Sofi Oksanen - Purga

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En una despoblada zona rural de Estonia, en 1992, recuperada la independencia de la pequeña república báltica, Aliide Truu, una anciana que malvive sola junto al bosque, encuentra en su jardín a una joven desconocida, exhausta y desorientada. Se trata de Zara, una veinteañera rusa, víctima del tráfico de mujeres, que ha logrado escapar de sus captores y ha acudido a la casa de Aliide en busca de una ayuda que necesita desesperadamente. A medida que Aliide supera la desconfianza inicial, y se establece un frágil vínculo entre las dos mujeres, emerge un complejo drama de viejas rivalidades y deslealtades que han arruinado la vida de una familia.
Narrada en capítulos cortos que alternan presente y pasado a un ritmo subyugante, la revelación gradual de la historia de ambos personajes mantiene en vilo al lector hasta la última página. Con meticuloso realismo, Oksanen traza los efectos devastadores del miedo y la humillación, pero también la inagotable capacidad humana para la supervivencia. Una novela de múltiples lecturas y matices, que por su originalidad y su maestría nos asombra y sobrecoge.

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La única diferencia entre Hans y el resto de la gente de mirada esquiva era que él seguía hablando sin titubear. Su mente seguía creyendo en lo mismo, pero su cuerpo cambiaba a medida que lo hacía el mundo exterior, aunque no tuviese un contacto real con él.

1950, oeste de Estonia

Hasta la joven del chico de las pel í culas tiene un futuro

– ¿Por qué tu madre nunca va al cine? Mamá dice que jamás lo hace.

Era la voz de un niño en el patio de delante de la oficina del koljós. El hijo de la primera tractorista, Jaan, miraba fijamente al hijo del encargado del gallinero, que empezó a patear la arena. Aliide estuvo a punto de intervenir y decirles que no a todo el mundo tenía que gustarle necesariamente el cine, pero se dio cuenta de que era mejor callar. La esposa de Martin simplemente no podía decir esas cosas, no sobre aquellas películas, ahora que había conseguido un buen trabajo de media jornada, un trabajo fácil de contabilidad en la oficina.

El hijo del encargado del gallinero observaba los granos de arena en la punta de sus zapatos.

– ¿O tu madre es una fascista?

Jaan tomó impulso y le echó arena al otro niño.

Aliide volvió la cabeza y se apartó. Había llevado a los muchachos que traían las películas hasta allí, más tarde Martin llegaría con gente en el nuevo camión. Por la mañana le había contado muy orgulloso que había puesto unas ramas de abedul en las esquinas de la plataforma del vehículo. Así parecía más lujoso y al mismo tiempo protegía a la gente del viento. El espectáculo tendría lugar de noche. Primero el Noticiario General de la Estonia Soviética presentaría Los d í as felices de la é poca de Stalin y después proyectarían La batalla de Stalingrado, enésima parte, ¿o era Luces del kolj ó s?

El proyeccionista enseñaba el proyector a los niños, que daban vueltas alrededor del coche del hombre igual que peonzas, con los ojos llenos de entusiasmo y sin apartar la vista del aparato ni por un momento. Alguno ya había dicho que de mayor quería ser proyeccionista, así viajaría en coche de un lado al otro y vería todas las películas. El contable estaba ordenando las sillas; las ventanas de la sala se habían tapado con mantas del ejército. Al día siguiente había una representación gratuita en colegio: Un hombre de verdad: historia de un h é roe. La madre de Jaan se presentó con botas y mono de trabajo, se enjugó la frente y explicó algo sobre la brigada de mujeres tractoristas. Era una familia de estonios venidos de Rusia, que habían conservado el idioma, aunque por lo demás eran iguales que los rusos. Al llegar al koljós no traían ni un petate consigo, pero ahora en la sonrisa de la madre de Jaan brillaba el oro y su hijo cazaba fascistas. Habían convertido una habitación de la casa que les asignaron en una cuadra de ovejas. Cuando Aliide fue a visitarlos, vio a las bestias atadas a las patas de un viejo piano. Un bonito piano alemán.

Las muchachas habían acudido a la oficina con anticipación para esperar la llegada de los proyeccionistas. Entre ellas había una ordeñadora que el ayudante del proyeccionista ya conocía y con quien fue a hablar, intentando hacerla reír e insistiéndole para que se quedase al baile que se celebraría después de la función. El muchacho pondría el gramófono y las muchachas guapas bailarían tanto que al día siguiente no podrían moverse. «Ji, ji», reía la ordeñadora, tratando de imitar a una chica ingenua, pero ese sonido no le iba a sus mejillas de aldeana, rojas como la bandera. A Aliide la irritaba la mirada ansiosa y excitada de aquella muchacha de dieciséis años que tenía como objetivo a aquel chico que fumaba cigarrillos con la gorra ladeada. De vez en cuando, se remetía el pantalón de perneras estrechas en las botas, silbaba canciones de las películas y se pavoneaba delante de la muchacha como si fuese una estrella. Aquel día caluroso se podía oler a distancia el sudor de los pechos de la ordeñadora. Aliide tenía ganas de darle una zurra por estúpida y decirle que aquel chico hacía reír a las ordeñadoras de todas las aldeas del mismo modo, y también a todas las muchachas de dieciséis años, a todas las que tenían una mirada ansiosa por el futuro, la misma manera de sacar pecho y un canalillo igual de tentador, igual de tentador cada vez, en cada sitio, toma una palmadita, chiquilla, toma, a ver si me entiendes. Aliide se apoyó contra el coche y de reojo vio cómo el muchacho acariciaba furtivamente el rollizo brazo de la ordeñadora, y aunque estaba convencida de que ésta no sospechaba que el chico utilizaba los mismos trucos con todas las jóvenes pechugonas, aun así le pareció injusto que ésta se permitiese, siquiera por un momento, creer en un futuro en que ella y él bailarían y verían películas, en el que a lo mejor algún día ella le prepararía la cena en la casita que compartirían. No obstante, por muy mínima que fuese la probabilidad de un futuro común entre aquellos dos, siempre sería mayor que la de Aliide y Hans. Dios santo, incluso la pareja más improbable tenía mayores posibilidades.

El hijo del encargado del gallinero pasó corriendo junto a ella, seguido por Jaan, dejando tras de sí una nube de arena que hizo estornudar a Aliide. Oyó pasos familiares, una cadencia que conocía. El saludo resonó como un trombón y no le hizo falta levantar la cabeza para reconocer la voz: era la de aquel hombre que había llevado a Linda desde la habitación contigua en el sótano del ayuntamiento.

– ¡Bienvenido al trabajo! -gritaron desde la oficina-. Aquí está nuestro contable jefe.

Aliide tuvo que sentarse. Le fallaron las piernas y la fuerza se le escapaba. El proyeccionista se dio cuenta de que estaba mareada y, mientras su ayudante seguía haciendo reír a la ordeñadora, acompañó a Aliide hasta un banco y le preguntó qué le ocurría. El desgarrón de su pantalón militar colgaba justo delante de la nariz de Aliide, y una mirada curiosa la escrutaba desde lo alto. Contestó que había sido el calor, que le pasaba a veces. El proyeccionista fue por agua. Aliide apoyó la cabeza sobre las rodillas; las manos le temblaban y las rodillas se contagiaban. Las botas de cuero curtido al cromo de aquel hombre pasaron a un metro de distancia y levantaron una polvareda de arena que le penetró en los pulmones. Aliide se abrazó las piernas y apretó los muslos contra el banco para controlar el temblor. La arena le secó los pulmones, el sudor le corría desde las axilas hasta el banco, resolló al respirar hondo, su garganta sólo soltaba arena, aquellos granos secos se arremolinaban en su cavidad torácica. El proyeccionista le trajo un vaso de agua. La mano temblorosa de Aliide derramó la mitad, de modo que él tuvo que aguantárselo para que bebiera. El hombre comentó con alguien que no pasaba nada, que era sólo un mareo debido al calor. Aliide intentaba asentir con la cabeza, aunque su piel ardía tanto que parecía contraerse, y ella misma también se contraía en su interior. Entretanto, los pajarillos piaban en los árboles y desgarraban con sus picos ansiosos el cielo azul y las nubes blancas, desgarro, pío, desgarro, pío, desgarro, trago, escupitajo, sus ojillos negros se movían inquietos y la respiración arenosa de Aliide los hacía brincar.

Los chicos del cine la llevaron a casa en su coche. La ordeñadora los acompañó, asegurando que necesitarían a alguien que los guiase de vuelta a la oficina. Dentro de aquel coche sofocante el olor a sudor de la ordeñadora se volvió más penetrante. A Aliide se le quedó pegada la parte baja de la chaqueta. Con tanta excitación, la muchacha era incapaz de contener sus risitas y a veces aquel «ji ji» se convertía en un gruñido y su cabeza oscilaba hacia Aliide, y entonces sus orejas casi se rozaban. De las orejas de la ordeñadora salían pelos con bolitas de cera pegadas. Se movían al viento mientras la muchacha se preguntaba entre risitas tontas qué podría haberle ocurrido a la hija de Theodor Kruus para haberse ahorcado tan joven. Quizá echase de menos a sus padres; éstos habían tenido mala suerte al final, eran gente problemática, pese a que la muchacha era muy agradable y no la habían deportado como a ellos. Resultaba difícil creer que una chica tan agradable tuviese unos padres como aquéllos. Ji ji.

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