Sofía suspiró sin ocultar su irritación al recordar al patán indiscreto junto al que se había sentado hacía cuatro años.
– En la cena de Ian Lancaster -respondió impasible, mirando al grupo de invitados por encima de su hombro.
– Cierto. Dios, ha pasado mucho tiempo. ¿Dónde se ha estado escondiendo? ¡Probablemente ni siquiera se haya enterado de que la guerra ha terminado! -dijo, riéndose de su estúpido chiste.
– Discúlpeme -dijo Sofía, dejando de lado sus modales-, pero acabo de ver a alguien con quien prefiero hablar.
– Oh, sí… bueno -tartamudeó alegremente el señor Heavywater-. Nos vemos después.
No si puedo evitarlo, pensó Sofía en cuanto se hubo perdido entre la multitud.
Sofía y David habían llegado tarde a la fiesta. Después de pasar la primera hora buscando sin éxito a Eva y a Roberto, Sofía se dio por vencida y se resignó tristemente al hecho de que obviamente éstos habían decidido no aparecer. Encontró un banco a la sombra de un arce que estaba alejado de la multitud y se sentó abatida. El tiempo parecía pasar muy despacio. Quería irse a casa y se preguntó si, en caso de que consiguiera marcharse a escondidas, alguien se daría cuenta de su ausencia.
Pero en ese momento alguien se dirigió a ella.
– ¿Sofía? -dijo una voz profunda a su espalda-. Te he estado buscando.
– ¿Eva? -balbuceó Sofía, levantándose y parpadeando de pura sorpresa al ver a la rubia y elegante mujer que parecía flotar hacia ella.
– ¡Cuántos años hace! -le dijo al oído al tiempo que la besaba con gran afecto. A Sofía le dio un pequeño vahído al oler la colonia de Eva, la misma fragancia a limón que llevaba doce años antes. Se sentaron.
– Pensaba que no vendrían -dijo Sofía en español, tomando la mano de Eva y apretándola entre las suyas como si tuviera miedo de que fuera a desaparecer si la soltaba.
– Hemos llegado tarde. Roberto se perdió -explicó Eva, soltando su encantadora risa.
– No sabes lo que me alegra verte. Estás igual -dijo Sofía con total sinceridad, sin dejar de admirar la perpetua juventud de Eva.
– Tú tampoco.
– ¿Cuándo te casaste con Roberto? -preguntó-. ¿Dónde está?
– Por ahí, entre los invitados. Nos casamos hace tres años. Me fui a vivir a Buenos Aires para terminar los estudios y conocí a Roberto en una fiesta. Tenemos un niño. También se llama Roberto. Es un encanto. Oh, estás embarazada -dijo, poniendo la mano que tenía libre en la apenas imperceptible barriga de Sofía.
– Ya tengo una niña de tres años -dijo Sofía, sonriendo en cuanto la carita de Honor emergió a través de la niebla que había ido misteriosamente formándose en su cabeza mientras hablaba con Eva.
– ¡Cómo vuela el tiempo! -suspiró Eva con nostalgia.
– Desde luego. Han pasado doce años desde el verano en que nos conocimos. Doce años. Pero ahora parece que fue ayer.
– Sofía, no quiero fingir contigo y hacer ver que no sé por qué te fuiste de Argentina y por qué no has vuelto desde entonces. Si finjo, nuestra amistad no sería sincera -dijo Eva mientras sus pálidos ojos azules no dejaban de cuestionar a Sofía. Puso la mano de Sofía entre sus largos dedos color miel y la apretó afectuosamente-. Te pido que vuelvas -dijo bajando la voz.
– Aquí soy feliz, Eva. Me he casado con un hombre maravilloso. Tengo una hija y estoy embarazada de nuevo. No puedo volver ahora. Este es mi sitio -insistió Sofía alarmada. No esperaba que Eva recuperara el pasado tan de repente.
– Pero, ¿no podrías por lo menos hacerles una visita para que sepan que estás bien? Olvida el pasado. Han pasado muchas cosas en los últimos diez años. Si esperas más quizá sea demasiado tarde, quizá nunca puedas volver a conectar con ellos. Después de todo, son tu familia.
– Dime, ¿cómo está María? -preguntó Sofía, alejando la conversación de un tema que Eva no podría entender jamás.
Eva retiró las manos y las puso sobre sus rodillas.
– Se casó -respondió.
– ¿Con quién?
– Con Eduardo Maraldi, el doctor Eduardo Maraldi. No la veo mucho, pero la última vez que la vi creo que tenía dos niños y que estaba esperando otro. No me acuerdo bien. Con tanta gente teniendo hijos es muy difícil acordarse de todos. ¿Sabías que Fernando está exiliado en Uruguay?
– ¿Exiliado?
– Estuvo implicado con la guerrilla que luchaba contra Videla. Está bien. Podría haber vuelto cuando cambió el Gobierno, pero, para serte sincera, creo que está demasiado afectado por lo que pasó. Lo torturaron, ¿sabes? Ahora vive y trabaja en Uruguay.
– ¿Lo torturaron? -balbuceó Sofía, horrorizada. Eva le contó la historia tal como la sabía: que habían entrado a robar en casa de Chiquita y Miguel y que habían secuestrado a Fernando, que después había escapado milagrosamente a Uruguay. Sofía se quedó de piedra al oírla, arrepentida de no haber estado allí para darles su apoyo.
– Fue horrible -siguió Eva muy seria-. Roberto y yo fuimos a verle una vez. Tiene una casa en Punta del Este, en la playa. Es otro hombre -dijo, recordando al joven resentido que ahora vivía como un hippy, escribiendo artículos para varios periódicos uruguayos.
– ¿Y Santi? ¿Está bien? -preguntó Sofía ansiosa, preguntándose cómo le habría afectado lo de su hermano.
– Se casó. Le veo bastante en la ciudad. Sigue igual de guapo -añadió sonrojándose. No había olvidado sus besos. Se pasó un dedo por los labios de forma inconsciente-. Por alguna razón parece que la cojera le ha empeorado y está bastante envejecido, pero le sienta de maravilla. Sigue siendo el mismo.
– ¿Con quién se casó? -preguntó Sofía, intentando que no le temblara la voz por miedo a delatarse. Apartó los ojos y fijó la mirada en algún punto de la distancia.
– Claudia Calice -dijo Eva, levantando inquisitiva el timbre de voz en la última sílaba del nombre.
– No, no la conozco. ¿Cómo es? -preguntó Sofía, luchando contra ese vacío que tan familiar le resultaba y que ahora amenazaba con volver a tragársela. Se quedó deshecha cuando se enteró de que él se había comprometido con otra, y volvió a recordar una vez más aquel momento bajo el ombú cuando le había suplicado que huyera y se casara con él. El fantasmagórico eco de sus palabras todavía resonaba en los pasillos de su memoria.
– Es muy elegante. Pelo negro y brillante. Muy bien vestida. Típica argentina -dijo Eva, totalmente ajena a lo que Sofía seguía sintiendo por su primo-. Es encantadora y muy sociable, mucho más en la ciudad que en el campo. No me parece que le guste mucho el campo. Por lo menos, me dijo una vez que odiaba los caballos. Dijo que tenía que fingir con Santi, quien, como ya sabemos, vive para ellos -añadió antes de concluir con un tono más amable-: ¿No sabías que se había casado?
– Claro que no. No he hablado con él desde… bueno, desde que me fui -respondió con brusquedad al tiempo que bajaba la mirada.
– ¿Estás segura de que no es Santi la razón de que no hayas vuelto?
– No, no. Claro que no -dijo Sofía un poco demasiado rápido.
– ¿No te has comunicado con los tuyos en todo este tiempo?
– No.
– ¿Ni siquiera con tus padres?
– No, sobre todo con ellos.
Eva apoyó la espalda en el banco y observó con detenimiento la cara de Sofía. Estaba anonadada.
– ¿No echas de menos aquello? -preguntó horrorizada-. ¿No los echas de menos?
– Al principio sí, pero es increíble hasta qué punto llegamos a olvidar cuando estamos lejos -mintió con tristeza. Y añadió-: Me he obligado a olvidar.
Se quedaron sentadas sin decir nada. Eva le daba vueltas a las posibles razones que habían llevado a Sofía al exilio, y Sofía pensaba con tristeza en Santi y en su nueva vida con Claudia. Intentó imaginárselo mayor, con la cojera más pronunciada, pero no pudo. En su cabeza, Santi seguía tal como le dejó, eternamente joven.
Читать дальше