– Dominique, tráeme su abrigo. ¿Dónde están mis llaves? -tartamudeó David, palpándose los bolsillos-. ¿Estás bien, cariño? -dijo solícito, tomando el otro brazo de Sofía, que asintió para tranquilizarle.
– No te preocupes, coge mi coche -dijo Ariella, sacando las llaves del bolso sin perder de vista a Quid.
– Gracias, te debo una -respondió David, cogiéndolas.
– No lo creo -dijo Ariella al tiempo que Quid trotaba hacia ella con la mirada decidida.
Dominique ayudó a Sofía a ponerse el abrigo.
– Voy con vosotros -dijo-. Antoine, vuelve a París sin mí. Yo me quedo.
– Quédate el tiempo que quieras, chérie -respondió él encogiéndose de hombros.
– ¡ Quid, Quid, no! -chilló Ariella, buscando a David con la mirada. Pero David se había dejado abierta la puerta principal al salir y el sonido de las ruedas sobre la gravilla indicaba que tendría que vérselas con el perro ella sola.
– Estamos solos tú y yo, perrito -susurró-, y yo no soy de las que pierden el tiempo capturando prisioneros.
– Qué raro -comentó Zaza-. Las primerizas más bien suelen retrasarse.
Sofía estaba asustada. El miedo que la invadía no tenía nada que ver con el hecho de dar a luz. Tampoco temía que su hijo pudiera estar en peligro. Estaba segura de que todo iba a salir bien. Sabía que a su pequeña se le había terminado la paciencia y que ya no podía esperar más, y no la culpaba por ello. Lo mismo le ocurría a ella. Lo que le daba miedo era que el bebé fuera niño.
– ¿Dónde está Dominique? -preguntó nerviosa cuando la llevaban en la silla de ruedas hacia el quirófano.
– Está esperando abajo -respondió David tembloroso.
– Tengo miedo -balbuceó.
– Cariño…
– No quiero un niño -dijo con lágrimas en los ojos. David apretó su mano entre las suyas-. Si es niño, ¿qué pasará si es igual a Santiaguito? No creo que pueda soportarlo.
– Todo saldrá bien, te lo prometo -dijo David tranquilizador, intentando parecer fuerte. Nunca había estado tan nervioso. Tenía el estómago destrozado. Sofía parecía estar sufriendo mucho y él no podía hacer nada por ayudarla. No sabía qué decir. Además, tampoco él se encontraba demasiado bien. Intentó combatir las náuseas concentrándose en la labor de tranquilizar a su esposa, pero Sofía seguía aterrada. Veía la carita de Santiaguito mirándola celoso. ¿Cómo podía querer a otro niño? Quizá lo de quedarse embarazada no había sido tan buena idea después de todo.
– Tengo miedo, David -dijo de nuevo. Tenía la boca seca, necesitaba beber algo.
– No se preocupe, señora Harrison. Las primerizas siempre se asustan un poco. Es natural -dijo con amabilidad la enfermera.
¡No soy una primeriza!, gritó Sofía para sus adentros. Pero antes de que pudiera seguir pensando en Santiaguito empezó a empujar y a chillar y a apretar la mano de David hasta que él no pudo reprimir una mueca de dolor y tuvo que arrancarse de la mano las uñas de Sofía. Para sorpresa suya, el bebé salió con suma facilidad a la luz de las lámparas del quirófano con la velocidad y la eficiencia de alguien ansioso por salir del lugar del que procede y alcanzar de una vez su destino. La llegada del bebé fue recibida con una palmada seca a la que siguió un chillido agudo en cuanto inhaló por primera vez una bocanada de aire.
– Señora Harrison, ha tenido una niña preciosa -dijo el doctor, entregando el bebé a la enfermera.
– ¿Una niña? -suspiró Sofía con voz débil-. Una niña. Gracias a Dios.
– ¡Qué rápido! -dijo David con gran efusividad, intentando ocultar la emoción que le ahogaba la garganta como si acabara de tragarse una enorme bola de algodón-. ¡Qué rápido!
La enfermera dejó al bebé, ahora envuelto en un pequeño cobertor de muselina, junto al pecho de su madre para que Sofía pudiera tenerlo en sus brazos y mirarle la carita enrojecida. Acostumbrada como estaba a ver a padres totalmente embargados por la emoción, hizo gala de todo su tacto al girarse para que el padre de la criatura dirigiera a su esposa unas palabras llenas de orgullo.
– Una niña -suspiró David, mirando dentro del cobertor blanco-. Es el vivo retrato de su madre.
– En serio, David, si yo soy así tiro la toalla ahora mismo -bromeó ella sin fuerzas.
– Cariño, has sido muy valiente. Has hecho un milagro -susurró al tiempo que le temblaban los labios a la vista del diminuto ser humano que se retorcía en brazos de su madre.
– Un milagro -repitió Sofía, besando con ternura la frente húmeda de su nuevo bebé-. Mira qué perfecta es. Qué naricita tan diminuta. Es como si Dios se hubiera olvidado de darle una y se la hubiera pegado a la cara en el último segundo.
– ¿Qué nombre le pondremos?
– No sé. Lo que sí sé es cuál no le pondremos.
– ¿Elizabeth? -pregunto él echándose a reír.
– ¿Cómo se llamaba la madre de tu padre? -preguntó Sofía.
– Honor. ¿Y tu madre? ¿Y tu abuela?
– Honor, me gusta. Muy inglés. Honor -repitió mirando a su niña a los ojos.
– Honor Harrison… a mí también me gusta. A mi madre no. Odiaba a su suegra.
– Entonces por fin tenemos algo en común -comentó Sofía con brusquedad.
– Nunca pensé que llegaras a tener nada en común con ella.
– Honor Harrison, serás hermosa, tendrás talento y serás inteligente e ingeniosa. Tendrás lo mejor de los dos y te querremos siempre -decidió, sonriendo feliz a David-. Dile a Dominique que quiero verla. Hay aquí alguien que quiero presentarle.
Después de Dominique, los primeros en ir a verla fueron Daisy, Antón, Marcello y Maggie, que llegaron al hospital el segundo día, cargados de flores y de regalos. Antón llegó con sus tijeras para cortarle el pelo a Sofía, y Maggie apareció con su equipo de manicura para hacerle las uñas. Marcello se acurrucó en una silla y se quedó allí en silencio, mudo y guapísimo como un retrato recién pintado. Daisy se inclinó sobre la cama de Sofía para mirar enternecida a la cuna que tenía al lado.
– Somos los Reyes Magos, cariño -dijo Maggie-. Traemos regalos para el nuevo mesías. Aunque al parecer no somos los primeros -añadió señalando con la mirada los ramos de flores y los regalos que llenaban la habitación.
– Son cuatro -apuntó Sofía.
– No, Marcello no cuenta. Está de cuerpo presente, pero como si no estuviera -respondió.
– Hemos venido a mimar a mamá -declaró Antón mientras le cepillaba el pelo-. No sé lo que es dar a luz, nenita, pero una vez vi un documental en la tele y de poco me desmayo.
– Antón, no sé de qué te preocupas, eso es algo por lo que nunca tendrás que pasar -dijo Sofía alegremente mientras veía cómo oscuros mechones de pelo caían a su alrededor como plumas.
– A Dios gracias. ¿Os imagináis qué griterío y, sobre todo, qué escándalo? -bromeó Maggie cogiendo un bote de esmalte de uñas violeta-. Si los hombres tuvieran hijos, incluso los medio-hombres como Antón, no podríamos soportar los quejidos ni los chillidos. Esperemos que la ciencia nunca llegue tan lejos, o al menos que yo no lo vea.
– Violeta no, Maggie. ¿Por qué no pruebas con un rosa pálido? -dijo Sofía.
– ¿Natural? -se revolvió Maggie, visiblemente horrorizada.
– Sí, por favor. Ahora soy madre -respondió Sofía con orgullo.
– Eso de ser madre no te durará mucho, ya lo verás. Cuando hayas tenido que soportar todos esos lloros y esos chillidos durante unas semanas, querrás volver a metértela dentro. Lo sé porque Lucien me volvía loca. Casi la meto en el horno con el asado del domingo. Créeme, dentro de nada estarás deseando volver a ser independiente, cariño. En cuanto quieras volver a las uñas violetas y al pelo verde, Antón y yo estaremos preparados, ¿verdad, Antón?
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