– Son niños, simples reclutas adolescentes. ¿Acaso te sorprende que estén aterrados? -dijo Sofía, intentando controlar su indignación.
– Galtieri debería haberlo tenido en cuenta antes de actuar. Qué patético. Los hundiremos en el mar.
Sofía miró a David desesperada. Él arqueó la ceja y suspiró. Se hizo el silencio y todos se quedaron mirando sus respectivos platos, presas de la vergüenza. Las mesas vecinas, que habían oído el ataque de Ian, esperaban a ver qué ocurriría a continuación. Entonces una vocecita rompió el silencio.
– Tengo que felicitarte por tu generosidad -dijo Ariella con voz suave.
– ¿Generosidad? -replicó Ian visiblemente incómodo.
– Sí, tu generosidad -repitió Ariella con calma.
– No sé a qué te refieres.
– Oh, venga, Ian, no seas modesto, no te va -dijo Ariella echándose a reír.
– En serio, Ariella, no sé de qué me hablas -insistió Ian irritado. Ariella miró a su alrededor para asegurarse de que todos la escuchaban. Le encantaba tener una numerosa audiencia en momentos así.
– Quiero felicitarte por tu diplomacia. Aquí estamos, en mitad de una guerra contra Argentina, y Alice y tú habéis elegido los colores de la bandera argentina para vuestra carpa -dijo levantando la mirada hacia las anchas bandas azules y blancas del techo. Todos alzaron la vista y miraron al techo y a su alrededor-. Creo que deberíamos brindar por ello. Ojalá fuéramos todos tan considerados. Qué curioso estar aquí mofándonos de Argentina y de su gente cuando estamos en presencia de una de ellos. Sofía es argentina y estoy segura de que ama a su país tanto como nosotros al nuestro. Qué trágico que seamos tan poco refinados para llamarlos gauchos y cobardes cuando ella es una de tus invitadas, Ian. Tu invitada, sentada a tu mesa. Que lástima que el decoro con el que iniciaste la velada al elegir estos colores para tu carpa se haya evaporado como el alcohol de tu buen vino. Aun así, quiero alzar mi copa para brindar por tu sentido de la diplomacia y del decoro, porque la intención estaba ahí. Dicen que es la intención lo que cuenta, ¿no es así, Ian?
Ariella alzó su copa antes de llevársela a sus pálidos labios. Ian se atragantó con el humo del cigarro y la sangre le subió a la cara, tiñéndola de violeta. David miró a Ariella totalmente atónito junto con el resto de los invitados que compartían su mesa y los de las mesas vecinas. Sofía sonrió a Ariella con agradecimiento, tragándose la furia con un sorbo de vino tinto.
– Sofía, ¿me acompañas al tocador? Creo que ya he me he cansado de la conversación de mis compañeros de mesa -dijo Ariella como si nada, levantándose. Los hombres se pusieron en pie, asintiendo boquiabiertos hacia ella en actitud respetuosa. Sofía se acercó a ella con la cabeza alta. Ariella la tomó de la mano y la condujo entre las mesas de los atónitos invitados hacia la puerta. Una vez fuera, Ariella se echó a reír.
– Menudo idiota pomposo -dijo-. Necesito un cigarrillo, ¿y tú?
– No sé cómo agradecértelo -dijo Sofía sin dejar de temblar. Ariella le ofreció el paquete, que Sofía rechazó.
– No me des las gracias. No sabes lo que he disfrutado. Nunca me ha gustado demasiado Ian Lancaster. No entiendo qué ve David en él. ¡Y lo que debe de sufrir su pobre mujer! Noche tras noche aguantando el humo y el malhumor de ese hombre, y esa cara colorada y el aliento a tabaco. ¡Ag!
Pasearon hasta llegar a un banco y se sentaron. La carpa resplandecía a la luz de los cientos de velas, y por el ruido se diría que las conversaciones habían vuelto a la normalidad, como brasas que, con la ayuda de un fuelle, hubieran recuperado sus llamas. Ariella encendió un cigarrillo y cruzó las piernas.
– Ni te imaginas lo que me ha costado no perder los estribos. He estado a punto de echarle la copa de vino en plena cara -dijo
Ariella con el cigarrillo entre los dedos, unos dedos coronados por uñas largas y cuidadas.
– Has estado magnífica. Ian se ha quedado sin habla. Estaba furioso.
– Me alegro. ¡Cómo se atreve a hablar así! -exclamó, aspirando el humo del cigarrillo.
– Me temo que no es el único. Yo no quería venir esta noche -dijo Sofía sin ocultar su tristeza.
– Tiene que ser un momento terrible para ti. Lo siento. Te admiro profundamente por haberte atrevido a venir. Eres como una gacela en un campo lleno de leones.
– David quería venir -respondió Sofía.
– Claro. Ya te he dicho que no entiendo lo que ve David en ese tipo espantoso.
– No creo que vuelva a verle después de esta noche -dijo Sofía entre risas.
– No, claro que no. Probablemente no vuelva a dirigirle la palabra -concluyó espirando el humo por una de las comisuras de la boca al tiempo que estudiaba con atención el rostro de Sofía desde sus negras y largas pestañas-. David es muy afortunado por haberte encontrado. Es un hombre totalmente distinto. Se le ve feliz, satisfecho. Incluso parece más joven y mucho más guapo. Le haces mucho bien. Casi estoy celosa.
– Gracias.
– Nos hacíamos mucho daño el uno al otro, muchísimo -dijo, echando la ceniza al suelo-. Conmigo siempre estaba de mal humor, y yo era demasiado exigente y terriblemente malcriada. Todavía lo soy. Siento haberle hecho daño, pero me alegra que termináramos separándonos. Nos habríamos destrozado mutuamente si hubiéramos seguido juntos. Hay veces que las cosas no salen bien. Pero David y tú… Puedo ver cuando una pareja tiene futuro. Le has curado el corazón como yo jamás habría podido hacerlo.
– Eres muy dura contigo misma -dijo Sofía, preguntándose por qué en algún momento se había sentido amenazada por Ariella.
– Nunca me gustaron sus amigos. Zaza era una pesada. Quería a David para ella. Yo que tú tendría cuidado con ésa.
– Oh, Zaza es una metomentodo y sí, es un poco pesada, pero me cae bien -insistió Sofía.
– Me odiaba. Tú y David estáis hechos el uno para el otro. Aunque ahora tenemos en común un odio mutuo por Ian Lancaster -dijo Ariella soltando una carcajada.
– Desde luego -suspiró Sofía-. Creía que vivías en Francia.
– Sí, con Alain, el maravilloso Alain -dijo Ariella, y se rió con amargura-. Otro que tampoco duró. No sé -dijo con un profundo suspiro-, me parece que no estoy hecha para que me duren las parejas.
– ¿Dónde está él ahora?
– Sigue en Provenza, intentando ser fotógrafo, igual de vago y de liante que cuando le conocí. Es un holgazán de primera. No creo que se haya dado cuenta de que me he ido.
– No puedo imaginar que haya alguien incapaz de darse cuenta de tu presencia, Ariella.
– Podrías si conocieras a Alain. En fin, en realidad estoy mejor sin ningún hombre, sin ataduras, sin compromisos. Ya ves, en el fondo tengo alma de gitana, siempre la he tenido. Pinto y viajo, esa es mi vida.
– Vi uno de tus cuadros en la buhardilla de Lowsley. Es muy bueno -dijo Sofía.
– Eres un encanto. Gracias. Debería ir a buscarlo. Quizá podríamos tomar el té.
– Me encantaría.
– Perfecto -sonrió-. A mí también me encantaría. ¿Habéis pensado David y tú en tener hijos?
– Quizá.
– Oh, por favor, sí. Adoro los niños… los de los demás, claro. Nunca quise tener hijos, pero David se moría de ganas. Solíamos discutir por culpa de eso todo el tiempo. Pobre David, le hice sufrir muchísimo. No esperes demasiado, David ya no es tan joven. Será un padre maravilloso. No hay nada que desee más que una familia.
Cuando Sofía la oyó hablar así, apoyó la espalda en el respaldo del banco y miró a las estrellas. Pensó en todos esos jóvenes que morían en las colinas de las Malvinas. Todos tenían madres, padres, hermanos, hermanas y abuelos que llorarían por ellos. Se acordó de cuando era niña y su padre intentó explicarle lo que era la muerte; le había dicho que todas las almas se convertían en estrellas. Ella le había creído. Todavía le creía; al menos eso era lo que deseaba. Alzó la mirada hacia todas esas almas que brillaban en el silencioso infinito. El abuelo O'Dwyer le había dicho que la vida giraba en torno a la procreación y la preservación, que la vida debía alimentarse con amor porque sin él no puede sobrevivir. Sofía amaba a David, pero de repente, al ver los millones de almas que resplandecían sobre su cabeza, se dio cuenta de que el verdadero sentido de amar era crear más y más amor. Decidió entonces que por fin estaba preparada para tener un hijo. Quizá Santiaguito fuera una de esas estrellas, pensó con tristeza. Recordó el consejo de Dominique y supo entonces que debía liberarse de él.
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