Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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Sofía tenía que morderse la lengua para no darles la satisfacción de verla enfadada. Después se acurrucaba en los brazos de David y lloraba contra su pecho. Se preguntaba cómo lo estaría pasando su familia. Estuvo a punto de colgar la bandera argentina del tejado de Lowsley y gritar a todo pulmón que era argentina y que estaba orgullosa de serlo. No había renunciado a su nacionalidad. No había abandonado a los suyos. Era una de ellos.

La fiesta era una cena con baile que tuvo lugar una triste noche de mayo. Los anfitriones eran Ian y Alice Lancaster, viejos amigos de David. Era la clase de fiesta de la que todo el mundo habla meses antes de que se celebre, y que todo el mundo comenta durante los meses que la siguen. Sofía se había gastado una pequeña fortuna en Belville Sassoon en un vestido rojo de tirantes que relucía sutilmente sobre su piel aceitunada. David había quedado suficientemente impresionado para no preocuparse por el precio y sonreía con orgullo al ver que los demás invitados la miraban con admiración.

Normalmente, en ese tipo de eventos la pareja solía ir cada uno por su lado, sin preocuparse demasiado por el otro, pero Sofía temía que alguien iniciara alguna conversación sobre la guerra, así que tomó a David de la mano y le siguió con desconfianza por la sala. Las mujeres estaban cubiertas de diamantes y complicados peinados, prominentes hombreras y maquillajes alarmantes. Sofía se sentía ligera, aunque quizá demasiado escotada, con un sencillo solitario que relucía contra su bronceado pecho desnudo. Era un regalo de cumpleaños de David. Se dio cuenta de que la gente cuchicheaba a su paso y de que las conversaciones se interrumpían cuando ella se acercaba. Nadie mencionó la guerra.

Se había levantado una marquesina a rayas blancas y azules en el jardín situado tras la mansión que los Lancaster tenían en Hampstead. Sobre las mesas se habían dispuesto extravagantes arreglos florales que yacían desparramados como frondosas fuentes de hojas, y la carpa resplandecía a la luz de cientos de velas. Cuando anunciaron la cena, Sofía vio aliviada que estaba en la misma mesa que David, la del anfitrión. Al sentarse le guiñó el ojo a David para tranquilizarle y hacerle saber que estaba contenta. Él parecía conocer a la señora excesivamente maquillada que estaba a su izquierda, pero el asiento que quedaba justo a su derecha seguía vacío.

– ¡Qué alegría volver a verla! -exclamó el hombre que Sofía tenía sentado a su izquierda. Era un hombre calvo de cara redonda y bronceada, labios finos y unos ojos pálidos y acuosos. Sofía echó una rápida mirada al nombre que aparecía en su tarjeta. Jim Rice. Se habían visto antes. Era una de esas personas que siempre aparecen en todas partes pero de cuyo nombre nunca nos acordamos.

– Lo mismo digo -le sonrió Sofía, devanándose los sesos por descubrir de qué le conocía-. ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos? -le preguntó con absoluta soltura.

– En la presentación del libro de Clarissa.

– Naturalmente -dijo Sofía, preguntándose quién demonios era la tal Clarissa.

– Dios mío, ¿quién es ésa? -preguntó él de pronto, dirigiendo la mirada hacia la mujer alta y espigada que iba deslizándose elegantemente entre las mesas en dirección a la suya. Sofía tuvo que apretar la mandíbula por temor a que si dejaba la boca abierta no podría volver a cerrarla nunca. La exquisita criatura del sencillo vestido blanco era sin duda Ariella. Sofía la vio acercarse a la mesa. También pudo ver que la silla que estaba junto a la de David seguía vacía. Por favor, Dios mío, no, suplicó en voz baja, al lado de David no.

– ¿No es ésa Ariella Harrison, la ex de David? -dijo el hombre que estaba sentado a su derecha-. Vaya encerrona -murmuró mientras Ariella saludaba a un atónito David y se sentaba a su lado.

– George -dijo Jim en tono de aviso, intentando evitar el faux pas que ya se anunciaba.

– Vaya, ¡una encerrona en toda regla! -soltó el otro hombre, relamiéndose. A continuación se giró hacia Sofía y preguntó-: ¿Crees que Ian y Alice lo han hecho a propósito?

– ¡George!

– ¡Qué alegría verte, Jim! Encerrona, ¿eh? -repitió con una mueca, asintiendo con complicidad.

– George, permite que te presente a Sofía Harrison, la esposa de David Harrison. George Heavywater.

– Mierda -dijo George.

– Sabía que dirías eso -suspiró Jim.

– Lo siento muchísimo, de verdad. Soy un idiota.

– No te preocupes, George -dijo Sofía, con un ojo en George Heavywater, que se había puesto rojo como un tomate, y el otro en Ariella.

Ariella estaba radiante bajo la magnífica luz de las velas. Llevaba sus cabellos blancos recogidos en un moño perfecto que acentuaba su largo cuello y su mandíbula afilada. Parecía distante aunque bellísima. David apoyó la espalda en el respaldo de la silla como si quisiera aumentar la distancia que los separaba, mientras Ariella se inclinaba sobre él con la cabeza ladeada en actitud de disculpa. David asintió en dirección a Sofía, y Ariella desvió su mirada hacia ella y sonrió con cortesía. Sofía logró corresponderle con una débil sonrisa antes de apartar la mirada a tiempo para ocultar el miedo que revelaban sus ojos.

– Siento lo de George. Menudo idiota indiscreto. Nunca se ha distinguido por pensar antes de hablar. Siempre mete la pata. No aprenderá nunca -dijo Jim, sorbiendo su copa de vino-. La última vez estuvo en casa de Duggie Crichton y dijo: «Me gustaría tirarme a la rubia esa, seguro de que ella estaría encantada» antes de darse cuenta de que era la nueva novia de Duggie. Quedó en el peor de los ridículos. Es un idiota metepatas.

Sofía se echó a reír mientras él se embarcaba en otra historia sobre George. Observaba cómo el lenguaje corporal entre Ariella y David iba relajándose hasta hacerse amistoso. Esperaba que a Ariella se le atragantara el salmón o que derramara la copa de vino sobre su inmaculado vestido blanco. Imaginaba su conversación: «Así que esa es la pequeña gaucha. Qué dulzura de chiquilla, es como un cachorrito». La odiaba. Odiaba a David por ser tan amable con ella. ¿Por qué no se levantaba y se negaba a hablarle? Después de todo, había sido ella quien lo había dejado. Miró a Ian Lancaster que, en ese momento, conversaba atentamente con una delgadísima señora de piel rosada que estaba sentada a su derecha. Tiene aspecto de haber estado colgada del techo de alguna despensa secándose como un chorizo, pensó con maldad antes de echarse a reír de nuevo educadamente con la historia de Jim.

La cena parecía transcurrir a cámara lenta. Todos los invitados parecían comer, beber y hablar a un ritmo innecesariamente pausado. Cuando por fin sirvieron el café, Sofía deseaba desesperadamente volver a casa. En ese momento Ian Lancaster lanzó un ataque contra los argentinos y Sofía se quedó helada en la silla como un animal herido.

– Malditos gauchos -dijo, chupando el cigarro con sus labios blanduzcos y cortados-. Son todos unos cobardes. No hacen más que huir despavoridos ante las balas de los ingleses.

– Todos sabemos que el loco de Galtieri sólo atacó nuestro territorio para distraer al pueblo argentino de su desastrosa política interna -soltó George burlón. Jimi puso los ojos en blanco.

– Por favor -dijo David-, ¿no estamos ya un poco aburridos de hablar de esta guerra?

Miró a Sofía y la vio erizada al otro lado de la mesa.

– Oh, sí, perdona, olvidaba que te habías casado con una gaucha -continuó el anfitrión con saña.

– Una argentina -dijo Sofía sin ocultar su enojo-. Somos argentinos, no gauchos.

– Da igual, lo que importa es que habéis atacado el territorio británico, así que ahora tenéis que afrontar las consecuencias… o salir huyendo -añadió y se echó a reír con ánimo de provocarla.

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