– No me sorprende demasiado -dijo Sofía.
– En fin, Tony dice que no le importa que Zaza se haya ido con Ariella para vivir una experiencia. Estará ahí para darle su apoyo cuando todo salga mal, lo que parece inevitable. Ariella sólo está jugando con ella para divertirse un poco. Es como un gato blanco y perverso jugando con un apetitoso ratón. Tiene que estar pasándolo en grande. Nunca le gustó demasiado Zaza.
– ¿Crees que darán señales de vida? -preguntó Sofía, deseosa de saber más del asunto.
– Por supuesto. Quieren felicitarte. Bueno, ahora cuéntame tú -dijo David, cogiéndole la mano y empezando a acariciarla.
– La suegra endemoniada ha venido esta mañana -dijo.
– Oh -respondió David con cautela.
– Y adivina quién estaba aquí en ese momento -preguntó Sofía con una maliciosa sonrisa en los labios.
– No sé… ¿quién?
– Antón, Maggie, Marcello y Daisy.
– ¡Oh, Dios! -suspiró-. Debe de haberse quedado horrorizada.
– Ya lo creo. Dice que no le gusta el nombre de Honor, así que tendrás que pensar en otro, como si yo no tuviera ni voz ni voto.
– Según ella, así es.
– Creo que la hemos asustado.
– No te preocupes, déjamela a mí -dijo David, resignándose a tener que llamar a su madre para volver a lidiar otra trivial batalla en su guerra particular, esa guerra estúpida provocada por la incapacidad de Elizabeth de controlarle, y alimentada por la creciente amargura que la carcomía como un insaciable fantasma. Era una guerra que sólo acabaría con su muerte. Se imaginó a su pobre padre en el cielo, temblando al pensar que en algún momento ella subiría hecha una furia a reunirse con él, como una nube negra y malhumorada.
Sonó el teléfono.
– ¡Zaza! -exclamó Sofía entusiasmada. David arqueó una ceja.
– Querida. ¡Bien hecho! Una niña, según he oído. Qué nombre tan bonito. Debes de estar encantada -concluyó Zaza, animadísima.
– Sí, la verdad. Estamos muy contentos. ¿Cómo estás tú? -preguntó impaciente, más interesada en oír las noticias de Zaza que en las propias. Ya estaba empezando a aburrirse de tanto repetir la historia del nacimiento de Honor cada vez que llamaba algún amigo.
– Estoy en Francia.
– ¿Con Ariella? -preguntó Sofía.
– Sí. Supongo que Tony ya se lo ha soltado a David. Qué típico. Lo debe de saber todo Londres -suspiró melodramática.
– No, no creo. David es muy discreto -insistió Sofía, guiñándole un ojo a su marido.
– Oh -dijo Zaza. Por su voz parecía decepcionada-. Bueno, Ariella está aquí y quiere hablar contigo. Lo estamos pasando de maravilla -añadió con efusividad-. Pienso en ti y en tu bebé. Dale un abrazo a David de mi parte. No puedo hablar con él ahora, tengo a Ariella a mi lado -y añadió, bajando la voz-: Tú ya me entiendes.
– Sí, se lo daré. Pásame a Ariella -dijo Sofía, y oyó a Zaza llamándola a gritos-: ¡Ariellaaaa!
– Felicidades, Sofía -dijo Ariella con voz calmada.
– ¿Qué está pasando, Ariella? -preguntó Sofía poniéndose seria.
– Oh, nada. Sencillamente me estoy tomando un respiro -respondió sin darle la menor importancia.
– ¿Cuándo pensáis volver?
– En cuanto haya conseguido que Alain vuelva a prestarme atención enviaré a Zaza de vuelta a casa. Imagino que entonces podrá darle a Tony un poco de vida -concluyó Ariella soltando una risilla.
– Qué mala eres -dijo Sofía, que parecía estar divirtiéndose de lo lindo.
– De mala nada. Les estoy haciendo un favor. Zaza necesita una aventura. Tony necesita a una nueva Zaza, y Zaza necesita a una nueva Zaza, créeme.
– Mejor que me ande con cuidado -dijo Sofía entre risas.
– No te preocupes, no eres mi tipo. Eres demasiado inteligente. No, no me divertiría nada contigo.
Esa noche Sofía soñó que estaba sentada en la cama del hospital hablando con Ariella y con Zaza, que intentaban convencerla para que dejara a David y se fuera con ellas a la Provenza. Sofía meneaba la cabeza, riéndose y diciendo que no, que se olvidaran del asunto, y ellas también se reían, a la vez que le decían lo bien que lo pasaría. En ese momento se abría la puerta de golpe y entraba una mujer vestida de negro. Parecía un cuervo. Estaba arrugada y encorvada y cojeaba, dando la sensación de que arrastraba un pie. Apestaba. Ariella y Zaza retrocedieron, tapándose la nariz antes de desaparecer en la nada. De pronto, la mujer se acercó a la cuna y cogió a la niña. Sofía chillaba, luchando por no soltar a Honor, intentando desesperadamente que no la separaran de ella. La mujer era tan fea y tan deforme que no parecía un ser humano. Más bien parecía un murciélago. Decía: «Prometiste entregar a tu bebé. Es demasiado tarde para cambiar de opinión». En ese momento se convirtió en Elizabeth Harrison, que la observaba con esos ojos acuosos y bulbosos que nadaban en sus cuencas como ostras.
La enfermera agitó a Sofía para despertarla. Estaba muy alterada, y sudaba y chillaba pidiendo ayuda. Cuando despertó se quedó mirando a la enfermera con ojos asustados y abiertos como platos hasta que, pasados unos segundos, se dio cuenta de que estaba despierta y no atrapada en una pesadilla.
– ¿Está usted bien, señora Harrison? Tenía una pesadilla -dijo la enfermera con una sonrisa compasiva.
– Quiero ver a mi marido -sollozó Sofía-. Quiero irme a casa ahora mismo.
Al día siguiente, David se llevó a Sofía a casa. Una vez instalada entre los seguros muros de Lowsley, Sofía olvidó la pesadilla y a la extraña bruja que había intentado robarle a su pequeña. Estaba sentada delante de la chimenea con Sam y Quid, que no paraban de menear sus gruesos rabos, charlando alegremente con Hazel, la enfermera, que acunaba a Honor mientras la pequeña dormía. David estaba trabajando en el despacho, justo en la habitación de al lado, y Sofía pensaba que era maravilloso que la vida hubiera vuelto a la normalidad. Luego pensó en Zaza y en Tony y se preguntó si para ellos la vida volvería a ser igual.
Honor trepó a la mesa del comedor. Llevaba puesto el disfraz de león que Sofía le había comprado en Hamleys y rugía con furia a su amiga Molly, que corría delante de ella, chillando aparentemente aterrada. Los demás niños que habían ido a celebrar el tercer cumpleaños de Honor estaban con Sofía en la cocina, medio escondidos entre las piernas de sus madres. Pero Honor no le tenía miedo a nada. A menudo desaparecía durante horas hasta que su angustiada madre la encontraba tumbada sobre la hierba observando con atención una oruga o una babosa que le había llamado la atención. Todo la fascinaba, especialmente la naturaleza. Tenía la seguridad de que, si tardaba mucho en aparecer, su madre o la niñera terminarían por encontrarla.
Su madre le había dicho que ese era un día muy especial. Era su cumpleaños. Sabía cantar el «Cumpleaños feliz» y a menudo lo hacía en las fiestas de cumpleaños de otros niños, pero ese día no tenía que cantarlo porque sus amiguitos iban a cantárselo a ella. Luego podría soplar las velas. Eso le encantaba. Lo hacía a menudo en los pasteles de otros niños, lo que avergonzaba muchísimo a su madre, sobre todo cuando el niño en cuestión se echaba a llorar y había que buscar las cerillas para volver a encender las velas. Aquel era un día en el que se celebraban los tres años de felicidad que la pequeña había dado a Sofía y a David, así como la excusa perfecta para que su hija disfrutara de su propia fiesta de cumpleaños con sus amigos.
El corazón de Sofía se había expandido como el universo durante los tres últimos años. El abuelo O'Dwyer siempre decía que el propósito de la vida era engendrar más y más amor. Sofía pensaba que Dermot debía de estar muy orgulloso de ella, porque en su corazón no había ya espacio para más amor. Cada día que pasaba quería más a su hija, la quería más a medida que crecía y desarrollaba su fuerte personalidad. Pasaba horas dibujando con ella, leyéndole cuentos, llevándosela con ella a caminar al campo o sentándola encima de Hedgehog, su pequeño poni, y llevándolo de las riendas de un extremo a otro del camino que llevaba a los bosques. Honor era curiosa y valiente. Se llevaba a su amigo Hoo, el pañuelo de seda azul que le había regalado su padre, a todas partes, y Hoo hacía que se sintiera segura. Si Hoo se perdía, había que registrar la casa de arriba abajo hasta que aparecía, normalmente detrás de algún sofá o debajo de un cojín, y se lo devolvían a su ansiosa amiguita, que no podía dormir sin él.
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