Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– Porque siento su presencia por todas partes. La siento en los silencios de la gente. Todos tienen miedo a hablar de ella. ¿Qué fue lo que hizo para que la gente se comporte así? Ni siquiera Anna la menciona. Es como si estuviera muerta. No hablar de ella la hace más fuerte, más amenazadora. Siento que te está alejando de mí. No quiero perderte en manos de un fantasma, Santi -dijo tragando con dificultad, poco acostumbrada como estaba a demostrar sus emociones.

– No vas a perderme. Nadie va a apartarme de tu lado. Eso ocurrió hace muchos años. Ya pasó.

– Pero todavía la amas -insistió.

– Amo el recuerdo que tengo de ella, Claudia. Eso es todo -mintió-. Si Sofía volviera, ambos habríamos cambiado. Ya no somos los mismos.

– ¿Me lo prometes?

– ¿Qué tengo que hacer para convencerte? -preguntó, atrayéndola hacia él. Pero conocía la respuesta a esa pregunta.

De repente la abrazó y la besó apasionadamente, acariciándole las encías y los dientes con la lengua y apretando con firmeza sus labios a los suyos. Claudia contuvo el aliento. Nunca la había besado así, no con ese desenfreno. La tumbó en la cama y le subió el camisón de seda por encima del ombligo. Se quedó mirando la suave ondulación que dibujaba su estómago y luego la acarició, sin dejar de mirarla en silencio. Claudia abrió los ojos y se dio cuenta de que había en el rostro de Santi una expresión extraña. Cuando se miraron a los ojos y ella frunció el ceño, los rasgos de Santi parecieron suavizarse. Él le sonrió mientras ella intentaba adivinar sus pensamientos, pero en ese momento Santi le hundió la cara en el cuello y empezó a lamerlo y a besarla hasta que la hizo chillar de placer. Sus manos se movían con firmeza entre sus piernas y no dejaba de acariciarle los pechos. La tocaba con pasión y destreza, y ella se retorcía de placer a medida que él despertaba en ella una sensualidad de la que jamás se habría imaginado capaz. Luego Santi se desabrochó los pantalones y liberó su miembro. Le separó las piernas y la penetró.

– Pero, no te has puesto preservativo -le advirtió ella, enrojecida por el deseo.

– Quiero plantar en ti mi semilla, Claudia -respondió Santi sin aliento, mirándola muy serio-. Quiero construir un futuro contigo.

– Oh, Santi, te amo -suspiró ella feliz, rodeándole con los brazos y las piernas como un pulpo, empujándolo dentro de sí.

Ahora me dejarás en paz, Chofi, pensaba Santi en silencio. Así te olvidaré para siempre.

Capítulo 31

Inglaterra, 1982

– “Ribby no daba crédito. ¿Has visto alguna vez algo parecido? ¿De verdad había un tazón? Pero si todos mis tazones están en el armario de la cocina. ¡Bueno, pues yo nunca! ¡La próxima vez que dé una fiesta, invitaré a la prima Tabitha Twitchit!" -dijo Sofía bajando la voz al tiempo que cerraba el librito de Beatrix Potter.

– Otro -dijo Jessica medio dormida sin quitarse el pulgar de la boca.

– Con uno es más que suficiente, ¿no te parece?

– ¿Y el cuento del gatito Tom? -sugirió esperanzada, acurrucándose aún más en el regazo de Sofía.

– No, con uno basta. Dame un abrazo -dijo, acurrucando a la niña entre sus brazos y dándole un beso en su carita rosada. Jessica se agarró a ella. No tenía la menor intención de dejarla marchar.

– ¿Y las brujas? -preguntó mientras Sofía la metía en la cama.

– Las brujas no existen, cariño, por lo menos aquí no. Mira, este es un osito mágico -dijo, metiendo al osito en la cama junto a la niña-. Si viniera una bruja, este osito conoce un hechizo que la haría desaparecer en un segundo.

– Qué osito más listo -dijo la pequeña feliz.

– Sí, es un osito muy listo -admitió Sofía antes de inclinarse sobre ella y besarla con ternura en la frente-. Buenas noches.

Cuando se giró para salir de la habitación se encontró con David apoyado en la puerta entreabierta. La miraba en silencio y sonreía meditabundo.

– ¿Qué haces ahí? -susurró Sofía, saliendo sin hacer ruido de la habitación.

– Te miraba.

– ¿Ah, sí? -soltó echándose a reír-. ¿Y eso por qué?

David la estrechó entre sus brazos y le dio un beso en la frente.

– Parece mentira lo bien que se te dan los niños -dijo con voz ronca.

Ella sabía adónde llevaba esa conversación.

– Sí, David, ya lo sé, pero…

– Cariño. Estaré contigo en todo momento, créeme, no dejaré que pases por eso tú sola -dijo mirándola a los ojos, unos ojos velados por el miedo-. Estamos hablando de nuestro hijo, una pequeña parte de mí y una pequeña parte de ti, la única cosa en el mundo que será una parte de los dos y que nos pertenecerá solamente a nosotros. Creía que era eso lo que querías.

Sofía le condujo por el pasillo, lejos de la habitación de la pequeña.

– Adoro a los niños y algún día me gustaría tener uno… muchos. Un trocito de ti y un trocito de mí… no puede haber nada más maravilloso, más romántico, pero todavía no. Por favor, David, dame tiempo.

– No tengo tiempo, Sofía. Ya no soy joven. Quiero disfrutar de una familia mientras todavía tengo edad para ello -dijo David, a la vez que se le hacía un nudo en el estómago a causa de una extraña sensación de algo déjà vu. Había tenido esa misma conversación con Ariella innumerables veces.

– Pronto. Muy pronto, querido, te lo prometo -dijo Sofía, apartándose de él-. Bajaré dentro de un minuto. Dile a Christina que he metido a su hija en la cama y que ya puede subir a darle las buenas noches.

Sofía cerró tras de sí la puerta de su habitación. Se quedó inmóvil durante unos segundos para asegurarse de que David no la había seguido. No se oía a nadie en el pasillo. Debe de haber bajado a darle el mensaje a Christina, pensó. Fue hasta la cama y levantó el edredón. Pasó la mano por el colchón y a continuación sacó un pequeño retal deshilachado de muselina: la muselina de Santiaguito. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Se llevó el retal a la nariz y cerró los ojos, aspirando el olor rancio que una vez había sido el de Santiaguito. Los años lo habían descolorido y de tanto manosearlo había perdido el olor y se había desgastado la tela. Parecía un trapo. Si lo hubiera encontrado alguien que no supiera lo que era, lo habría tirado a la basura. Pero Sofía lo atesoraba como si fuera la más importante de sus pertenencias.

Cuando se llevaba el retal a la cara era como pulsar el botón de un proyector de cine. Cerraba los ojos y veía las imágenes de su bebé, que le llegaban vividas y frescas como si lo hubiera visto el día anterior. Recordaba sus pies diminutos con sus deditos blandos y perfectos, su matita de pelo y la suavidad de su piel. Se acordaba de la sensación que le producía cuando mamaba de su pecho, de cómo se le velaba la mirada mientras su barriguita redonda se le llenaba de leche. Se acordaba de todo; se aseguraba de no olvidarse de nada. Volvía a pasar la cinta una y otra vez para no olvidar el menor detalle.

Llevaba cuatro años casada con David y lo que todos se preguntaban era cuándo pensaban formar una familia. No era asunto suyo, pensaba Sofía enojada. Era algo entre ella y David, aunque, por alguna razón, Zaza parecía creer gozar de un estatus especial. Sofía le había soltado un par de frescas en alguna ocasión, pero Zaza era muy dura de pelar y no quería captar el mensaje. Sólo David, Dominique y Antoine comprendían sus razones para no tener un hijo. Dominique y Antoine habían asistido a su boda. Aunque había sido una tranquila ceremonia civil, no habían querido perdérsela. Desde Ginebra se habían convertido para ella en unos padres mejores que los suyos. Cuando pensaba en Anna y en Paco, cosa que intentaba que no ocurriera demasiado a menudo, parecía sólo capaz de recordar sus pálidos rostros, ahora ya de un frío color sepia en su memoria, diciéndole que hiciera las maletas y se preparara para el largo exilio que la esperaba. Dominique la llamaba con frecuencia, siempre comprensiva y mostrándole su apoyo incondicional. Se acordaba de su cumpleaños, le enviaba regalos desde Ginebra y postales desde Verbier, y parecía presentir los momentos en que las cosas no iban del todo bien, puesto que siempre llamaba en el instante preciso.

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