Sofi Oksanen - Purga

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En una despoblada zona rural de Estonia, en 1992, recuperada la independencia de la pequeña república báltica, Aliide Truu, una anciana que malvive sola junto al bosque, encuentra en su jardín a una joven desconocida, exhausta y desorientada. Se trata de Zara, una veinteañera rusa, víctima del tráfico de mujeres, que ha logrado escapar de sus captores y ha acudido a la casa de Aliide en busca de una ayuda que necesita desesperadamente. A medida que Aliide supera la desconfianza inicial, y se establece un frágil vínculo entre las dos mujeres, emerge un complejo drama de viejas rivalidades y deslealtades que han arruinado la vida de una familia.
Narrada en capítulos cortos que alternan presente y pasado a un ritmo subyugante, la revelación gradual de la historia de ambos personajes mantiene en vilo al lector hasta la última página. Con meticuloso realismo, Oksanen traza los efectos devastadores del miedo y la humillación, pero también la inagotable capacidad humana para la supervivencia. Una novela de múltiples lecturas y matices, que por su originalidad y su maestría nos asombra y sobrecoge.

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Nuestro gato de ojos astutos

sentado en un toc ó n en el bosque,

con la pipa en la boca y el bast ó n en la mano…

Dos días. Tres noches.

…llam ó a los ni ñ os para leer.

El que no sab í a leer recib í a un tir ó n de pelo.

El que le í a, entend í a,

y a é se el gato lo mimaba.

Ni un día. Ni una noche.

1949, oeste de Estonia

Hans no le pega a Aliide aunque puede

El viento soplaba entre los abedules, en los que no había ningún pajarillo. La cabeza de Aliide zumbaba como tras diez noches sin dormir. Cerró la puerta a sus espaldas y se precipitó hacia el trastero. A ciegas, tanteó el picaporte, derribó sin querer la sierra colgada en la pared, y entró. Abrió los ojos en la penumbra.

El armario delante del cuartucho de Hans seguía en su sitio.

El pecho no le empezó a palpitar hasta ese momento, su seco labio inferior se le agrietó, notó la sangre en la boca, sus dedos sudorosos resbalaron por los lados del armario y le pareció percibir vagos ruidos que habían pertenecido a aquella cocina: los pasos de Ingel, la tos de Linda, el golpecito de un tazón, las patas de Lipsi. El armario se resistía a moverse, así que tuvo que empujarlo con los hombros y la cadera; chirrió, un lamento que resonó en la casa vacía. Se paró a escuchar: el silencio crepitaba. Las voces imaginarias de la cocina enmudecían en cuanto paraba de moverse. El continuo desplazamiento del armario había dejado marcas en el parquet. Tendría que taparlas. Había algo debajo de las patas. Se agachó a examinarlo. Una cuña. Dos. Hacían que el armario se balancease un poco. ¿Cuándo las habría metido allí Ingel? Las sacó. El armario se deslizó con facilidad.

– Hans, soy yo. -Intentó abrir la puerta del cuartucho, pero su mano sudada resbalaba en las ranuras del zócalo que servían para que fuese más fácil tirar de ella-. Hans, ¿me oyes? -Silencio-. Hans, ayúdame. Empuja, no soy capaz de abrir esto. -Aliide golpeó la puerta y después le dio un puñetazo-. ¡Hans, dime algo!

En algún lugar cantó un gallo. Aliide se sobresaltó, pero siguió golpeando la puerta. El dolor de los nudillos le bajó hasta los pies. La pared fue cediendo, pero en aquel zulo seguía reinando el silencio. Finalmente, se dirigió a la cocina a coger un cuchillo, lo metió por la rendija de la puerta y al fin consiguió aferraría por las ranuras del zócalo. Tiró de ella con fuerza y la abrió. Hans estaba inmóvil, agachado en un rincón, con la cabeza metida entre las rodillas. No la levantó hasta que Aliide lo tocó. No entró en la cocina tambaleándose con pasos inseguros hasta que Aliide le rogó por tercera vez que saliese. Y sólo contestó cuando ella le preguntó qué había pasado.

– Se las llevaron -murmuró.

Aquel silencio resultaba impropio de una casa de campo al mediodía. Solamente se oía el leve rascar de un ratón en alguna parte. Estaban de pie en medio de la cocina y notaban una especie de zumbido interior, en aquel silencio podían oír su propia respiración. Aliide se vio obligada a sentarse e inclinar la cabeza hacia el suelo, porque no soportaba ver la cara de Hans, marcada por el llanto de una noche entera.

El silencio y el zumbido fueron en aumento y después, de repente, Hans agarró su mochila, que colgaba de la pared.

– Tengo que ir tras ellas.

– No digas tonterías.

– ¡Claro que tengo que ir!

Abrió la puerta de abajo de la alacena a fin de coger algo de comida para el viaje, pero estaba casi vacía. Se precipitó a la despensa.

– Se llevaron la comida.

– Hans, tal vez fueron los soldados quienes la robaron. A lo mejor sólo las han llevado al ayuntamiento para interrogarlas. Hans, ¿te acuerdas? Ya lo han hecho antes con otros. A lo mejor vuelven pronto a casa.

Él corrió a la habitación de la entrada y abrió la puerta del armario.

– También cogieron ropa de abrigo. Al menos Ingel logró llevarse el oro.

– ¿El oro?

– Estaba cosido dentro del abrigo de piel.

– Volverán dentro de poco.

Pero Hans ya se iba. Ella corrió y lo agarró por el brazo. Él trató de zafarse sacudiéndose. La manga de su camisa se rajó, una silla cayó, la mesa se volcó. No podía dejar que Hans se fuese, no podía, no podía. Se aferró con todas sus fuerzas a la pierna de su cuñado y no cejó aunque éste, para librarse, le tiraba del pelo. No lo soltó, e incluso consiguió cansarlo. Y al fin, cuando ambos yacieron sudorosos, jadeantes y exhaustos sobre el frío suelo, a ella le entraron ganas de reír. Hans no le había pegado ni siquiera en una situación tan extrema. Podía haberlo hecho, era lo que Aliide esperaba, que cogiese una botella y le diese en la cabeza, o que la golpeara con la pala, pero Hans no lo había hecho. Así de bueno era, cuánto la quería a pesar de todo. Nunca habría obtenido prueba más contundente.

Nadie era tan bueno como Hans, el guapo Hans de Aliide, el más guapo de todos.

– ¿Por qué, Liide?

– Ellos no necesitan una razón.

– Pues ¡yo sí! -Y la miró como esperando una respuesta.

Ojalá su cuñado se resignara. Todo el mundo sabía que no necesitaban ninguna razón específica. Cuantas menos pruebas para acreditar las denuncias más despóticas e imaginarias, mejor.

– ¿No oíste nada? Algo dirían ellos cuando vinieron, digo yo.

ELLOS. La palabra se le había hinchado en la boca. De niña, la reñían si decía en voz alta palabras como Dios, Satán, tormenta, muerte. Una vez había probado a pronunciarlas a escondidas y repetirlas una vez tras otra. Un par de días después, una gallina había muerto.

– No lo oí todo. Hubo muchos gritos y ruidos. Intenté abrir la puerta del cuartucho, los habría sorprendido con mi Walther, pero no se abría, y después desaparecieron. Pasó demasiado rápido y yo estaba encerrado en el cuarto. Lipsi ladraba tan… -Se le quebró la voz.

– Quizá ha sido porque… -Las palabras se ahogaron en su garganta. Volvió la cabeza y pensó en la gallina muerta-. Porque Ingel era tu viuda. Y Linda tu hija. Enemigas del pueblo, pues.

En la cocina hacía frío. Aliide sentía punzadas en los dientes. Se pasó la mano por la barbilla, y se manchó de rojo, pues su labio inferior sangraba.

– Entonces, es por mí. Por mi culpa.

– Hans, Ingel puso unas cuñas en las patas del armario. Quería que siguieras escondido.

– Dame vodka.

– Te prepararé un escondite mejor.

– ¿Por qué mejor?

– No es bueno estar mucho tiempo seguido en el mismo sitio.

– ¿Insinúas que Ingel podría hablar? ¿Mi Ingel?

– No, ¡claro que no! -Aliide sacó del bolsillo una botella de vodka medio llena.

Hans ni siquiera preguntó por Lipsi.

– Ve a ordeñar las vacas -dijo con voz cansada.

Aliide se puso alerta. La petición de Hans podía ser sincera y era cierto que tenía que ir a ordeñar las vacas, pero en aquella situación no podía dejarlo solo en la cocina. Podría salir disparado hacia el ayuntamiento.

1949, oeste de Estonia

Aliide se guarda un trozo de la colcha nupcial de Ingel

Un par de semanas después de la deportación de Ingel y Linda, Martin, Aliide y el perro se mudaron a la casa. Lucía un sol radiante y el carro de la mudanza se balanceaba traqueteando. A lo largo de aquella mañana, Aliide lo había preparado todo para que nada pudiese salir mal. Había previsto cada movimiento para no confundirse en lo más mínimo: se había levantado de la cama poniendo el pie derecho en el suelo, había cruzado el umbral de la habitación con el mismo pie y también la puerta de entrada; había abierto las puertas con la mano derecha, apresurándose para que no se le adelantara Martin, que era zurdo, y malograse su suerte. Y en cuanto habían llegado a la casa, había corrido para ser la primera en abrir la verja con la mano derecha, lo mismo que la puerta, y entrar con el pie derecho. Todo había salido bien. La primera persona que se había cruzado con el carro de mudanzas había sido un hombre. Buena señal. Si se hubiese tratado de una mujer y la hubiese divisado desde lejos, le habría exigido a Martin que parase y se habría metido entre los arbustos, pretextando un dolor de barriga, hasta que la mujer pasase. No obstante, aunque así hubiera impedido que la mala suerte recayese sobre ella, el carro de la mudanza se habría encontrado primero con una mujer, y Martin también. ¿Y si se hubieran cruzado con otra mujer? Tendría que haberle pedido otra vez a Martin que parase y de nuevo haber corrido tras los arbustos, y entonces él habría empezado a preocuparse. Claro que no podía comentarle lo que traía buena suerte ni sobre el mal de ojo, pues él se habría burlado de que diese crédito a las tonterías de los viejos. Ellos se tenían el uno al otro, a Lenin y a Stalin. Pero, afortunadamente, durante el viaje todo había ido bien. Los dedos de los pies se le encogían de impaciencia y en su pelo brillaba la alegría. ¡Hans! ¡Aliide se había salvado a sí misma y a Hans! ¡Estaban juntos y a salvo!

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