David insistió en que hiciera las maletas en seguida. No había tiempo que perder pensando en lo que se encontraría una vez allí. Le dijo que fuera práctica. Volvía para ver a María, no debía pIantearse nada más. La acompañó al aeropuerto con Honor e India, a quienes los aeropuertos les sugerían vacaciones y climas soleados, y le compró un montón de revistas para que se entretuviera durante el largo vuelo. Sofía se dio cuenta de que David estaba triste. Siempre adoptaba un tono de voz brusco cuando se ponía ansioso. Hablaba demasiado deprisa y se entretenía en detalles totalmente superfluos.
– Cariño, ¿quieres llevarte alguna novela? -dijo, cogiendo una de Jilly Cooper y dándole la vuelta para leer la contraportada.
– No. Tengo bastante con todas estas revistas -respondió Sofía, dando las gracias a India, que apareció en ese momento con un montón de caramelos-. Mi amor, no puedo comérmelos todos. Si son buenas con papá, les comprará algo -añadió, viendo a Honor abriendo una bolsa de chocolatinas que todavía no habían pagado.
Le costaba dejarlos. Se quedó un buen rato despidiéndose de ellos, por lo que India terminó echándose a llorar, demasiado nerviosa y estresada con tanta despedida. Aunque ya casi había cumplido once años, todavía dependía mucho de su madre y nunca se había separado de ella más de dos días. Honor, que ya era una muchachita orgullosa e independiente, rodeó con el brazo a su hermanita y prometió consolarla cuando estuvieran en el coche.
– No estaré fuera mucho tiempo, cariño. Volveré antes de que empiecen a echarme de menos -dijo Sofía, cogiendo a la pequeña en brazos-. Oh, te quiero mucho -suspiró, besando su mejilla húmeda.
– Yo también te quiero, mami -sollozó India, aferrándose al cuello de Sofía como un koala-. No quiero que te vayas.
– Papá cuidará de ti y pronto llegarán las vacaciones. Sólo hay que tener un poco de paciencia -respondió, secándole las lágrimas con el pulgar. India asintió e intentó ser fuerte.
Honor sonrió cuando besó a su madre y le deseó un buen vuelo, comportándose como un adulto y dando unas palmaditas en el tembloroso hombro de su hermana. David abrazó a su esposa y le deseó buena suerte.
– Llama en cuanto llegues -dijo, acercando sus labios a los de Sofía durante un largo instante. Mientras la besaba rezó para que volviera a casa sana y salva. Sofía dijo adiós con la mano a su pequeña familia antes de desaparecer por el control de pasaportes. India consiguió esbozar una sonrisa, pero, una vez que su madre se fue, se echó a llorar de nuevo. David la cogió de la mano y los tres se fueron a casa.
Sólo cuando Sofía estuvo a punto de aterrizar en Buenos Aires empezó a ser consciente de la realidad de la situación. Hacía veinticuatro años que no pisaba suelo argentino. Durante todo ese tiempo no había visto a su familia, aunque había sabido por Dominique que sus padres habían intentado desesperadamente localizarla al principio. Resentida con ellos por haberla enviado al extranjero, Sofía había disfrutado perversamente haciéndolos sufrir. Dominique la había protegido. Pero, a medida que pasaba el tiempo, cada vez se le hacía más difícil soportar la añoranza de los suyos, hasta que había tenido que admitir que el orgullo era lo único que le impedía volver.
David había intentado en innumerables ocasiones animarla a que fuera a ver a su familia.
– Iré contigo. Estaré a tu lado. Iremos juntos. Tienes que quitarte de encima toda esa amargura -le había dicho. Pero Sofía no se había visto capaz de dar el paso. Su orgullo había podido más. En ese momento se preguntaba cómo iba a reaccionar su familia cuando la vieran.
En su mente todavía podía ver y oler su país como lo había dejado hacía más de veinte años. No estaba preparada para el cambio, pero a medida que el avión descendía sobre las pistas del aeropuerto de Eseiza, al menos la silueta de la ciudad, bañada por la luz rosada del amanecer, era muy parecida a cómo la recordaba. Estaba totalmente embargada por la emoción. Volvía a casa.
Nadie había ido a buscarla al aeropuerto, aunque, ¿qué esperaba? No estaban enterados de su llegada. Sabía que debería haber llamado, pero ¿a quién? Había preferido arreglárselas sola. No había nadie a quien hubiera podido recurrir, nadie. En los viejos tiempos se habría puesto en contacto con Santi, pero esos tiempos habían pasado.
En cuanto pisó el aeropuerto de Eseiza, sintió en la nariz el olor fuerte y reconocible a aire húmedo y acaramelado. Notó la humedad en la piel y se dejó navegar por el mar revuelto de sus recuerdos. Miró a su alrededor y se fijó en los oficiales de piel oscura que se paseaban por el aeropuerto con aires de importancia, envarados y autoritarios con su uniforme almidonado. Mientras esperaba a que saliera el equipaje, observó a los demás pasajeros, y, cuando se detuvo a escuchar sus conversaciones y percibió su burbujeante acento argentino, tuvo la sensación de que de verdad estaba en casa. Mudando su piel inglesa como una serpiente, pasó por el pasillo de aduanas como la porteña que solía ser.
Al otro lado de la salida, un océano de caras morenas iba de aquí para allá, algunos con carteles en los que habían escrito los nombres de los pasajeros a los que esperaban, otros con sus hijos e incluso con sus perros, gritando y ladrando mientras esperaban a familiares y amigos que llegaban de tierras lejanas. Sus ojos negros miraron a Sofía cuando empujó el carrito entre la multitud, que se abrió como el Mar Rojo para dejarla pasar.
– ¿Taxi, señora? -preguntó un mestizo de pelo negro, retorciéndose la punta del bigote con dedos perezosos. Sofía asintió.
– Al Hospital Alemán -respondió.
– ¿De dónde es usted? -preguntó el hombre, empujando su carrito hacia la deslumbrante luz de la mañana. Sofía no estaba segura de si se detuvo en seco a causa de la intensidad de la luz o porque el taxista acababa de preguntarle de dónde era.
– De Londres -respondió dudosa. Obviamente hablaba español con acento extranjero.
Una vez en el taxi, se sentó junto a la ventanilla abierta, que bajó todo lo que pudo. El conductor encendió un cigarrillo y puso en marcha la radio. Sus manos secas y morenas acariciaron durante un instante la fría estatuilla de la Madonna que colgaba del retrovisor antes de encender el motor.
– ¿Le interesa el fútbol? -le gritó-. Argentina ganó a Inglaterra en la Copa del Mundo de 1986. Supongo que sabrá quién es Diego Maradona.
– Mire, soy argentina, pero vivo en Inglaterra desde hace veinticuatro años -replicó exasperada.
– ¡No! -balbuceó, arrastrando la «o» en un largo suspiro.
– Sí -le respondió con firmeza.
– ¡No! -balbuceó él de nuevo, incapaz de creer que alguien pudiera querer irse de Argentina-. ¿Cómo se sintió durante la guerra de las Malvinas? -preguntó, mirándola por el retrovisor. Sofía hubiera preferido que mirara hacia delante, pero los años de residencia en Inglaterra habían suavizado sus modales. Si hubiera sido una auténtica argentina, le habría pegado cuatro gritos. El taxista pegó un bocinazo al coche que acababa de detenerse justo delante y tuvo que invadir el carril contrario, amenazando con el puño al conductor del otro vehículo que, igualmente iracundo, sacó el puño por la ventana y lo agitó en el aire, furibundo.
»¡Boludo! -suspiró, meneando la cabeza y dando una larga chupada al cigarrillo que le colgaba a un lado de la boca-. ¿Cómo se sintió? -volvió a preguntar.
– Fue una situación muy difícil. Mi esposo es inglés. Fue muy difícil para los dos. Ninguno de los dos queríamos la guerra.
– Ya lo sé, fue una guerra entre Gobiernos. No tuvo nada que ver con lo que la gente quería. Ese cabrón, Galtieri… Estuve en la Plaza de Mayo en 1982 aplaudiéndole por haber invadido las islas. Meses más tarde volví a la plaza a reclamar su sangre. Fue una guerra innecesaria. Tanta sangre derramada, y ¿para qué? Pura distracción. Eso es lo que fue, pura distracción.
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