– Oui?
A Sofía el corazón le dio un vuelco cuando oyó la voz gruñona del ama de llaves contestar al teléfono.
– Madame Isbert, soy Sofía Solanas. Llamo desde Londres. ¿Podría hablar con Dominique, por favor? -preguntó esperanzada.
– Lo siento, mademoiselle, pero monsieur y madame La Rivière estarán fuera del país durante diez días.
– ¿Diez días? -preguntó sorprendida. No le habían dicho que pensaran ir a ninguna parte.
– Oui, diez días -replicó madame Isbert sin disimular su impaciencia.
– ¿Adónde han ido?
– No me lo han dicho.
– ¿No se lo han dicho?
– No, mademoiselle.
– ¿Y no han dejado ningún número de teléfono?
– No.
– ¿Ni siquiera un teléfono de contacto?
– Mademoiselle Sofía -dijo la mujer visiblemente irritada-, no han dicho adónde iban, no han dejado ningún número de teléfono ni ninguna dirección. Han dicho que estarían fuera diez días y eso es todo. Lo siento, no puedo ayudarla.
– Yo también lo siento -sollozó Sofía y colgó. Demasiado tarde. Era demasiado tarde.
Sofía volvió a acurrucarse hasta hacerse una bola y se envolvió en sus propios brazos. Pegó la cara al pequeño cobertor de muselina, y al hacerlo se acordó que la última vez que se había sentido así de infeliz había sido cuando el abuelo O'Dwyer había muerto a su lado. No volvería a ver a Santiaguito. Tampoco volvería a ver a su querido abuelo. Era como si Santiaguito hubiera muerto. Jamás podría perdonarse por ello.
Las Navidades habían sido tremendamente tristes. Sola en su apartamento, Sofía se había quedado a menudo dormida llorando, pensando en Santa Catalina y en los suyos. Antón y Maggie habían cuidado de ella el resto de las vacaciones, asegurándose de que al no dejarla sola no caería en una depresión. Cuando la peluquería volvió a abrir sus puertas, Sofía regresó aliviada al trabajo, con la esperaba de que 1975 fuera para ella un año mejor que el anterior. Con ese fin en mente, se obligó a mirar hacia delante en vez de quedarse anclada en el pasado. Al fin y al cabo, eso es lo que el abuelo le habría aconsejado si hubiera estado vivo. Parecía serle de gran ayuda.
Dominique visitaba Londres con frecuencia puesto que los negocios de Antoine reclamaban más que nunca su presencia en la City. Cuando estaba con Dominique, comían en restaurantes elegantes y se iban de compras a Bond Street. Sofía se acordaba entonces de la vida privilegiada que había tenido y la valoraba, porque en cuanto Dominique regresaba a Ginebra su vida volvía a ser la de una empleada.
El año pasó volando. Se hizo amiga de Marmaduke Huckley-Smith, el hombre de las gafas que estaba a cargo de la librería. Él le presentó a sus amigos, uno de los cuales la llevó a cenar en alguna ocasión. Sofía se lo agradecía, pero no se sentía en absoluto atraída por él. De hecho, no se sentía atraída por nadie.
En su tiempo libre, Daisy y Sofía se iban a King's Road en busca de ofertas. Estaba de moda el estilo étnico y a Sofía le encantaba llevar faldas largas de Monsoon. Antón le tiñó el pelo con gruesas mechas de rojo, y un día que estaba aburrido le alisó el pelo a Daisy, dejándola casi irreconocible, pero estupenda. Iban al cine una vez al mes y también al West End, donde vieron La ratonera.
– El hombre que construyó este teatro era un rico aristócrata que se enamoró de una actriz. Lo construyó para ella. ¿No te parece increíblemente romántico? -susurró Daisy desde su asiento.
– Puede que uno de los amantes de Maggie le construya una peluquería nueva. ¡Eso sí que sería fantástico! -respondió Sofía echándose a reír.
Antón los llevó a todos a ver The Rocky Horror Show y los puso en ridículo llegando en un Cadillac rosa que había alquilado para la ocasión. No sólo eso. También llevaba ligas y ropa interior de encaje, y Marcello le seguía vestido con un traje estampado en falsa piel de tigre. Maggie estaba horrorizada y exclamó que esperaba que se cambiara de ropa antes ir a trabajar el lunes. Sofía apuntó que lo único que Marcello necesitaba para completar el traje que llevaba era un largo rabo. El italiano replicó con tono guasón que si le enseñaba su rabo, no encontraría nunca a ningún hombre que pudiera compararse a él.
Daisy consiguió entradas baratas para el concierto que David Bowie daba en Wembley. Aparte de Bowie, Daisy estaba loca por Mick Jagger y ponía sus casetes a todo volumen en la peluquería, lo que irritaba muchísimo a Maggie, que prefería las suaves melodías de Joni Mitchell.
Los tristes meses de invierno desaparecieron lentamente, llevándose de la mano la tristeza de Sofía. Cuando las calles se llenaron de brotes blancos y rosados, Sofía descubrió una nueva actitud mental: la actitud mental positiva del abuelo O'Dwyer.
Se concentró en su trabajo y Maggie le subió el sueldo. Sofía estaba más que encantada viviendo con su amiga Daisy, con la que pasaba muchas noches bebiendo y riendo en el Café des Artistes. Daisy siempre bebía cerveza, hábito que Sofía encontraba absolutamente repulsivo. Tampoco podía entender por qué los ingleses adoraban esa especie de salsa que llamaban «Marmite». Sin embargo, se daba cuenta de que ahí estaba en minoría. Al parecer todos los ingleses habían crecido comiendo Marmite.
– Por eso somos tan altos -se enorgulleció Antón, que pasaba del metro noventa.
En agosto Maggie cerró la peluquería durante dos semanas e invitó a todos a la casa que había alquilado en Devon para que disfrutaran con ella del mar y de la playa. Sofía lo pasó de maravilla, aunque echaba de menos el sol, ya que llovía casi todos los días. Se acordaba de cuando su madre le hablaba de las colinas de Glengariff y se preguntaba si se parecerían a las de Devon. Organizaron picnics en la playa húmeda. Comían en traje de baño, resguardándose bajo las sombrillas mientras el viento les llenaba los sándwiches de arena. Pero se reían de los chistes que contaba cada uno y de Marcello, que no lograba comprender la locura de los ingleses y que no dejaba de tiritar, a pesar de sus gruesos pantalones de terciopelo y de su jersey de cuello cisne.
– A mí que me den la Toscana -gimoteaba-, donde pueda ver el sol y el cielo.
– Oh, cállate ya, Marcello. No seas tan italiano -murmuró Maggie, engullendo una porción de tarta de chocolate.
– Cuidadito, cariño. Le quiero precisamente porque es italiano -dijo Antón, dejando que su novio se acurrucara contra él en busca de calor.
– Marcello tiene razón -dijo Daisy cordial-. Míranos. Los únicos que estamos en la playa somos ingleses. Qué ridículos, aquí sentados con esta lluvia y este frío como si estuviéramos en el sur de Francia.
– Por eso ganamos la guerra, cariño -replicó Maggie, intentando encender un cigarrillo a pesar del viento. Cada vez que encendía una cerilla se le apagaba-. Oh, por el amor de Dios. Antón, Sofía, me da igual cuál de los dos, encendedme un maldito cigarrillo antes de que pierda la paciencia.
– No combatiste en la guerra, Maggie -dijo Antón echándose a reír-. Ni siquiera puedes encender un cigarrillo.
Se puso el cigarrillo en la boca y, protegiéndose del viento, lo encendió.
– Me sorprendes, Antón -le soltó Maggie con guasa-. Tienes más de mujer que de hombre. Estás muy callada, Sofía. ¿Te ha comido la lengua el gato?
Maggie miró a Sofía, que estaba acurrucada encima de una toalla mojada. En sus pálidos labios azulados, que no dejaban de tiritar de frío, se dibujó una tímida sonrisa.
– Siento decirles que estoy de acuerdo con Marcello. Estoy acostumbrada a las playas de Sudamérica -dijo sin conseguir que sus dientes dejaran de castañetear.
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