De vez en cuando, se echaba un vistazo en el espejo de la habitación mientras Martin sacaba cosas del carro, coqueteando con su pletórico reflejo. ¡Lo que hubiese dado porque Martin se ausentase esa misma noche por cuestiones de trabajo o de otra índole! Habría dejado salir a Hans del altillo y pasado toda la velada sentada con él. Pero Martin no iba a ir a ninguna parte, quería inaugurar su nueva casa junto con su esposa, camarada y amante. Aliide dejó caer que tal vez lo necesitarían en el ayuntamiento y le dio a entender que no se enfadaría si tenía otras obligaciones, pero Martin se limitó a reírse de semejante tontería. ¡El Partido podía arreglárselas sin él por las noches, pero su esposa no!
La casa aún olía a Ingel y en la ventana se veían sus huellas, o probablemente las de Linda, porque estaban muy abajo. En el suelo bajo la ventana estaba el pájaro de castaña de la niña, con sus ojos de madera vacíos y las plumas de la cola bien ordenadas. No había nada que indicase una marcha repentina o que hubiesen hecho las maletas a toda prisa: los cajones no se habían quedado abiertos, los armarios no estaban revueltos. Sólo se hallaba de par en par la puerta del armario que Hans había abierto. Aliide la cerró.
Ingel había dejado todo en perfecto orden, limitándose a coger sus vestidos y los de Linda del armario blanco y después a cerrar bien puerta, aunque siempre había que empujarla despacio y con fuerza a un tiempo, para que no volviese a abrirse. Ingel había empujado la puerta como si no hubiese tenido ninguna prisa. Había vaciado la cómoda de ropa interior y calcetines, pero el mantel en lo alto estaba bien colocado, igual que las alfombras, excepto la que se había arrugado cuando Aliide había intentado impedir que Hans se marchase. Ella no se había fijado antes porque mientras construía el nuevo habitáculo de Hans no había entrado en las habitaciones, había subido directamente al altillo; tampoco se había quedado a merodear por la cocina ni le había preparado comida caliente. Él había insistido en ayudarla con la construcción, pero ella se había negado con rotundidad. Hans estaba emocionalmente inestable, de modo que era mejor que se quedase en el cuartucho lloriqueando y bebiendo el aguardiente que Aliide le llevaba.
Ahora se dio cuenta de que las únicas trazas de desorden se debían al forcejeo que Hans y ella habían mantenido en la cocina. No había señales de que los hombres de la Checa hubiesen buscado armas, pues incluso la despensa se hallaba en orden. A lo mejor, Martin les había advertido que en aquella casa tenían que comportarse, ya que él y su esposa planeaban mudarse allí. ¿Acaso los hombres le habían obedecido? Probablemente no, los chequistas no tenían por qué hacerle caso a nadie. Sólo en el suelo se adivinaba el rastro de su visita: trazas del barro de sus botas. Aliide limpió aquel barro ya reseco antes de empezar a colocar sus cosas en su sitio. Más tarde, tendría que examinar el jardín, seguramente le habrían pegado un tiro a Lipsi allí mismo.
Guardó los vestidos en el armario con la mano derecha y recuperó el buen humor, aunque no hubiera logrado que Martin pasase la noche fuera de casa. Puso su cepillo encima de la mesita bajo el espejo, junto al de Ingel. Colocar sus propias cosas hacía que la casa pareciese suya y de Hans. Nuestra casa. Ella se sentaría allí, a la mesa de la cocina, Hans enfrente, y casi serían como marido y mujer. Liide le prepararía comida, le calentaría agua para el baño y le daría la toalla cuando se afeitase. Haría todas aquellas cosas que Ingel había hecho antes, todas las tareas de una esposa. Sería casi como su mujer. Hans acabaría por descubrir que ella preparaba mejores bizcochos, tricotaba calcetines que se ajustaban mejor y cocinaba platos más deliciosos. Por fin tendría la posibilidad de reparar en lo esbelta y lo dulce que era, ahora que las trenzas de Ingel no estaban para atraer su atención constante. Ahora se vería obligado a hablar con Aliide y no con Ingel. Ahora se vería obligado a verla. Y, sobre todo, ahora Hans tendría que reparar en la especialidad de Liide, lo bien que entendía los secretos y las propiedades curativas de las plantas. En eso siempre había tenido más talento que Ingel, pero nadie se había dado cuenta, porque en una buena ama de casa estonia se apreciaban otras habilidades, como saber amasar el pan o darse maña en el ordeño. ¿Quién se habría percatado de que, mientras Ingel usaba el rábano picante sólo para condimentar los pepinos, ella lo utilizaba también para curar el dolor de estómago? ¡Ahora Hans al fin se percataría! Aliide se mordió el labio. No debía alardear demasiado de sus dotes, el orgullo era el fin de todos los remedios y la humildad el comienzo de cada uno; el silencio, su fuerza.
Martin interrumpió sus pensamientos al agarrarla por las caderas desde atrás, susurrándole «palomita» al oído. Le dijo que estaba orgulloso de su esposa, más orgulloso que nunca, y, rodeándole la cintura, le dio vueltas por la habitación y después la echó sobre la cama y le preguntó si ése era el lecho del amo y qué se hacía allí.
Por la noche, la despertó lo que parecía la llamada de una garza. Martin roncaba a su lado. Apestaba a sudor. El chillido de la garza era el lamento de Hans. Martin siguió durmiendo. Aliide miró fijamente en la penumbra los adornos en forma de tijera del tapiz a rayas que colgaba de la pared; lo había hecho su madre, bordado con sus propias manos. ¿Cuánto oro se habría llevado Ingel? ¿Lo suficiente para comprar su libertad? No podía ser; como primogénita, había recibido de sus padres una cantidad de oro quizá por valor de diez rublos, a lo mejor ni eso. Quizá le llegase para comprar pan el resto de su vida.
Por la mañana, Aliide abrió el cajón inferior de la cómoda, el que tenía el tirador roto y únicamente se abría utilizando un cuchillo, para guardar el cepillo de Ingel, que sólo tocó con la mano izquierda.
En el cajón apareció la colcha nupcial de Ingel. Sobre el fondo rojo tenía bordada una iglesia y una casa de paredes redondeadas; también había un hombre y una mujer. Aliide recortó las estrellas de ocho puntas con la tijera, el zigzag que rodeaba el dibujo de la feliz composición se desprendió arrancándolo con los dedos, el hombre y la mujer desaparecieron. Y de ese modo la vaca se convirtió en tiras de hilo, la cruz de la iglesia en un montón de pelusa. En la colcha también había algo de Aliide bordado: su oveja favorita; su hermana le había enseñado el fruto de su destreza esperando despertar su admiración, pero Aliide no se había entusiasmado en absoluto al ver aquel motivo bordado. Ingel se dio cuenta y se fue a llorar detrás del establo. Aliide tuvo que ir a consolarla, diciéndole que sí, que era una oveja maravillosa, que estaba muy bien bordada, y que aunque ya casi nadie hacía colchas nupciales, que Ingel la hubiera hecho era digno de admiración. Otros podrían pensar que estaba anticuado, pero Aliide no lo creía. Arrulló a su hermana, que por fin se tranquilizó y continuó con el bordado de su colcha nupcial, trabajando en él tardes enteras. Su madre también había tenido una y nunca se había visto esposa más feliz que ella. ¿Acaso podía Aliide argumentar en contra de eso? No podía, pero ahora sí podía arrancar las pezuñas de hilo de su oveja favorita, después el abeto, y al cabo de un rato ya no había ninguna estampa feliz, sólo un fondo rojo y un montón de buena lana, de su propia oveja. Martin echó un vistazo desde el umbral y vio a su esposa de rodillas en medio de un revoltijo de hilos, tijera en mano y con un cuchillo al lado, la nariz enrojecida, el rostro iluminado. No le dijo nada y se alejó de la puerta. La respiración humeante de Aliide se elevó por la habitación como una neblina y pasó por el ojo de la cerradura para extenderse por toda la casa.
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