En ese preciso instante María encontró una foto de Sofía y la cogió.
– Mira, esta es una foto típica de Sofía -dijo, y se la quedó mirando con tristeza en los ojos-. Es del verano en que se fue.
El verano en que se enamoró de Santi, pensó Claudia con amargura. Cogió la fotografía de manos de su cuñada y miró el rostro radiante y bronceado que parecía sonreírle con expresión triunfante. Claudia observó cierta satisfacción en su sonrisa. Llevaba unos pantalones blancos ajustados y botas marrones y estaba sentada sobre un poni con un mazo de polo sobre el hombro. Se había recogido el pelo en una cola. Claudia odiaba los caballos y tampoco le gustaba mucho el campo. El hecho de que a Sofía ambos la volvieran loca hacía que aún le gustaran menos.
Los esfuerzos que Claudia había hecho antes de casarse con Santi por fingir que disfrutaba del campo y de los caballos habían sido una verdadera pérdida de tiempo. Se dio cuenta de ello una tarde en que Santi la había llevado con él a montar. Se sintió tan desgraciada a lomos de su poni con la espalda tensa que terminó siendo presa de un llanto enojado y tuvo que confesar que no soportaba los caballos.
– No quiero volver a montar en mi vida -había dicho sollozando.
Para sorpresa suya, Santi se había mostrado casi feliz. La había llevado a casa, la rodeó con sus brazos y le dijo que no tendría que volver a montar en su vida. Al principio ella se había sentido aliviada porque ya no tendría que seguir fingiendo, pero más adelante deseó no haberse mostrado tan encantada. Los ponis, la equitación, el campo… eran parte del territorio de Sofía, y Claudia creía que Santi quería mantenerlos para ella en exclusiva.
– ¿Fue Santi siempre especialmente amigo de Sofía? -preguntó con cautela.
María la miró alarmada.
– No lo sé -mintió-. Eso deberías preguntárselo a Santi.
– Nunca habla de ella -dijo encogiéndose de hombros y bajando la vista.
– Ya entiendo. Bueno, siempre fueron muy amigos. Santi era como un hermano mayor para ella, y Sofía era como una hermana para mí.
De pronto María se sentía incómoda, como si la conversación estuviera empezando a írsele de las manos.
– ¿Te importa si miro más fotos? -preguntó Claudia cambiando de tema. Se dio cuenta de que quizás estaba siendo demasiado inquisitiva. No quería que María le contara a Santi su conversación.
– Toma, mira éstas, ya las he clasificado -le propuso María aliviada a la vez que daba a Claudia uno de los montones ya marcados-. No las mezcles con el resto, por favor.
Claudia se sentó en la silla y se puso las fotos sobre las rodillas. María le echó un rápido vistazo cuando su cuñada no se daba cuenta de que la miraba. Sólo le llevaba un par de meses, pero parecía mucho mayor que ella. Sofía siempre decía que la gente nace a una cierta edad. Decía que tenía dieciocho años y que María ya había cumplido los veinte. Bueno, si ese hubiera sido el caso, probablemente habría dicho que Claudia tenía cuarenta. No tenía nada que ver con su cara, que era bronceada, de piel suave y carnosa. Era guapa, de una belleza natural. El veredicto de Sofía tenía más que ver con su forma de vestir y de comportarse. Claudia se había ofrecido a enseñar a María a maquillarse mejor.
– Veamos qué puedo hacer con tu cara -le había dicho con una indudable falta de tacto. María era demasiado buena para sentirse ofendida. No quería maquillarse con los colores vivos que usaba Claudia. Además a Eduardo no le haría ninguna gracia. Se preguntó si Claudia se quitaba el maquillaje para dormir, y, en caso de que lo hiciera, si Santi la reconocía por la mañana. Se moría de ganas de preguntárselo, pero no se atrevió. Hubo un tiempo en que le habría preguntado cualquier cosa, pero las cosas habían cambiado, sutilmente, sí, pero habían cambiado.
Nadie entendía por qué Santi se había casado con Claudia. No les desagradaba la joven, puesto que era agradable y bonita, pero la pareja no parecía tener nada en común. Eran como el agua y el aceite. Chiquita le había cogido cariño enseguida, pero sólo porque se sentía aliviada al ver que Santi se había casado. Le hacía feliz ver a su hijo sonreír de nuevo y seguir adelante con su vida. Por muy extraño que pareciera, la única persona con la que Claudia había entablado amistad era Anna. Ambas eran mujeres frías y odiaban los caballos. Pasaban mucho tiempo juntas, y Anna había hecho lo posible para que Claudia se sintiera en casa.
– ¿Qué miras? -le preguntó Claudia de repente sin dejar de mirar las fotografías. María temió que se hubiera dado cuenta de que la había estado estudiando.
– Nada, mera curiosidad. Tienes mucha maña para maquillarte -respondió intentando disimular.
– Gracias. Ya te dije que si querías te enseñaba -dijo sondándole.
– Ya lo sé. Creo que voy a hacerte caso -concluyó con una débil sonrisa.
♦ ♦ ♦
– Dios mío, pero ¿te has mirado al espejo? -exclamó Eduardo horrorizado cuando vio a su esposa aparecer para la cena con la cara pintarrajeada como la de una dependienta de Revlon.
– Claudia me ha estado enseñando -replicó María poco convencida, haciendo parpadear sus largas pestañas negras.
– Me preguntaba qué estarán haciendo ahí dentro -dijo Eduardo, quitándose las gafas y limpiándoselas con la camisa. En ese momento por detrás de María apareció Claudia. Llevaba un vestido largo negro, sujeto por dos delicadas tiras plateadas.
– Mi amor, estás preciosa -dijo Santi, levantándose para besar a su mujer. Casi no la había visto en todo el día.
– ¿No crees que deberías cambiarte los vaqueros para cenar? -susurró-. Hueles a caballo.
– A mamá no le importa. Si a estas alturas todavía no se ha acostumbrado a mí, nunca lo hará -le dijo, volviendo a sentarse. Claudia se sentó a su lado, a pesar de que en el sillón había sólo espacio para uno. Santi le acarició la melena.
– Mi amor -refunfuñó ella-, ¿no podrías lavarte las manos antes de tocarme? Acabo de ducharme.
Él sonrió maliciosamente, la atrajo hacía sí y la abrazó.
– ¿No te gusta el olor a sudor de tu hombre? -bromeó.
– No, no me gusta -respondió ella soltando una risilla de protesta y levantándose para soltarse de su abrazo-. Por favor, Santi, quiero que me toques, pero lo único que te pido es que antes te laves las manos.
Santi se levantó a regañadientes y salió de la sala. Volvió cinco minutos más tarde, después de haberse afeitado y de haberse cambiado de ropa.
– ¿Mejor así? -preguntó, arqueando una ceja.
– Mucho mejor -respondió Claudia, haciéndole sitio en el sillón.
Cenaron en la terraza a la luz de cuatro faroles. Miguel, Eduardo y Santi hablaban de política mientras Chiquita, María y Claudia hablaban de ellos. Chiquita estaba encantada con su familia recientemente ampliada y miraba sus rostros animados bajo el cálido reflejo de las lámparas. No dejaba de penar en silencio por Fernando, que seguía lejos de allí, al otro lado del río, a pesar de que habían ido a verle a menudo.
Fernando seguía atormentado por su reciente experiencia. Se había dejado el pelo largo, aunque al menos lo llevaba limpio y reluciente. Chiquita recordaba con nostalgia las largas vacaciones de su infancia, cuando la vida era inocente y los juegos a los que Fernando había jugado terminaban cuando llegaba la hora de acostarse. Ahora estaba a muchos kilómetros de allí, en una playa, viviendo como un vagabundo. No era lo mismo que tenerle en Santa Catalina con ellos, pero era consciente de que debía alegrarse de que estuviera vivo y dejar de preocuparse por cosas que en realidad no eran tan importantes.
Panchito, que ya tenía dieciséis años, pasaba el mayor tiempo posible fuera de casa con sus primos y amigos de su edad. Chiquita le animaba a que invitara a sus amigos a casa, intentando así que se interesara un poco más por la estancia, pero si Panchito no estaba deslumbrando al público en el campo de polo, estaba en cualquier otro lado, y la mayor parte del tiempo Chiquita ni siquiera sabía dónde o con quién estaba. Apenas le veía.
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