– Es un libro titulado Estancias argentinas. Pensé que te gustaría -dijo Zaza.
– ¿Dónde lo has conseguido?
– Me lo ha dado Nick. Acaba de volver de allí. Lo ha pasado en grande jugando al polo.
– Vaya -dijo Sofía impasible.
– Qué libro tan maravilloso. ¿Tu casa era como una de éstas?
– Sí, exactamente como ésas.
– ¿Sabes?, creo que Nick estuvo jugando con un amigo tuyo -dijo Zaza-. De hecho estoy segura de que lo era porque Nick dijo que hablaron de ti. En realidad, ahora está aquí, en Inglaterra. Es jugador profesional. Dijo que te conocía.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Sofía sin estar demasiado segura de querer saberlo.
– Roberto Lobito -respondió Zaza, entrecerrando los ojos a la espera de la reacción de Sofía. Nick había dicho que al parecer Sofía había tenido una escandalosa aventura con un chico a la que sus padres no habían dado su aprobación y que por eso se había ido de Argentina. Zaza se preguntaba quién podía haber sido aquel hombre. Sofía relajó los hombros, y Zaza tachó a Roberto Lobito de su lista de sospechosos.
– Oh, Roberto -dijo soltando una carcajada-. Siempre fue un gran jugador, incluso entonces.
– Está casado con una mujer bellísima. Van a estar aquí hasta el otoño, creo. Espero que no te importe, pero los he invitado a mi fiesta.
– Vaya -dijo Sofía. Zaza sacó el humo del cigarrillo por la nariz y luego lo abanicó con la mano para que no llegara a Sofía, que no soportaba los cigarrillos.
– Creo que no he visto nunca a una mujer tan guapa como Eva Lobito -suspiró, dando una nueva chupada al cigarrillo.
– ¿Eva Lobito?
Sofía se acordó de Eva Alarcón y se preguntó si sería la misma persona. Era la única Eva que conocía.
– Es muy rubia, rubia como un ángel. Cara alargada, piel olivácea, risa encantadora y un cuerpo fantástico: piernas largas y un acento inglés muy marcado. Sencillamente encantadora.
No había duda. Se trataba de Eva Alarcón, y Sofía iba a volver a verla, y a Roberto, después de tantos años. Sabía que el reencuentro le devolvería los recuerdos felices, y con ellos la inevitable melancolía, pero sentía una gran curiosidad, y la curiosidad podía más que la ansiedad. Deseaba que llegara la fiesta como se desea una copa, a sabiendas de que después llegarán las náuseas y el dolor de cabeza.
Sofía sentó a Honor sobre sus rodillas, la rodeó con los brazos y la abrazó, como solía hacer todas las noches antes de acostarla. Luego besó su piel pálida y perfecta.
– Mami, cuando yo sea mayor quiero ser como tú -dijo la pequeña.
– ¿Sí? -dijo Sofía con una sonrisa.
– Y cuando sea todavía más mayor quiero ser como papá.
– No creo que puedas, hija.
– Oh, sí, seré como él -dijo rotunda-. Seré igual a papá.
Sofía se rió por lo bajo al observar la percepción que tenía la niña de la evolución de una persona. Cuando, a las nueve y media, se metió en la cama, David le acarició la frente y la besó.
– Últimamente has estado muy cansada -le comentó.
– Sí, y no sé por qué.
– ¿No será que estás embarazada?
Sofía parpadeó y le miró esperanzada.
– No se me había ocurrido. He estado tan ocupada con Honor y con los caballos que no he llevado la cuenta de los días. Oh, David, quizá tengas razón. Eso espero.
– Yo también -dijo él, inclinándose para besarla-. Otro milagro.
Sofía se sentó en el tocón de un árbol que en una época había dominado las colinas. Había sido barrido por el terrible viento de octubre el otoño anterior. No hay nada invencible, pensó. La naturaleza es más fuerte que nosotros. Miró a su alrededor y, en esa luminosa mañana de junio, disfrutó del esplendor de un nuevo y efímero amanecer. Se llevó la mano a la barriga y se maravilló ante el milagro que crecía en ella, aunque se le hacía un nudo en el corazón cuando pensaba que su familia no sabía nada de la vida que se había construido al otro lado del océano. Nerviosa, se acordó de Roberto Lobito y de Eva Alarcón tal y como los había conocido, diez años atrás, e intentó imaginar el aspecto que tendrían en la actualidad.
En realidad, lo que más la preocupaba no era verlos, sino no verlos. Si en el último momento decidían no ir a la fiesta de Zaza, la desilusión sería enorme. Se había preparado mentalmente para la ocasión y durante los últimos meses su curiosidad había ido «in crescendo». Después de reconciliarse con el hecho de que iba a tener noticias de los suyos, se le hacía insoportable pensar que quizá no llegara nunca a enterarse de esas noticias. Deseaba desesperadamente saber qué había sido de Santi.
Llegó a casa a tiempo para darse un baño y prepararse para la fiesta de Zaza. Estuvo una hora probándose vestidos mientras Sam y Quid la miraban, incrédulos, sin dejar de menear el rabo cada vez que se probaba alguna prenda.
– ¡No sois de ninguna ayuda! -les dijo, tirando otro conjunto sobre la cama. Cuando David se asomó por la puerta, Sofía estaba de espaldas a él y luchaba, furiosa, con un vestido que al parecer se negaba a pasarle por las caderas. La miró durante unos segundos antes de que los perros le delataran.
– ¡Estoy gorda! -refunfuñó Sofía, enviando el vestido a la otra punta de la habitación de una patada.
Ambos se miraron en el espejo.
– Estoy gorda -repitió Sofía.
– No estás gorda, cariño, estás embarazada.
– No quiero estar gorda. No me cabe nada.
– ¿Con qué te sientes más cómoda?
– Con el pijama -respondió ceñuda.
– Bien, entonces ponte el pijama -dijo él, dándole un beso antes de entrar al baño.
– De hecho, no es mala idea -dijo Sofía animándose y sacando un par de pijamas de seda de la cómoda. Cuando David volvió a la habitación encontró a Sofía delante del espejo con unos pantalones de pijama y una camiseta.
»David, eres un genio -sonrió al ver su reflejo en el espejo. David asintió al tiempo que sorteaba el montón de zapatos y vestidos para llegar a su armario. Sam y Quid jadearon, dando su aprobación.
Tony había levantado una carpa blanca en el jardín por si llovía, pero como el día había amanecido espléndido y caluroso, los invitados preferían quedarse al sol, con sus vestidos de flores y sus trajes, bebiendo champaña y «Pimms» y admirando la laberíntica mansión de ladrillo viejo y las flores que abundaban por todas partes. Zaza no tardó en aparecer a saludar a David y a Sofía antes de partir corriendo tras uno de los camareros que había salido de la casa con una bandeja de salmón ahumado antes de tiempo.
Zaza no tenía un estilo propio, pero era lo suficientemente lista para reconocer el buen gusto en cuanto lo veía. Se había gastado miles de las libras que tanto le costaban ganar a Tony contratando a decoradores y a paisajistas para que transformaran su casa en un espacio que sin duda mereciera adornar las páginas de Homes & Gardens. Sofía apreciaba la perfección estética de Pickwick Manor, pero pensaba que Zaza se estresaba demasiado. En cuanto se vio envuelta por la barahúnda de invitados, Sofía empezó a buscar atemorizada los rostros de Eva y Roberto.
– Sofía, qué alegría volver a verla -la saludó un hombre extraño con una risa alegre, y se inclinó sobre ella para besarla. El aliento le olía a una desagradable mezcla de salmón y champaña. Sofía retrocedió y lo miró con el ceño fruncido, incapaz de acordarse de quién era-. George Heavywater -dijo él sin poder ocultar la decepción ante aquel ofensivo lapso de memoria-. Oh, por favor, ¿ni siquiera recuerda dónde nos conocimos? -preguntó juguetón, dándole un leve codazo.
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