Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– Por el amor de Dios, David, ¿es que no puedes educar correctamente a tus perros? -se quejó Ariella-. No son personas. Parece mentira -suspiró, cepillándose los pantalones y cruzando el vestíbulo en dirección a su cuarto.

Una vez allí, se quitó los zapatos y se acomodó en el sofá, levantando los pies del suelo para evitar a Quid, que seguía mirándola con lascivia a los pies de David. Dominique, que llevaba unos pantalones largos, verdes y anchos, se apoyó en el guardafuego y empezó a juguetear con las cuentas de su collar, pequeñas cuentas parecidas a brillantes escarabajos rojos. Zaza se quedó en la otra punta del guardafuego. Parecía que posara, pensó Sofía. Sostenía el cigarrillo en alto, humeando desde el extremo de la negra boquilla de ébano. Se había alisado el pelo y se lo había cortado a lo garçon y repasaba la habitación con sus ojos entrecerrados y su mirada altanera. Miraba a Ariella con cautela sin bajar en ningún momento la guardia. Tenía bien presente que Ariella tenía la lengua afiladísima. David, Antoine y Tony estaban junto a la ventana hablando del jardín.

– ¿Os apetece salir a cazar conejos? -sugirió David-. El jardín está plagado de esos malditos bichos.

– No seas cruel -gritó Sofía desde la cama-. Pobrecitos.

– ¿Cómo que pobrecitos? Se comen todos los bulbos -le reprochó David-. ¿Qué me decís?

– De acuerdo -dijo Tony.

Comme vous voulez -dijo Antoine encogiéndose de hombros.

El día siguiente fue un día cálido teniendo en cuenta que era pleno marzo. El sol había disipado la niebla invernal y brillaba radiante. Ariella y Zaza bajaron a desayunar elegantemente vestidas. Las dos habían optado por colores suaves y campestres. No había duda de que los pantalones y la chaqueta de tweed de Zaza eran nuevos, mientras que la falda plisada de Ariella había sido de su abuela y se había ido desgastando con los años. Zaza observó con envidia a Ariella, que sonreía con la satisfacción propia de la mujer que sabe que, en cualquier lugar y ocasión, va siempre hecha un pincel.

David cogió la llave de un pequeño cajón del vestíbulo y abrió el cuartito donde guardaba las armas. Escogió una para él y otras dos para Antoine y Tony. Habían sido de su padre, que en sus tiempos había sido un gran cazador, y llevaban grabadas sus iniciales: E. J. H.: Edward Jonathan Harrison.

Sofía se puso un abrigo de piel de oveja de David y cogió un largo bastón del cuarto de los abrigos con el que mantener a raya a los perros. Cuando se reunieron frente a la puerta principal, Dominique apareció con un llamativo abrigo rojo, una bufanda a rayas azules y amarillas y zapatillas de tenis blancas.

– Vas a asustar a todos los animales vestida así -dijo Tony con descaro, mirándola con fingido horror.

– A todos excepto a los toros -añadió Ariella-. Estás fantástica. Te lo digo en serio.

Chérie, quizá deberías pedirle prestado un abrigo a Sofía -sugirió Antoine amablemente.

– Coge el que quieras -dijo Sofía-, pero preferiría que fueras así para avisar a los animales de que corren peligro.

– Si Sofía quiere que vaya de rojo, iré de rojo -decidió Dominique-. Ahora en marcha. Necesito una buena caminata después de todas esas tostadas y de los huevos revueltos. Nadie desayuna como los ingleses.

Subieron por el valle hacia los bosques. Cada cierto tiempo los hombres indicaban a las mujeres que habían visto un conejo, y entonces tenían que quedarse todos muy quietos hasta que hubieran disparado. Tony, que no daba una, se giró hacia las cuatro mujeres y susurró:

– Si os callarais, quizá podría darle a alguno.

– Lo siento, cariño. Intenta imaginar que no estamos aquí.

– Por el amor de Dios, Zaza, ¡se os oye desde Stratford!

El grupo siguió subiendo por el sendero como un lento tren que fuera parando en todas las estaciones. Sofía tenía a los perros bajo control. Iba dándoles de vez en cuando con el bastón y diciendo «¡Hey!», y ellos parecían comprender. Una vez que los conejos fueron asustados por los disparos o por el abrigo de Dominique, David y Antoine se metieron las escopetas bajo el brazo y dieron el día por terminado. Tony, que seguía sin haber conseguido ninguna pieza, miraba a su alrededor intentando encontrar algo a lo que disparar. Por fin apuntó a una paloma gorda que volaba a escasa altura. Disparó y vio, encantado, cómo unas cuantas plumas revoloteaban en el aire. El pájaro se alejó volando.

– Ésa dará con sus huesos en el suelo -dijo triunfante.

– Sí, cuando tenga hambre -dijo Ariella.

– Bien, ya basta -refunfuñó Tony-. Ya me he cansado. Sigamos caminando y hagamos un poco de ejercicio. Hay un par de nosotros que necesita caminar más y hablar menos.

Se volvió hacia Ariella, que se reía tanto que tuvo que apoyarse en Zaza para no perder el equilibrio.

– Mujeres -suspiró Tony-. Qué fácil es hacerlas reír.

Cuando llegó el domingo, Ariella y Zaza se habían hecho buenas amigas, aunque la relación de amistad que mantenían no parecía del todo equilibrada. Zaza, sin terminar de confiar del todo en Ariella, estaba claramente a su merced. Se reía con todas sus gracias, y la miraba cada vez que decía algo para ver cómo reaccionaba. A Ariella, más que impresionarla, Zaza la divertía. Disfrutaba del poder que le daba su belleza, y estaba encantada deslumbrando a Zaza como lo haría una linterna con un zorro. Sofía observaba divertida la dinámica que se había establecido entre ellas, y su simpatía por Ariella fue a más al verla jugar con Zaza sin ningún esfuerzo aparente.

Cuando esa misma noche Sofía pasaba por el rellano del primer piso, oyó discutir a Zaza y a Tony en su habitación mientras hacían el equipaje. Se detuvo a escuchar.

– Por el amor de Dios, no seas patética. ¿Qué demonios pretendes con eso? -estaba diciendo Tony. Utilizaba un tono de voz claramente protector, como si estuviera hablando a su hija.

– Cariño, lo siento. No espero que lo entiendas -le dijo Zaza.

– Bueno, ¿cómo quieres que lo entienda si soy un hombre?

– No tiene nada que ver con el hecho de ser un hombre. David lo entendería.

– Lo único que pretendes es darte aires -dijo Tony.

– No quería que lo discutiéramos aquí, en esta casa -susurró Zaza, sin duda temerosa de que alguien pudiera oírlos. Durante unos segundos Sofía se sintió culpable.

– Entonces, ¿por qué has sacado el tema?

– No he podido evitarlo.

– Te comportas como una criatura. No eres mucho mejor que Angela. Menudo par estáis hechas.

– No me metas en el mismo saco que Angela -le espetó Zaza furiosa.

– Tú quieres irte a Francia con Ariella y Angela está enamorada de una chica llamada Mandy. ¿Cuál es la diferencia?

– La diferencia es que yo soy lo suficientemente mayor para saber lo que hago.

– No te doy más de un mes. Vete e inténtalo si es eso lo que quieres, pero Ariella te dejará en cuanto se aburra de ti.

En ese momento Sofía sufrió una dolorosa punzada en la barriga. Soltó un grito al tiempo que se apoyaba contra la pared para no caerse. Tony y Zaza salieron de su cuarto para ver qué ocurría y corrieron en su ayuda.

– Oh, Dios, ¡es el niño! -soltó Zaza excitada.

– No puede ser -balbuceó Sofía-. Salgo de cuentas dentro de diez días. ¡Ay! -chilló, encogiéndose sobre sí misma.

Tony corrió escaleras abajo llamando a David a gritos mientras Dominique y Ariella salían a toda prisa al vestíbulo desde el estudio. Antoine siguió a Tony y empezó a llamar a David mientras corría por el pasillo. David, que estaba limpiando las escopetas, salió del cuartito de armas y se encontró con que su mujer bajaba las escaleras con la ayuda de una Zaza nerviosa y excitada. Dejó caer el trapo al suelo y corrió a su lado. Sam y Quid corrían alegres de un lado a otro, pensando que quizás iban a salir de nuevo a dar un paseo.

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