Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– Dominique, tráeme su abrigo. ¿Dónde están mis llaves? -tartamudeó David, palpándose los bolsillos-. ¿Estás bien, cariño? -dijo solícito, tomando el otro brazo de Sofía, que asintió para tranquilizarle.

– No te preocupes, coge mi coche -dijo Ariella, sacando las llaves del bolso sin perder de vista a Quid.

– Gracias, te debo una -respondió David, cogiéndolas.

– No lo creo -dijo Ariella al tiempo que Quid trotaba hacia ella con la mirada decidida.

Dominique ayudó a Sofía a ponerse el abrigo.

– Voy con vosotros -dijo-. Antoine, vuelve a París sin mí. Yo me quedo.

– Quédate el tiempo que quieras, chérie -respondió él encogiéndose de hombros.

– ¡ Quid, Quid, no! -chilló Ariella, buscando a David con la mirada. Pero David se había dejado abierta la puerta principal al salir y el sonido de las ruedas sobre la gravilla indicaba que tendría que vérselas con el perro ella sola.

– Estamos solos tú y yo, perrito -susurró-, y yo no soy de las que pierden el tiempo capturando prisioneros.

– Qué raro -comentó Zaza-. Las primerizas más bien suelen retrasarse.

Capítulo 33

Sofía estaba asustada. El miedo que la invadía no tenía nada que ver con el hecho de dar a luz. Tampoco temía que su hijo pudiera estar en peligro. Estaba segura de que todo iba a salir bien. Sabía que a su pequeña se le había terminado la paciencia y que ya no podía esperar más, y no la culpaba por ello. Lo mismo le ocurría a ella. Lo que le daba miedo era que el bebé fuera niño.

– ¿Dónde está Dominique? -preguntó nerviosa cuando la llevaban en la silla de ruedas hacia el quirófano.

– Está esperando abajo -respondió David tembloroso.

– Tengo miedo -balbuceó.

– Cariño…

– No quiero un niño -dijo con lágrimas en los ojos. David apretó su mano entre las suyas-. Si es niño, ¿qué pasará si es igual a Santiaguito? No creo que pueda soportarlo.

– Todo saldrá bien, te lo prometo -dijo David tranquilizador, intentando parecer fuerte. Nunca había estado tan nervioso. Tenía el estómago destrozado. Sofía parecía estar sufriendo mucho y él no podía hacer nada por ayudarla. No sabía qué decir. Además, tampoco él se encontraba demasiado bien. Intentó combatir las náuseas concentrándose en la labor de tranquilizar a su esposa, pero Sofía seguía aterrada. Veía la carita de Santiaguito mirándola celoso. ¿Cómo podía querer a otro niño? Quizá lo de quedarse embarazada no había sido tan buena idea después de todo.

– Tengo miedo, David -dijo de nuevo. Tenía la boca seca, necesitaba beber algo.

– No se preocupe, señora Harrison. Las primerizas siempre se asustan un poco. Es natural -dijo con amabilidad la enfermera.

¡No soy una primeriza!, gritó Sofía para sus adentros. Pero antes de que pudiera seguir pensando en Santiaguito empezó a empujar y a chillar y a apretar la mano de David hasta que él no pudo reprimir una mueca de dolor y tuvo que arrancarse de la mano las uñas de Sofía. Para sorpresa suya, el bebé salió con suma facilidad a la luz de las lámparas del quirófano con la velocidad y la eficiencia de alguien ansioso por salir del lugar del que procede y alcanzar de una vez su destino. La llegada del bebé fue recibida con una palmada seca a la que siguió un chillido agudo en cuanto inhaló por primera vez una bocanada de aire.

– Señora Harrison, ha tenido una niña preciosa -dijo el doctor, entregando el bebé a la enfermera.

– ¿Una niña? -suspiró Sofía con voz débil-. Una niña. Gracias a Dios.

– ¡Qué rápido! -dijo David con gran efusividad, intentando ocultar la emoción que le ahogaba la garganta como si acabara de tragarse una enorme bola de algodón-. ¡Qué rápido!

La enfermera dejó al bebé, ahora envuelto en un pequeño cobertor de muselina, junto al pecho de su madre para que Sofía pudiera tenerlo en sus brazos y mirarle la carita enrojecida. Acostumbrada como estaba a ver a padres totalmente embargados por la emoción, hizo gala de todo su tacto al girarse para que el padre de la criatura dirigiera a su esposa unas palabras llenas de orgullo.

– Una niña -suspiró David, mirando dentro del cobertor blanco-. Es el vivo retrato de su madre.

– En serio, David, si yo soy así tiro la toalla ahora mismo -bromeó ella sin fuerzas.

– Cariño, has sido muy valiente. Has hecho un milagro -susurró al tiempo que le temblaban los labios a la vista del diminuto ser humano que se retorcía en brazos de su madre.

– Un milagro -repitió Sofía, besando con ternura la frente húmeda de su nuevo bebé-. Mira qué perfecta es. Qué naricita tan diminuta. Es como si Dios se hubiera olvidado de darle una y se la hubiera pegado a la cara en el último segundo.

– ¿Qué nombre le pondremos?

– No sé. Lo que sí sé es cuál no le pondremos.

– ¿Elizabeth? -pregunto él echándose a reír.

– ¿Cómo se llamaba la madre de tu padre? -preguntó Sofía.

– Honor. ¿Y tu madre? ¿Y tu abuela?

– Honor, me gusta. Muy inglés. Honor -repitió mirando a su niña a los ojos.

– Honor Harrison… a mí también me gusta. A mi madre no. Odiaba a su suegra.

– Entonces por fin tenemos algo en común -comentó Sofía con brusquedad.

– Nunca pensé que llegaras a tener nada en común con ella.

– Honor Harrison, serás hermosa, tendrás talento y serás inteligente e ingeniosa. Tendrás lo mejor de los dos y te querremos siempre -decidió, sonriendo feliz a David-. Dile a Dominique que quiero verla. Hay aquí alguien que quiero presentarle.

Después de Dominique, los primeros en ir a verla fueron Daisy, Antón, Marcello y Maggie, que llegaron al hospital el segundo día, cargados de flores y de regalos. Antón llegó con sus tijeras para cortarle el pelo a Sofía, y Maggie apareció con su equipo de manicura para hacerle las uñas. Marcello se acurrucó en una silla y se quedó allí en silencio, mudo y guapísimo como un retrato recién pintado. Daisy se inclinó sobre la cama de Sofía para mirar enternecida a la cuna que tenía al lado.

– Somos los Reyes Magos, cariño -dijo Maggie-. Traemos regalos para el nuevo mesías. Aunque al parecer no somos los primeros -añadió señalando con la mirada los ramos de flores y los regalos que llenaban la habitación.

– Son cuatro -apuntó Sofía.

– No, Marcello no cuenta. Está de cuerpo presente, pero como si no estuviera -respondió.

– Hemos venido a mimar a mamá -declaró Antón mientras le cepillaba el pelo-. No sé lo que es dar a luz, nenita, pero una vez vi un documental en la tele y de poco me desmayo.

– Antón, no sé de qué te preocupas, eso es algo por lo que nunca tendrás que pasar -dijo Sofía alegremente mientras veía cómo oscuros mechones de pelo caían a su alrededor como plumas.

– A Dios gracias. ¿Os imagináis qué griterío y, sobre todo, qué escándalo? -bromeó Maggie cogiendo un bote de esmalte de uñas violeta-. Si los hombres tuvieran hijos, incluso los medio-hombres como Antón, no podríamos soportar los quejidos ni los chillidos. Esperemos que la ciencia nunca llegue tan lejos, o al menos que yo no lo vea.

– Violeta no, Maggie. ¿Por qué no pruebas con un rosa pálido? -dijo Sofía.

– ¿Natural? -se revolvió Maggie, visiblemente horrorizada.

– Sí, por favor. Ahora soy madre -respondió Sofía con orgullo.

– Eso de ser madre no te durará mucho, ya lo verás. Cuando hayas tenido que soportar todos esos lloros y esos chillidos durante unas semanas, querrás volver a metértela dentro. Lo sé porque Lucien me volvía loca. Casi la meto en el horno con el asado del domingo. Créeme, dentro de nada estarás deseando volver a ser independiente, cariño. En cuanto quieras volver a las uñas violetas y al pelo verde, Antón y yo estaremos preparados, ¿verdad, Antón?

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