y Martin en la casa nueva seguían el mismo patrón de siempre. Martin hojeaba el periódico, se limpiaba las uñas con un cuchillo y de vez en cuando leía en voz alta fragmentos de noticias, a los que añadía sus opiniones. ¡Los sueldos en el campo tendrían que subir! Sí, claro, asentía Aliide con la cabeza, claro que sí. ¡Aldeas con gestión colectiva! ¡Trabajar los domingos de verano! Aliide asentía sin el menor asomo de duda, pero en realidad estaba pensando en Hans, que se hallaba a apenas unos metros de distancia, y masticaba carbón para tener los dientes igual de blancos que Ingel. ¡Gente joven para implantar el comunismo en el campo! Sí, Aliide estaba totalmente de acuerdo, todos los que tenían piernas fuertes se habían largado a las ciudades.
– Aliide, estoy tan orgulloso de que no quieras abandonar del campo…
Ella asintió con la cabeza.
– ¿O habría deseado ir a Tallin mi palomita? Todos mis antiguos camaradas están allí, donde un hombre como yo sería útil.
Aliide negó con la cabeza. Pero ¿de qué estaba hablando? Ella no podía irse de allí.
– Sólo quiero estar seguro de que mi palomita está contenta.
– ¡Aquí se está bien!
Martin la abrazó bruscamente y la llevó en volandas por la cocina.
– No podría tener mejor testimonio de que mi querida palomita desea participar en la construcción de este país. El trabajo de base hay que hacerlo en el campo, ¿verdad? He pensado en proponer que el koljós compre un nuevo camión. Podríamos llevar gente a la Casa de Cultura para que vean películas sobre los logros de nuestra gran patria, y por supuesto para que también asistan a las clases nocturnas. Eso levanta la moral. ¿Qué te parece?
Martin volvió a sentarla en su silla y siguió haciendo planes con entusiasmo. Aliide asentía cuando convenía. Retiró de la mesa las briznas de paja caídas de la manga de Hans al mediodía y se las guardó en el bolsillo. ¿Tal vez a Martin le habían ofrecido algún puesto en Tallin? En caso de ser así, ¿no se lo diría directamente? Volvió a cardar el lino mientras el fuego crepitaba en la cocina y ella observaba a su marido de reojo, pero su comportamiento era el de siempre. Se había asustado sin motivo. Sólo había creído que su mujer deseaba vivir en Tallin. Y claro que lo haría si Hans no existiese. Hasta le costaba salir en bicicleta para recaudar los impuestos, aunque no era necesario que lo hiciese a diario. Aun así, pedaleaba de regreso a casa siempre con el miedo silbando en las ruedas: ¿habría estado alguien inspeccionando la casa en su ausencia? Sin embargo, nadie se atrevería a entrar a la fuerza en el hogar de un dirigente del Partido, ¿verdad que no? Martin podría arreglar las cosas para que ella pudiese repartir su turno con otra persona. Él entendería que su esposa quisiera cuidar mejor de su casa y su jardín.
Mientras tanto, el oro robado a los deportados a Siberia se convertía en dientes nuevos en nuevas bocas, las sonrisas doradas competían en brillo con el sol, y a su alrededor, en el país, crecían las miradas esquivas y las expresiones furtivas. En los mercados, en las carreteras y en los campos, era fácil toparse con una corriente interminable de ojos de iris negros ya grisáceos y el blanco enrojecido. Cuando las últimas fincas desaparecieron engullidas por los koljós, las palabras directas se volatizaron y se quedaron flotando entre líneas. A veces, Aliide pensaba que aquel ambiente se había filtrado en Hans a través de las paredes. Que él seguía el mismo código de conducta indefinido por el cual la gente evitaba mirarse, y que también Aliide observaba. Quizá Hans se lo había contagiado. O quizá ella se había contagiado fuera y se lo había pasado a él.
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