Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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Gonzalo era un chico muy divertido. Le contaba historias que la hacían reír. Se cuidó mucho de no preguntarle por su familia, y ella tampoco soltó ninguna información al respecto. Parecía más cómoda escuchándole hablar a él. De hecho, parecía no tener nunca suficiente.

– Cuéntame más, Gonzalo -le pedía una y otra vez, bebiendo de sus palabras con el entusiasmo de alguien que ha estado sordo durante mucho tiempo y que de pronto vuelve a oír.

Iban al paso por el barrizal que se había formado bajo los árboles del valle. Las patas de los caballos resbalaban al subir hacia el pie de las colinas. La llovizna se había convertido en lluvia y les caía por la cara, empapándoles la ropa. Cuando subían a una colina galopaban por la cima, riendo juntos al tiempo que disfrutaban del viento en el pelo y del movimiento de los caballos debajo de ellos. Cabalgaron varios kilómetros hasta que, de pronto, se vieron envueltos por una densa niebla.

– ¿Qué hora es? -preguntó Sofía, sintiendo que le dolía el estómago de hambre.

– Las doce y media -respondió Gonzalo-. ¿Crees que encontrarás el camino de regreso con esta niebla?

– Claro -dijo Sofía alegremente, pero no estaba demasiado segura. Miró a su alrededor. Todas las direcciones parecían iguales-. Sígueme -dijo, intentando sonar segura. Avanzaron uno al lado del otro a través de la blancura de la niebla, con la mirada fija en la mancha de hierba verde que iba reduciéndose más y más delante de ellos. Gonzalo no parecía en absoluto asustado. Tampoco los caballos, que resollaban contentos envueltos en aquel aire helado. Sofía tuvo frío y deseó volver a estar frente a la chimenea de Lowsley. También deseó estar junto a David.

De pronto se encontraron con lo que parecían ser las ruinas de un viejo castillo.

– ¿Conocías esto? -preguntó Gonzalo al ver que una sombra de preocupación oscurecía los hermosos rasgos del rostro de Sofía. Ella meneó la cabeza.

– Dios, Gonzalo, tengo que decirte la verdad. Nunca he visto estas ruinas. No sé dónde demonios estamos.

– Entonces nos hemos perdido -dijo él sin darle importancia y sonrió-. ¿Qué te parece si nos quedamos aquí hasta que se deshaga la niebla? Al menos podremos protegernos de la lluvia.

Sofía accedió y ambos desmontaron.

– Ven conmigo. Encontraremos algún sitio un poco resguardado -dijo cogiendo a Sofía de la mano y empezando a caminar con decisión entre las piedras.

Avanzaba muy deprisa, prácticamente arrastrándola por las piedras resbaladizas, y a Sofía le costaba seguirle. De pronto se cayó. No le dio ninguna importancia a la caída hasta que intentó levantarse. Sintió un pinchazo de dolor en el tobillo que le subió por la pierna y volvió a caer al suelo con un gemido. Gonzalo se agachó junto a ella.

– ¿Dónde te duele? -preguntó.

– Es el tobillo. Oh, Dios, no me lo habré roto, ¿verdad?

– Parece más un esguince. ¿Puedes moverlo?

Sofía lo intentó. Pudo moverlo sólo un poco.

– Duele -se quejó.

– Bueno, por lo menos puedes moverlo. Espera, te llevaré -dijo con decisión.

– Si pones cara de que te cuesta llevarme te mato -bromeó Sofía cuando Gonzalo la tomó en brazos y la levantó del suelo.

– Ningún esfuerzo, lo prometo -respondió él al tiempo que la llevaba a la oscuridad de los restos de una de las torres del castillo. La dejó sobre la hierba húmeda, se quitó el abrigo y lo extendió en el suelo junto a ella-. Ven, siéntate aquí -le dijo, ayudándola a desplazarse para que su pie no tuviera que soportar ningún esfuerzo.

– Como si no me hubiera mojado hasta ahora -se rió Sofía-. Gracias.

– Si te quitas la bota, no podremos volver a ponértela -le avisó.

– Me da igual, el maldito tobillo me duele demasiado. Por favor, quítamela. Si se me hincha no podré quitármela nunca, y prefiero volver a casa descalza que con este dolor.

Gonzalo le quitó la bota con cuidado mientras Sofía no dejaba de sudar, con la cara en llamas y retorciéndose de dolor.

– Ya está -dijo triunfante, cogiéndole el pie y poniéndolo sobre sus rodillas. Con cuidado le quitó el calcetín, revelando la piel rosácea y tierna que había debajo y que parecía totalmente desprotegida e indefensa en contraste con la crudeza del entorno. Sofía respiró hondo y se secó las lágrimas con la manga del abrigo-. Lo tienes bastante hinchado, pero vivirás -dijo, pasándole la mano por la espinilla.

– Qué gusto -suspiró Sofía, apoyando la cabeza en la piedra-. Un poco más abajo, sí, ahí… -dijo mientras él le daba un suave masaje en el arco del pie-. Nos perderemos el almuerzo de la señora Berniston -dijo con tristeza.

– No me digas que es buena cocinera.

– La mejor.

– Me comería un buen filete de lomo -dijo Gonzalo, que de repente estaba muy hambriento.

– Yo también, con papas fritas.

Sofía sonrió con nostalgia. Entonces empezaron a hacer una lista con todos los platos argentinos que echaban de menos.

– Dulce de leche.

– Membrillo.

– Empanadas.

– Zapallo.

– ¿Zapallo? -repitió él, arrugando la nariz.

– ¿Qué tiene de malo el zapallo?

– Bien. Mate.

– Alfajores…

En la casa, David miraba la niebla y volvía de nuevo la vista hacia el reloj que había en la repisa de la chimenea.

– Se han quedado bloqueados por la niebla -dijo Tony-. Yo no me preocuparía demasiado. Está en buenas manos. Gonzalo es fuerte como un buey.

Eso es precisamente lo que me preocupa, pensó David, cada vez más nervioso.

– Tengo hambre -intervino Eddie sin poder contenerse-. ¿Tenemos que esperarlos?

– Supongo que no -replicó David.

– No deberíamos dejar que el almuerzo de la señora Berniston se enfriara -dijo Zaza-. Estoy segura de que pronto volverán. Sofía conoce las colinas a la perfección -añadió, intentando animarle.

– No tanto -suspiró David-. No con esta maldita niebla. Encima no parece que vaya a deshacerse.

– Oh, no tardará. En esta zona la niebla se deshace muy rápido -dijo Zaza de inmediato.

– Querida, ¿qué sabes tú de la niebla? -se burló Tony.

– Sólo intento ser positiva. David está preocupado, ¿no lo ves?

– Quizá sea mejor que vaya a buscarlos -sugirió David.

– ¿Por dónde demonios piensas empezar a buscar? Si ni siquiera sabes adónde han ido -comentó Tony-. Si se hace de noche antes de que hayan vuelto, iré contigo.

– No sabes montar, cariño -dijo Zaza al tiempo que, nerviosa, encendía otro cigarrillo.

– Iré con el Land Rover.

– ¿Y quedarte atascado en el barro? -añadió Eddie sin demasiado acierto. Tony se encogió de hombros.

– No, Tony tiene razón. Pasemos al comedor. Si se hace de noche saldremos todos en su busca.

David estaba más tranquilo después de haber forjado un plan. Intentaba no pensar en Sofía y en Gonzalo ahí fuera, acurrucados uno contra el otro para protegerse del frío y de la lluvia. Se sintió enfermo y muy desgraciado. Esperaba que Sofía estuviera bien. Era una buena amazona, pero hasta las buenas amazonas se caen del caballo, y la muy estúpida nunca lleva casquete, pensó cada vez más preocupado. Esto no es la maldita pampa. En Inglaterra la gente lleva casquete para no partirse la cabeza. Esperaba que Sofía se hubiera llevado a Safari; era un caballo dócil e incapaz de tirarla. No podía decir lo mismo de los demás. Con esas imágenes en la cabeza condujo a sus invitados al comedor, donde ya estaba servido el almuerzo.

Sofía dejó que su mente vagara por la pampa mientras seguía recordándola con Gonzalo, cuya mano le calmaba el dolor del tobillo con un ligero masaje.

– Será mejor que volvamos a ponerte el calcetín. No creo que sea buena idea dejar que se te enfríe el pie -sugirió Gonzalo pasados unos minutos.

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