¿Acaso pensaba que no tenían corazón? ¿Pensaba que no les importaba? Siempre había sido tozuda y difícil, pero desaparecer en el otro extremo del mundo sin ni siquiera una carta explicándoles sus razones era muy cruel. Paco no se había recuperado. Había envejecido y se había vuelto más introvertido. Era como si Sofía hubiera muerto. Aunque quizás eso hubiera sido preferible, más comprensible, menos doloroso. Al menos habrían podido llorarla en vez de sufrir la interminable tristeza de no saber. La muerte no es un rechazo. La desaparición de Sofía era un profundo rechazo. Había herido a toda la familia, había perjudicado sus cimientos, y los restos de esa unidad tan atesorada en otro tiempo yacían desparramados por la llanura y jamás podrían ser recuperados. No, no le tocaba a Anna hacer las paces, sino a Sofía. Así que dobló la carta, la metió en el cajón donde guardaba sus objetos más íntimos y decidió no decirle nada a Paco. A buen seguro él intentaría convencerla de que se pusieran en contacto con su hija, y Anna no tenía la menor intención de volver a discutir sobre Sofía.
Noviembre, 1997
Qué extraño que una persona pueda amar a alguien durante toda su vida, que por muy lejos que estén uno del otro, por mucho que dure su separación, puedan llevar el recuerdo del otro en el corazón para toda la eternidad. Siempre había sido así para Sofía. Nunca había dejado de amar a Santi ni al pequeño Santiaguito. Sabía que no le hacía ningún bien, y, en cierto modo, había ya cerrado el libro, había escrito la última línea, antes de escribir la palabra «Fin». Se había desprendido de ellos. Los había echado al fondo del océano como si se tratara de un tesoro. Pero hay cosas que nunca mueren. Simplemente parecen aletargarse durante un tiempo.
Sofía se había ido de Argentina después de haber caído en desgracia en otoño de 1974. En ningún momento pensó que pasarían veinticuatro años hasta que volviera a pisar suelo argentino. No lo había planeado así. De hecho, jamás había hecho planes al respecto. Pero de algún modo los años se habían convertido en decenios, y un día el pasado reclamó su vuelta a casa.
Buenos Aires, 14 de octubre de 1997
Querida Sofía:
Hace mucho tiempo que no te escribo. Lo siento. Sé que perdiste el contacto con María hace muchos años. Por eso te escribo. No me es fácil decirte esto, pero debes saber que María se está muriendo de cáncer. La veo consumirse con cada día que pasa. No tienes ni idea de lo difícil que es ver a alguien a quien quieres desaparecer poco a poco delante de tus ojos y no poder hacer nada por ayudarle. Me siento totalmente impotente.
Sé que las vidas de ustedes las han llevado en direcciones muy distintas, pero María te quiere mucho. Tu presencia aquí sería tremendamente positiva. Cuando te fuiste, dejaste un terrible vacío y una profunda tristeza que todos compartimos. Nunca esperamos que fueras a apartarnos de tu vida para siempre. Lamento que nadie haya hecho ningún esfuerzo por convencerte para que volvieras. No llego a comprender por qué ninguno de nosotros lo hizo. Deberíamos haberlo intentado. Me siento tan culpable… Te conozco, Sofía, y sé que habrás sufrido lo indecible en tu «exilio».
Por favor, querida Sofía, vuelve a casa, María te necesita, ha vida es un bien precioso; María ha sido quien me ha enseñado eso. Lo único que lamento es haber tardado tanto en escribir esta carta.
Con todo mi amor, Chiquita
La carta de Chiquita hizo estallar el torrente de recuerdos que Sofía llevaba reprimiendo desde hacía años. El enfebrecido torrente de imágenes cayó sobre ella, despertando a la amargura y el arrepentimiento de su largo letargo. María se está muriendo. María se está muriendo. Esas palabras le dieron mil vueltas en la cabeza hasta que no fueron más que sílabas vacías y sin sentido. Sin embargo, hablaban de muerte. La muerte. El abuelo O'Dwyer siempre decía que la vida es demasiado corta para las lamentaciones y para el odio. «Lo pasado, pasado está, y debe quedar ahí para siempre.» Echaba de menos al abuelo. En momentos como ese le necesitaba. Pero no era capaz de seguir su consejo cuando el pasado invadía su presente por todos sus poros. En ese instante deseó haber tenido la valentía de volver a casa años atrás. Eva tenía razón. Había dejado pasar demasiado tiempo. Tenía cuarenta años. ¡Cuarenta años! ¿Qué había sido de todos esos años? En ese momento María le parecía una perfecta desconocida.
Sofía leyó la carta con el corazón en un puño. Se preguntaba cómo la había encontrado Chiquita. Miró el sobre y vio que la dirección era correcta, incluso el código postal. Se quedó pensando, dando vueltas a la carta una y otra vez entre sus manos temblorosas. Entonces se acordó: Eva debía de habérsela pedido a Zaza. Se le revolvió el estómago. Después de todo ese tiempo, Argentina la había encontrado. Ya no tenía que seguir escondiéndose y se sintió agradecida por ello.
Habían pasado diez años desde que se había sentado bajo aquel arce con Eva. Diez años. Qué diferentes habrían sido las cosas si le hubiera hecho caso y hubiera vuelto a casa como ella le había sugerido, olvidando de una vez el pasado. Pero ahora, esos diez años más de distanciamiento, añadidos a los catorce anteriores, sumaban veinticuatro años. Toda una vida. ¿Sería posible revertir la descomposición de una relación después de tanto tiempo? ¿Se acordarían de ella?
Sofía salió a montar por las colinas heladas. Los campos parecían rociados por un pálido brillo azulado a medida que el sol salía por encima del bosque y empezaba a deshacer la escarcha. El cielo, de un azul aguamarina, resplandecía sobre el paisaje. No había en él ni una sola nube. Pensó con detenimiento en los últimos diez años de su vida. India había nacido en invierno de 1986. Con ella, Honor tenía por fin una hermanita con la que jugar. De hecho, al principio Honor no le había hecho el menor caso a la recién llegada, pero con el tiempo se habían hecho buenas amigas y lo hacían todo juntas, a pesar de los tres años y medio que se llevaban. Honor era independiente y descarada. India era tranquila como un pajarito.
Los años habían pasado muy deprisa. Habían sido años felices, años soleados, aunque bajo la frágil superficie de su felicidad se escondía el recuerdo siempre presente de Santi. Era raro el día en que no ocurriera algo que le recordara a él. Por muy fugaz que fuera la imagen, por muy breve que fuera el reconocimiento de la misma, Sofía no le olvidaba. Y todavía conservaba el cobertor de muselina de Santiaguito debajo del colchón, más por costumbre que por otra cosa. Tenía dos hijas que ocupaban por entero su corazón. Santiaguito se había perdido en algún lugar del mundo y sabía que nunca volvería a encontrarlo. Pero no podía desprenderse de él. El cobertor de muselina era lo único que conservaba de su pequeño y, de algún modo que no conseguía entender del todo, era todo lo que le quedaba de Santi. Por eso seguía allí, escondido bajo el colchón a pesar de la escasa atención que le prestaba.
Mientras galopaba por las colinas, era perfectamente consciente de estar viva. Pensó sobre la vida, la vida con toda su energía, con todas sus emociones, con toda la aventura que implicaba. María iba a dejarla con su marcha. De repente el pasado le pareció increíblemente importante porque jamás podría compartir su futuro con María. Sofía deseó aferrarse a él, pero el pasado se le escapaba entre los dedos como arena, sin dejarle más opción que la de seguir adelante. Tenía que ir a verla.
– Lamento que tu prima esté enferma, pero me alegra que por fin haya ocurrido algo que te haga reaccionar -fue la reacción de David cuando se enteró de la noticia. Sofía se mostraba remisa a dejar a las niñas, pero él le aseguró que podía ocuparse de ellas sin problema. Su viaje era demasiado importante. Sofía quería ir, aunque al mismo tiempo le preocupaba lo que encontraría allí. David sólo conocía parte de la historia. No tenía ni idea de que el hombre al que ella había amado estaba en Santa Catalina. Si lo hubiera sabido, seguramente no habría estado tan contento de dejarla ir. Sofía se preguntaba si su decisión de no decirle nada a David sobre Santi podría estar basada en un deseo inconsciente de dejar la puerta abierta a un futuro reencuentro con su primo. Por esa misma razón decidió no decirle a Dominique que se iba.
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