Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– ¿Cómo era Miguel cuando le conociste? -preguntó Claudia.

Chiquita se echó a reír.

– Bueno, era alto y…

– Peludo -intervino Santi. Todos rieron.

– Peludo. Pero no tanto como ahora.

– ¿Era como un lobo, mamá? ¿Te cazó y te llevó a rastras a su madriguera?

– Oh, Santi, no seas ridículo -dijo Chiquita con una sonrisa al tiempo que le brillaban los ojos de felicidad.

– Bueno, ¿qué me contestas, papá?

– A tu madre todos le iban detrás. Yo simplemente fui el afortunado -dijo, y le guiñó el ojo a su esposa desde el otro extremo de la mesa.

– Ambos fueron muy afortunados -apuntó Claudia con diplomacia.

– No, la suerte no tuvo nada que ver. Tuve que ofrecer algunos sacrificios al ombú -soltó Miguel con una carcajada.

– ¿El ombú?

Claudia parecía confundida. María miró a Santi y notó que apretaba la mandíbula, a la vez que sacaba un paquete de cigarrillos del bolsillo y encendía uno.

– No me digas que Santi nunca te ha hablado del ombú -dijo Chiquita sorprendida-. Cuando era niño se pasaba el tiempo en la copa de ese árbol.

– No, nunca me has hablado del ombú. ¿Qué tiene de especial? -preguntó dirigiendo la pregunta a Santi, aunque él no respondió; se limitó a espirar el humo de su cigarrillo en silencio.

– Solíamos ir al ombú a pedir deseos. Creíamos que era un árbol mágico, pero en realidad no lo es. No tiene nada de especial -intervino María al instante, quitándole importancia. Sintió que Eduardo apretaba su pierna contra la suya para darle apoyo.

– Es un árbol muy especial -refunfuñó Miguel-. Es parte de nuestra juventud. De niños jugábamos ahí, y ya mayores era allí donde quedábamos con las chicas. De hecho, y sin ánimo de ser indiscreto, fue en el ombú donde besé a tu madre por primera vez.

– ¿En serio? -preguntó María. Nunca nadie se lo había dicho.

– Ya lo creo. Para mí y para tu madre es un lugar muy especial.

– Santi, ¿me llevarás? Siento una gran curiosidad -dijo Claudia.

– Algún día -balbuceó Santi con brusquedad. De pronto se había puesto blanco. La tintineante luz de las velas acentuaba sus rasgos, dándole un aspecto grotesco.

– Mi amor, ¿te encuentras bien? Te has puesto muy pálido -dijo Claudia preocupada.

– La verdad es que estoy un poco mareado. Es el calor. He estado todo el día al sol.

Santi apagó el cigarrillo y se levantó de la mesa.

– No, quédate y termina de cenar -le dijo a su esposa-. Estoy bien. Sólo necesito caminar un poco.

Claudia pareció contrariada, pero volvió a acercar su silla a la mesa y se colocó la servilleta sobre las rodillas.

– Como quieras, Santi -respondió tensa mientras le veía alejarse y desaparecer en la oscuridad. De nuevo oyó la risa de Sofía cernirse sobre ella desde el espacio vacío y negro que los rodeaba.

Santi caminó por la pampa hacia el ombú. El cielo claro y estrellado le permitía ver por dónde iba sin tropezar, aunque conocía el terreno a la perfección. Cuando llegó al árbol, trepó hasta la cima y se sentó en una rama, apoyando la espalda contra el grueso tronco. Sentía como si se le hubiera hinchado el cuello, como si el cuello de la camisa le apretara, aunque lo llevaba desabrochado. Se llevó la mano a la garganta para intentar relajarla. También tenía un gran peso en el pecho. Intentó respirar hondo, pero sólo pudo inspirar de forma entrecortada y breve. Tenía náuseas y le dolía la cabeza. Fijó la vista en la oscuridad y se acordó de cuando se sentaba allí con Sofía, mirando los planetas y las estrellas que brillaban sobre sus cabezas. Se preguntaba si ella estaría viendo el mismo cielo y si al mirarlo todavía pensaría en él.

De pronto se echó a llorar. Intentó controlarse, pero los sollozos le brotaban de muy adentro. Hacía mucho, muchísimo tiempo que no lloraba. De hecho no lo hacía desde que Sofía le había dejado, roto y deshecho, hacía años. Por fin había creído encontrar la felicidad con otra mujer. Claudia le hacía sonreír, incluso a veces conseguía hacerle reír. Era una mujer cariñosa y suave en la cama, y considerada y generosa en la convivencia diaria. No era demasiado exigente y nada complicada. Hacía todo lo que estaba en su mano para complacerle y sólo perdía los estribos de vez en cuando. Era fría y controlaba a la perfección sus emociones, pero eso no quería decir que no tuviera sentimientos. Simplemente era muy cuidadosa a la hora de revelar lo que sentía. Era callada y con gran sentido de la dignidad. No podía decirse que fuera hermosa. Se preocupaba mucho de su aspecto. ¿Por qué, entonces, echaba tanto de menos el caos, el egoísmo y la pasión de Sofía? ¿Por qué, después de casi diez años, todavía era Sofía capaz de hacerle caer de rodillas y llorar como un niño?

– ¡Maldita seas, Chofi! -le gritó a la oscuridad de la noche-. ¡Maldita seas!

Claudia quería tener una familia. Deseaba desesperadamente un hijo, pero Santi no estaba preparado. ¿Cómo podía traer un niño al mundo cuando todavía seguía esperando a que Sofía volviera? Si aceptaba ese compromiso con Claudia sería para toda la vida. El matrimonio podía ser para toda la vida, pero los hijos eran algo irreversible. Todavía tenía la esperanza de que algún día Sofía volvería a buscarle y quería estar preparado. Todos pensaban que la había olvidado, pero nunca la olvidaría. ¿Cómo olvidarla si el rostro de su prima le acechaba desde todos los rincones de la estancia? Cada mueble, cada recoveco del lugar le recordaba a ella. No había manera de librarse de ella. Y es que, en cierto sentido, tampoco lo deseaba. Sofía le atormentaba y le consolaba a la vez.

Cuando volvió a la casa, Claudia le esperaba en camisón sentada en la cama. Estaba tensa y había ansiedad en su rostro. Se había quitado todo el maquillaje; sin los labios pintados había perdido por completo el color.

– ¿Adónde has ido?

– A dar un paseo.

– Estás enfadado.

– Ya estoy bien. Necesitaba un poco de aire, eso es todo -dijo y se quitó la camisa de los pantalones y empezó a desabrochársela.

Claudia le miró fijamente.

– Has estado en el ombú, ¿verdad?

– ¿Qué te hace pensar eso? -preguntó dándole la espalda.

– Porque es allí donde siempre ibas con Sofía, ¿verdad?

– Claudia… -empezó Santi irritado.

– He visto las fotos de María. Había muchas de Sofía y tú en el árbol. No te estoy acusando, mi amor, sólo quiero ayudarte -dijo, tendiéndole la mano.

Santi siguió desvistiéndose, dejando caer la ropa al suelo.

– No necesito ayuda y no quiero hablar de Sofía -dijo sin más.

– ¿Por qué no? ¿Por qué nunca hablas de ella? -preguntó con una voz desconocida.

El clavó la mirada en la rigidez de sus rasgos.

– ¿Preferirías que te hablara de ella? Sofía esto, Sofía lo otro… ¿Es eso lo que quieres?

– ¿No entiendes que negándote a hablar de ella, Sofía sigue interponiéndose entre nosotros como un fantasma? Cada vez que me acerco a ti siento cómo se desliza entre los dos -dijo Claudia con voz temblorosa.

– Pero ¿qué es lo que quieres saber? Ya te lo he contado todo.

– No quiero que sigas ocultándomela.

– No te la estoy ocultando. Quiero olvidarla, Claudia. Quiero construir mi vida contigo.

– ¿Todavía la amas? -preguntó de repente.

– ¿Adónde quieres llegar? -preguntó confundido, sentándose en la cama junto a ella.

– He tenido mucha paciencia -se aventuró a decir Claudia-. Nunca te he preguntado por ella. Siempre he respetado esa parte de tu vida.

– Entonces, ¿por qué te sientes tan insegura ahora? -le preguntó Santi con suavidad a la vez que tomaba su mano entre las suyas.

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