Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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Sofía iba a ver ensayar a Jake por las tardes y después criticaba su actuación. Incluso le ayudaba con sus diálogos en la cama antes de irse a dormir. De repente Jake se levantaba de un salto y empezaba a declamar uno de sus soliloquios. En los restaurantes le suplicaba que practicara con él:

– Ahora tú eres Julia. Venga, adelante -le suplicaba. Y así pasaban el rato, recitando las líneas que ya se sabían de memoria y adoptando la expresión del personaje que estaban interpretando hasta que empezaban a reír y tenían que parar porque de tanto reír se quedaban sin respiración.

– Pero, ¿alguna vez habla de ti, nenita? -le preguntó Antón una tarde cuando ya llevaban un mes saliendo.

– Naturalmente. Lo que pasa es que está muy concentrado en su trabajo. Para él su trabajo es lo primero -insistía Sofía. Antón sorbió un poco para dejar clara su desaprobación mientras veía a Sofía barrer los mechones de pelo del suelo.

– No quiero ser aguafiestas, cariño, pero cuando le conocí me pareció muy arrogante -comentó Maggie, tirando la ceniza de su cigarrillo al suelo. Antón recogió las toallas y las echó en un cesto de mimbre.

– Sí, esa es la imagen que da a primera vista. Pero eso es porque es muy tímido -dijo Sofía saliendo en su defensa.

– ¡Tímido! Cariño, si fuera tímido no se agitaría como lo hace en el escenario -le soltó burlona-. Antón, sé bueno y ponme otra copa de vino. Es a lo que único que una vieja como yo puede aspirar hoy en día.

– ¡No seas desabrida, Maggie! -la riñó Antón y luego le sonrió compasivamente-. Pronto serás devorada por algún impresionante tiarrón, ¿verdad, Sofía?

Sofía asintió.

– David Harrison, el productor de la obra de Jake, nos ha invitado a pasar el fin de semana a su casa de campo -les dijo, guardando la escoba y sentándose en el sofá junto a Maggie.

– Ya sabemos quién es David Harrison, ¿no es cierto, Maggie?

– Sí, es muy famoso. Tuvo un doloroso divorcio hace unos diez años, quizá más. No me acuerdo. Ése sí es un hombre para ti, cariño.

– No seas ridícula, Maggie. Estoy muy bien con Jake.

– Lástima -dijo Antón frunciendo los labios.

– Bueno, como quieras -le dijo Maggie-. Luego no digas que no te avisé cuando Jake te la pegue con la actriz principal. Todos los actores son iguales. Yo he salido con unos cuantos y no repetiría ni aunque me pagaran. La verdad es que David podría ser tu padre…, aunque no hay nada malo en un hombre mayor, rico y agradable, ¿verdad, Antón?

– Cuéntanoslo todo cuando vuelvas, ¿prometido, nenita? -le dijo Antón con un guiño.

Jake recogió a Sofía en Queen's Gate el sábado por la mañana con su Mini-Cooper y condujo a toda velocidad por la autopista en dirección a Gloucester. Durante todo el viaje no hizo más que hablar de sí mismo; al parecer había tenido una pelea con el director de la obra a causa de cierta escena.

– Yo soy el actor -le había dicho Jake-, y te repito que mi personaje nunca reaccionaría así, ¡conozco perfectamente mi personaje!

Sofía se acordó de la conversación que había tenido con Maggie y con Antón y miraba entristecida el paisaje helado que veía pasar a toda velocidad por su ventanilla. Jake no parecía darse cuenta de que Sofía no decía nada; estaba demasiado ocupado parloteando sobre su director. Sofía respiró aliviada cuando llegaron a casa de David Harrison, un edificio de color ocre situado al final de un largo camino, justo a la salida de la ciudad de Burford.

David Harrison apareció en la puerta, rodeado de dos labradores color miel que menearon sus gruesos rabos en cuanto vieron el coche. David era un hombre de mediana estatura, delgado y de abundante pelo castaño claro que empezaba a teñírsele de canas en las sienes. Llevaba unas gafas pequeñas y redondas y tenía una sonrisa amplia y amistosa.

– Bienvenidos a Lowsley. No os preocupéis por vuestro equipaje -dijo-. Entrad a tomar una copa.

Sofía cruzó la gravilla detrás de Jake en dirección a David. Los dos hombres se estrecharon la mano y David dio unas afectuosas palmadas a Jake en la espalda.

– Me alegra verte, Lotario.

– David, esta es Sofía. Sofía Solanas -dijo, y Sofía le tendió la mano.

– Jake me ha hablado mucho de ti -dijo David, estrechándosela con firmeza-. Será un placer conocerte personalmente. Pasemos dentro, dejémonos de cumplidos.

Le siguieron hasta un vestíbulo de grandes dimensiones. Todas las paredes estaban cubiertas de cuadros de muchos tamaños, y no había ni un solo rincón que no estuviera ocupado por vacilantes montañas de libros. Los magníficos suelos de madera estaban parcialmente tapados por lujosas alfombras persas y tiestos de porcelana con plantas enormes. A Sofía le gustó la casa inmediatamente. Era muy acogedora, y el olor a perro parecía llenarlo todo.

David los condujo al salón donde cuatro personas, a las que Sofía no conocía, fumaban y bebían, sentadas frente a un fuego exuberante. De repente a Sofía le recordó la casa de Chiquita en Santa Catalina y tuvo que reprimir la punzada de dolor que solía acompañar a ese tipo de recuerdos. Fueron presentados a los demás invitados: los vecinos de David, Tony Middleton, escritor, y su mujer Zaza, dueña de una pequeña boutique en Beauchamp Place; y Gilbert d'Orange, un columnista francés, y su esposa Michelle, apodada Miche. Una vez hechas las presentaciones, volvieron a sentarse y retomaron la conversación.

– ¿A qué te dedicas? -preguntó Zaza, girándose hacia Sofía. Sofía pareció encogerse.

– Trabajo en una peluquería llamada Maggie's -respondió, y contuvo el aliento, esperando que Zaza le sonriera cortés aunque desdeñosamente antes de darle la espalda.

Pero cuál sería su sorpresa cuando los ojos verdes de Zaza se abrieron como platos y balbuceó:

– No puedo creerlo. Tony, cariño. ¡Tony!

Su marido interrumpió lo que estaba diciendo y se giró hacia ella. Los demás se quedaron escuchando.

– ¡No vas a creerlo! ¡Sofía trabaja con Maggie!

Tony esbozó una sonrisa irónica.

– ¡Qué pequeño es el mundo! ¿Sabes?, Maggie estuvo casada con Viv, primo segundo mío. Dios mío, ¿cómo está la vieja Maggie?

Sofía se había quedado de piedra y en pocos segundos los tenía a todos partiéndose de risa en cuanto empezó a imitar a Maggie y a Antón. David la miraba desde la licorera y pensaba que en su vida había visto a nadie tan delicioso. Había algo trágico en sus enormes ojos castaños, a pesar de la generosidad de su sonrisa, y deseó hacerse cargo de ella y cuidarla. Era mucho más joven que los demás, y sin embargo no tenía el menor problema a la hora de conversar con ellos. Pero cuando Zaza, que sin duda estaba más que encantada con Sofía, le preguntó inocentemente sobre su país, la joven invitada se quedó callada durante un buen rato.

Después de almorzar en el viejo comedor, servidos por una rotunda señora llamada señora Berniston, Gilbert y Miche subieron a su habitación a dormir la siesta.

– Ese budín de chocolate y el vino me ha dejado tres, tres fatigué -dijo Gilbert, tomando a su mujercita de la mano y conduciéndola escaleras arriba. Jake decidió salir a hacer jogging.

– ¿Tú crees que es una buena idea después de un almuerzo tan pesado? -preguntó Sofía.

– No he corrido esta mañana y me gustaría hacerlo antes de que se haga de noche -respondió, subiendo los escalones de dos en dos.

– Bueno, ¿por qué no salimos a dar un paseo? Así también nosotros haremos un poco de ejercicio -sugirió Zaza animada-. ¿Vienes con nosotros, David?

A pesar de que soplaba un viento helado, el sol brillaba de firme desde un cielo azul cerúleo. Los jardines eran casi silvestres, aunque se apreciaba en ellos el inquietante eco del orden de una época pasada en que Ariella, ex mujer de David y fanática jardinera, había cuidado de ellos y les había dado todo su amor. Tony, Zaza, David y Sofía avanzaron por el camino de piedra que cruzaba el jardín hacia la parte trasera de la casa, riéndose de lo llenos y aletargados que se sentían después de un almuerzo tan pesado como aquel. Los árboles habían perdido todas sus hojas debido a las heladas de febrero, y a sus pies la maleza estaba húmeda y podrida.

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