Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– Bien hecho, Maggie. Oh, Dios, no sabéis lo que me duele dejaros -dijo Sofía-, pero no estaré todo el tiempo en Lowsley. Estaremos en contacto.

– Más te vale. De todas formas, nos enteraremos de todos los chismes por Daisy. No te olvides de invitarnos a la boda.

– Maggie -se rió Sofía-. Es demasiado viejo.

– Cuidadito, cariño. Yo también he pasado de los cuarenta -replicó. Luego añadió con voz ronca-: Ya veremos.

Daisy quedó deshecha cuando se enteró de que Sofía se iba, no sólo porque iba a echar de menos a su amiga, sino porque, si a Sofía le iban bien las cosas, tendría que encontrar a alguien con quien compartir el piso. No quería vivir con nadie más. Sofía y ella se habían hecho casi hermanas.

– Entonces, ¿si te gusta te mudarás allí definitivamente? -preguntó, horrorizada ante la idea de que alguien quisiera quedarse a vivir en el campo, por lujosa que fuera la casa.

– Sí, me encanta el campo. Lo echo de menos -dijo Sofía. Lowsley había despertado en ella la afinidad que siempre había sentido con la naturaleza. Ya no soportaba el olor de la ciudad.

– Voy a echarte de menos. ¿Quién te hará las uñas? -preguntó Daisy, mostrándole, gruñona, el labio inferior.

– Nadie. Me las volveré a morder.

– Ni se te ocurra. Con lo bonitas que las tienes ahora.

– Voy a tener que trabajar con las manos en el campo, así que ya no voy a necesitar llevar las uñas cuidadas -se rió Sofía alegremente, anticipando los días llenos de caballos y perros y aquellas interminables colinas verdes. Las dos chicas se fundieron en un abrazo.

– No dejes de llamar a menudo y de venir a verme. No quiero que perdamos contacto -dijo Daisy, amenazando con el dedo a su amiga para ocultar la tristeza que la embargaba. Sofía estaba acostumbrada a irse de los sitios, a cambiar de gente y a hacer nuevos amigos. Había acabado por acostumbrarse. Se había adiestrado para desconectar sus emociones a fin de evitar el dolor, de manera que prometió a Daisy que la llamaría todas las semanas, y luego se marchó, siguió adelante con su vida. Como una nómada, miraba hacia delante, a la nueva aventura sin aferrarse demasiado a los lazos emocionales que la unían a los seres que dejaba atrás.

En cuanto Sofía estuvo felizmente instalada en una pequeña casa en Lowsley, se dio cuenta de que no le importaría en absoluto no tener que volver a Londres. Había echado de menos el campo más de lo que creía, y ahora que lo había recuperado no pensaba volver a perderlo. Hablaba con Daisy a menudo y se reía con los últimos chismes sobre Maggie. Sin embargo, no tenía mucho tiempo para pensar en sus viejos amigos. Estaba demasiado ocupada en volver a levantar la granja de sementales de David. Él le había dicho que podía supervisar el trabajo, pero Sofía no tenía la menor intención de limitarse a supervisar. Deseaba implicarse al máximo, y lo que no supiera tendría que aprenderlo.

Se enteró por la señora Berniston que cuando Ariella se marchó y cerraron los establos, tuvieron que despedir a Freddie Rattray, conocido como Rattie. Rattie había sido el encargado de la granja. Era él quien cuidaba de los potros y de la granja en general. Según le dijo la señora Berniston, Rattie era un experto.

– No encontrará a uno mejor -le había dicho.

Sofía no tardó en localizar y contratar a Rattie y a Jaynie, su hija de dieciocho años, con la ayuda de la señora Berniston, que se escribía con frecuencia con Beryl, la mujer de Rattie. Como Beryl había muerto recientemente, Freddie se mostró ansioso por volver a Gloucestershire y retomar su antigua vida.

Cuando David volvía al campo los fines de semana, era recibido por la amplia sonrisa y el contagioso sentido del humor de Sofía. Sofía siempre iba en vaqueros y camiseta, y a menudo llevaba el viejo jersey beige, que él le había prestado y que ella nunca le había devuelto, anudado a la cintura. El aire del campo le había cambiado el color de la cara. Ahora tenía la piel brillante y saludable y llevaba la melena suelta sobre los hombros en vez de recogérsela como antes. Le brillaban los ojos, y su desbordante energía hacía que David se sintiera más joven en su presencia. Él esperaba ansioso que llegara el fin de semana para poder estar con ella, y se le caía el alma a los pies cuando tenía que prepararse para volver a Londres los domingos por la tarde. Estaba encantado con los progresos del trabajo de Sofía en la granja, así como con su relación con Rattie, al que ella adoraba:

– No puede ser más inglés. Es como un gnomo salido de un cuento de hadas -decía Sofía.

– No creo que a Rattie le haga mucha gracia esa descripción -apuntó David riéndose entre dientes.

– Oh, no le importa. A veces le llamo «el gnomo» y él sonríe.

Creo que está tan feliz de haber vuelto que podría llamarle cualquier cosa.

Rattie también era un gran jardinero y David se quedó boquiabierto al ver la transformación que habían sufrido los jardines en el poco tiempo que había pasado desde que los había contratado. Sofía era incansable. Se levantaba a primera hora de la mañana y se preparaba el desayuno en la casa grande, ya que la señora Berniston, que iba a cocinar y a limpiar tres veces por semana, le había sugerido que hiciera uso de la cocina del señor Harrison puesto que la nevera estaba siempre llena. Después de desayunar, sacaba a dar un paseo a uno de los caballos por las colinas antes de empezar con las tareas diarias en los establos.

Rattie era un experto en caballos y Sofía tenía mucho que aprender de él. En Santa Catalina nunca había tenido que ensillar un caballo porque los gauchos se lo hacían todo. Rattie se reía de ella, diciéndole que era una malcriada y que iba a bajarle los humos, y Sofía le decía que recordara que estaba en Lowsley gracias a ella, así que ya podía ir tratándola con más respeto. Con su sonrisa torcida y su rostro despierto, Rattie le recordaba a José. Se preguntaba si José la echaba de menos, si los chismes de Soledad habían llegado a sus oídos, si la tenía en menor estima por lo ocurrido.

Siguiendo los consejos de Rattie, compraron seis yeguas de primera clase y contrataron a dos mozos para que ayudaran a su hija Jaynie.

– Llevará su tiempo volver a poner la granja en marcha -advirtió a Sofía-. El ciclo de cría lleva seis meses -añadió, rodeando la taza de café humeante con sus toscas manos-. Otoño es la época para buscar sementales para nuestras yeguas, sementales bien formados y con un buen pedigrí, ¿me sigues?

Sofía asintió.

– Si queremos caballos de carreras de primera necesitamos sementales de primera.

Sofía volvió a asentir con énfasis.

– En agosto y en septiembre se envían las solicitudes para acceder a un semental. Eso se hace a través de un agente. Él se encarga de negociar las nominaciones con el dueño del semental. Hace años que estoy fuera del circuito, pero Willy Rankin era mi hombre y creo que sigue siéndolo -dijo, dándole un sorbo al café-. La temporada empieza el catorce de enero. Es entonces cuando llevamos las yeguas al semental hasta que nos aseguramos que están preñadas.

– ¿Cuánto tardan en parir?

Sofía intentaba hacer preguntas inteligentes. Todo parecía más complicado de lo que había esperado. Se alegraba de que Rattie supiera lo que hacía.

– Entre febrero y mediados de abril. Ese es un período de tiempo mágico. Puedes ver a la naturaleza trabajando delante de tus ojos -suspiró-. Diez días después de que nace el potro y se comprueba que está sano, la yegua y su potro son enviados de vuelta al semental.

– ¿Cuánto tiempo tienen que quedarse allí?

– Un máximo de tres meses. Una vez que nos cercioramos de que la yegua vuelve a estar preñada, los traemos de vuelta a casa.

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