– ¿En serio? -respondió Sofía sin disimular su tristeza. Otra parte de sus raíces que había perdido con los años.
– ¿Quién te lo dijo? -preguntó María, mirándola a los ojos.
– Tu madre. Me envió una carta.
– ¿Mi madre? No tenía ni idea de que tuviera tu dirección. Supongo que no quiso decirme nada por si no venías. Qué divina -dijo, y sonrió con la sonrisa agradecida y tímida de la joven que atesora cada gesto amable, porque frente a la muerte el amor es el único consuelo-. Tienes muy buen aspecto -dijo, acariciándole la mejilla y secándole las lágrimas-. No estés triste. Soy más fuerte de lo que parece. Es porque se me ha caído el pelo -sonrió-. Ya no tengo que preocuparme de lavármelo. ¡Qué alivio!
– Te pondrás bien -insistió Sofía.
María meneó tristemente la cabeza.
– No, no voy a ponerme bien. De hecho estoy desahuciada, por eso me mandan de vuelta a Santa Catalina.
– Pero tienen que poder hacer algo. No pueden darse por vencidos. Tienes tanto por lo que vivir…
– Lo sé. Para empezar, mis hijos. No puedo dejar de pensar en ellos. Aunque sé que crecerán rodeados de mucho amor. Eduardo es un buen hombre. Pero, bueno, basta ya de tanta negatividad, no tiene sentido. Has vuelto a casa, eso es lo importante. No sabes lo feliz que me has hecho -concluyó, y sus grandes ojos se llenaron de lágrimas.
– Háblame de tu marido. Tengo la sensación de que después de tantos años no sé nada de ti. Por favor, háblame de él.
– Bueno, es médico. Es alto, desgarbado y muy cariñoso. No podría amar a otro hombre como le amo a él. Me hace sonreír por dentro. Ha sido muy fuerte desde que empezó todo.
– ¿Y tus hijos?
– Tenemos cuatro.
– ¡Cuatro! -exclamó Sofía, impresionada.
– Eso no es nada en este país, ¿o ya no te acuerdas?
– No puedo creer que con ese cuerpecito hayas sido capaz de tener tantos.
– No era tan pequeño en aquel entonces, te lo aseguro. Nunca fui pequeña -se rió.
– Quiero conocerlos. ¡También son primos míos!
– Los conocerás. Los verás a todos en Santa Catalina. Vienen a verme a diario. Eduardo llegará en cualquier momento. Viene por la mañana y después de comer, y pasa casi toda la tarde conmigo. Tengo que obligarle a que se vaya a casa, o que vuelva al trabajo. Está agotado. Me preocupa, y también me preocupa cómo se las arreglará cuando yo ya no esté. Al principio él era mi roca, pero ahora, a pesar de mi enfermedad, siento que soy yo la suya. No soporto pensar que voy a dejarle.
– No puedo creer con qué calma te enfrentas a la muerte -dijo Sofía en voz baja, y sintió en su corazón una corriente de amor y de tristeza. Ante el valor que demostraba María, no pudo evitar pensar en lo egoísta y orgullosa que había sido y la mezquindad de su actitud se le antojó casi insultante. Oh, qué frustrante darte cuenta de tus errores cuando ya es demasiado tarde para corregirlos, pensó con tristeza. Ninguna de las dos se atrevió a mencionar a Santi.
– ¿Y qué fue de la Sofía con la que crecí? ¿Quién ha conseguido domarte?
– María, tú nunca fuiste así de fuerte. Por Dios, siempre fui yo la fuerte.
– No, tú siempre fingías ser la fuerte, Sofía. Eras mala y rebelde porque buscabas la atención de tu madre, Ella concentró todo su cariño en tus hermanos.
– Quizá tengas razón.
– He pasado por momentos de mucho miedo, de desesperación, créeme. He preguntado: «¿Por qué yo? ¿Qué he hecho para merecer este horrible final?» Pero acabas por aceptarlo e intentar que tus últimos días sean lo más felices posible. He puesto mi fe en Dios. Sé que la muerte no es más que una puerta a otra vida. No es un adiós, sino un hasta luego. Tengo fe -dijo, serena. Sofía estuvo convencida de que María había encontrado algún tipo de paz interior.
»¿Así que te casaste con un productor teatral? -preguntó María, animándose.
– ¿Cómo lo sabes? -saltó Sofía sin disimular su sorpresa.
– Porque leí un artículo sobre ti en un periódico durante la guerra de las Malvinas.
– ¿En serio?
– Sí, sobre una argentina que vivía en Londres durante el conflicto. Había una foto tuya. Todos te vimos.
– Qué raro. En aquellos momentos pensé mucho en todos ustedes. Sentía que estaba traicionando a mi país -confesó Sofía, recordando esos tiempos difíciles en que tenía el corazón dividido entre su país de origen y su nuevo país de adopción.
– Qué inglesa te has vuelto. ¡Quién lo habría dicho! ¿Cómo es él?
– Oh, mucho mayor que yo. Cariñoso, inteligente y un padre maravilloso. Me trata como a una princesa -dijo Sofía con orgullo, recordando de pronto la cara inteligente de David.
– Me alegro por ti. ¿Cuántos hijos?
– Dos niñas. Honor e India.
– Qué nombres tan bonitos. Honor e India -repitió-. Muy ingleses.
– Sí -respondió, recordando a India llorando en el aeropuerto. Durante unos segundos una punzada de ansiedad la debilitó antes de que las preguntas de María la devolvieran al presente.
– Siempre supe que acabarías relacionada con el teatro. Fuiste una prima donna desde que naciste. ¿Te acuerdas de las obras de teatro que representábamos cuando éramos pequeñas?
– Yo siempre hacía de niño -se rió Sofía.
– Bueno, los niños nunca querían participar. ¡Qué vergüenza! -suspiró María-. ¿Te acuerdas que obligábamos a los mayores a que pagaran para vernos?
– Claro que me acuerdo. ¿Qué hacíamos con el dinero?
– Supuestamente se dedicaba a obras de caridad, aunque creo que nos lo gastábamos en el quiosco.
– ¿Te acuerdas de cuando Fercho retó a Agustín a correr desnudos en nuestro baile de fin de curso?
– Sí, claro. Mi querido Fercho. ¿Sabes que está en Uruguay? -suspiró tristemente María.
– Sí. Vi a Eva Alarcón. ¿Te acuerdas de Eva?
– Naturalmente. Se casó con tu Roberto.
– Nunca fue mi Roberto -saltó Sofía a la defensiva-. En fin, estuvieron en Inglaterra y me pusieron un poco al día.
– Agustín sigue en Washington. Viene a vernos una vez al año, aunque a su mujer no le gusta demasiado venir. Pobre Agustín, cuando puede volver siempre lo hace solo. No me gusta demasiado su esposa. Creo que Agustín merece algo mejor. Pero Rafa está aquí con Jasmina. Tienen unos hijos preciosos. Te encantará Jasmina.
María le contó a Sofía cuanto pudo sobre lo ocurrido durante sus años de ausencia. Lo deseaba. Creía que quizás al contárselo a su prima tendría la sensación de que no habrían pasado tantos años. Sofía la escuchaba, a menudo conmovida, a veces divertida, mientras su prima le contaba su vida y la de la gente de su familia desde el momento de su partida.
Cuando María terminó de hablar, Sofía seguía de rodillas junto a su cama, apretando la mano de su prima entre la suya. Había sido una joven muy voluptuosa. «Una mujer muy femenina», así se había referido a ella Paco en una ocasión. Ahora estaba macilenta y había perdido todo el pelo, pero su sonrisa todavía encerraba aquellos momentos de inocencia que habían compartido en Santa Catalina, y deseó de corazón poder dar marcha atrás al reloj y volver a vivirlos.
– Sofía, todos estos años… -suspiró María visiblemente triste.
– Oh, María, no puedo hablar de eso ahora -dijo Sofía, silenciándola con un ademán.
– Sofía, lo siento muchísimo.
– Yo también. Jamás debí ausentarme durante tanto tiempo. Debería…
– Déjame hablar. No sabes toda la verdad.
La vergüenza embargaba el rostro de María.
– ¿A qué te refieres, María? ¿Qué verdad?
El remordimiento brilló en los enormes ojos marrones de María. Tragó con dificultad, intentando controlar las emociones que luchaban por salir a la superficie, arrastrando con ellas la culpa que durante años había ido llenándole de veneno la conciencia.
Читать дальше