Al día siguiente, la tienda de la aldea recibió mercancía. Aliide fue a hacer cola con la bicicleta, pero también se acercó a la farmacia por yodo. Había otras muchas personas comprando lo mismo. Entonces era cierto. Cuando volvió a casa, Martin ya había oído mencionar el asunto en boca de sus amigos.
– Mentiras cochinas otra vez. Propaganda occidental.
Aliide cogió la botella de yodo y estaba a punto de añadirlo a la comida de Martin cuando de repente cambió de opinión.
El 9 de mayo, el Comisariado de Guerra empezó a llamar a filas a los hombres del koljós. Para hacer instrucción y maniobras, adujeron. Del koljós Primavera del Triunfo salieron cuatro chóferes, después un médico y los bomberos. Aún no hablaban oficialmente sobre Chernóbil. Corrían rumores de toda clase y alguna gente comentaba que mandaban allí a quienes estaban en prisión a causa de sus opiniones. Aliide tenía miedo.
– Han llamado a mucha gente -dijo Martin secamente; ya había dejado de mascullar sobre la propaganda de los fascistas.
Los ancianos estaban seguros de que las llamadas a filas eran una señal de guerra. El hijo de los Priks se rompió la pierna a propósito saltando desde el tejado para librarse de acudir. Y no fue el único. Pero siempre mandaban a algún otro en lugar del que se libraba.
Aliide no podía saber si todo aquello significaba realmente que había estallado la guerra. ¿La primavera había sido excepcional en algún sentido? ¿Y el invierno? Era cierto que la primavera se había adelantado un poco; ¿debía interpretarlo de alguna manera? Cuando estaba escogiendo patatas de siembra en el campo, ¿debería haber advertido que la tierra estaba más seca de lo normal en esa época? ¿Que la nieve se había derretido algo antes? Cuando la lluvia primaveral había caído insistentemente mientras ella se encontraba fuera vestida sólo con una camiseta de manga corta, ¿debería haber intuido que algo iba mal? ¿Por qué no había notado nada? ¿O acaso estaba ya tan vieja que le fallaban los sentidos?
Una vez, Aliide vio a Martin recoger la hoja de un árbol, estudiarla detenidamente, olisquearse las manos, oler la hoja, luego ir a examinar la caja de compostaje, recoger polen de la tina de agua de lluvia y observarlo.
– Martin, no se ve a simple vista.
El se sobresaltó, como si lo hubiesen pillado en falta.
– ¿Qué tonterías dices?
– En Finlandia no dejan salir a las vacas.
– Están locos.
El cemento se agotó en Estonia, porque Ucrania lo necesitaba, y desde Ucrania y Bielorrusia empezó a llegar más comida que antes. Talvi le dijo a su madre que no la comprase. Aliide se mostró de acuerdo. Pero ¿qué otra cosa podía comprar? La comida más limpia de Estonia se enviaba a Moscú y a los estonios les daban la mercancía que venía de lugares que por alguna razón no gustaban a los moscovitas.
Más tarde, Aliide oyó hablar de campos cubiertos de dolomita y trenes llenos de evacuados, de niños que lloraban y soldados que echaban a gente de sus casas, y también acerca de unas extrañas partículas brillantes que llenaban los jardines y que los niños intentaban cazar y las niñas pequeñas querían usar como adornos para el pelo. Pero las partículas desaparecieron, como más tarde también el pelo de aquellas niñas. Un día, en el mercado, la señora Priks agarró a Aliide por el brazo y le susurró al oído que gracias a Dios su hijo se había roto la pierna, gracias a Dios se había dado cuenta y lo había hecho. También le dijo que los amigos de su hijo que habían ido le habían contado lo que pasaba allí. Y que ni siquiera se sentían felices por el sobresueldo de los días de Chernóbil, porque su piel irradiaba miedo. Habían visto cómo algunos se hinchaban hasta quedar irreconocibles. Cómo la gente lloraba por sus casas y cómo los agricultores volvían a escondidas para trabajar en los campos de la zona prohibida. Cómo las casas, ya vacías, fueron saqueadas y cómo los enseres se vendían en los mercadillos; los televisores, magnetófonos y radios inundaron el país, así como las motocicletas y los abrigos de astracán. Habían matado a perros y gatos para echarlos en infinidad de fosas. Hedor de carne putrefacta, casas y árboles enterrados, tierra levantada. Repollos, cebollas y arbustos metidos en agujeros. Habían preguntado si aquello era el fin del mundo o la guerra o ambas cosas juntas. Y contra quién se estaba luchando, a quién había que derrotar. Infinidad de ancianas se persignaban. El vodka y el aguardiente corrían como ríos.
La señora Priks hacía hincapié en cómo un chaval les había dado un consejo importante a los que salieron vivos: «No le contéis nunca a nadie que habéis estado en Chernóbil, o todas las chicas os rechazarán. Jamás se lo contéis a nadie porque nadie querrá tener hijos con un contaminado.» También le contó a Aliide que la mujer de un amigo de su hijo lo había dejado llevándose a sus hijos consigo porque no quería que un hombre contaminado los tocase. Asimismo, sabía que otra mujer había abandonado a su marido, que había estado en Chernóbil, porque ella tenía pesadillas: a veces daba a luz a terneros con tres cabezas, a gatos con escamas en vez de pelo y a cerdos sin patas. Al final se le hicieron insoportables aquellos sueños y la presencia misma de su marido, así que se marchó en busca de un hombre sano.
Cuando oía hablar sobre mujeres cuyos hombres se habían convertido en desechos, Aliide se sobresaltaba, el sobresalto se convertía en un leve temblor y empezaba a mirar con nuevos ojos a los jóvenes con que se cruzaba por la calle, buscando entre ellos a los que habían vuelto de allí, reconociendo algo que ya le era familiar: su mirada, que era como esquiva. Y entonces sentía ganas de acariciarles la mejilla.
Al final, Martin Truu se desplomó en su propio jardín mientras observaba con una lupa la hoja de un abedul plateado. Cuando Aliide lo encontró y lo puso boca arriba, reparó en la expresión postrera de su marido. Nunca antes lo había visto sorprendido.
¿Seguro que eres feliz?, preguntan las madres cuando vamos a visitarlas.
PAUL-EERIK RUMMO
30 de mayo de 1950
¡ Por una Estonia libre!
Liide ha dejado aquel trabajo en el que molestaba a la gente exigiéndole pagos y cumplir las normas. No ha querido contarme por qué. Quizá haya sido porque le dije que con ese trabajo estaba haciéndole un favor al Demonio, al enemigo del alma y a nadie más. O a lo mejor alguien le dio una paliza. Una vez le pincharon las ruedas de la bicicleta. Liide la trajo al establo de las vacas y me pidió que les pusiese parches, pero me negué. Le dije que los utensilios de un trabajo como el suyo los debía reparar alguien que ya sirviese a ese reino de Satán. Martin se la arregló por la noche.
Cuando me contó con los ojos brillantes que había dejado ese trabajo fue como si esperase alguna clase de agradecimiento por mi parte. Tenía ganas de escupirle, pero sólo seguí acariciando a Pelmi. Conozco muy bien los trucos de Liide.
Después, de repente quiso saber si había visto a alguien conocido en el bosque.
No le contesté.
También quiso saber qué había en el bosque. Y cómo era Finlandia, y por qué yo quería ir allí.
No le contesté.
Estuvo un largo rato intentando enterarse de por qué no me había quedado con los alemanes, ya que en un principio fui tras ellos.
No le contesté.
Ésas no son historias adecuadas para oídos femeninos.
Volví al cuartucho.
Liide no quiere dejarme ir al bosque. No lo quiere admitir, pero soy el único con quien puede hablar sin tener que entonar loas a los comunistas. Todo el mundo necesita a alguien con quien hablar sin tapujos. Por eso no quiere dejarme salir.
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